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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (42 page)

Cuando llegaron a Cantón, un mandarín les felicitó por haber desmantelado una de las tripulaciones piratas más nefastas que aterrorizaban a pescadores y mercaderes. El mandarín bañó a los hombres en bebida, joyas y plata. Durante su recorrido por las calles en dirección al asentamiento inglés, un ladrón quiso quitarle el botín a Hormazd intentando golpearle en la cabeza con una barra de acero. Hormazd ni parpadeó ni se dio la vuelta. Simplemente agarró la barra y tiró al sujeto al suelo, rompiéndole el brazo por dos sitios.

Muchos de los lugareños presenciaron este hecho y lo fueron contando y desde aquel día se empezó a hablar de un personaje sobrecogedor venido de tierras lejanas que llamaban Cabeza de Hierro.

El ladrón, que huyó corriendo, dejó caer una bolsa llena de riquezas que había expoliado a otras víctimas. Entre ellas se encontraba un ídolo de oro puro, una cabeza de kilin con los ojos de ónice; el kilin era una bestia mitológica con un solo cuerno, que se creía que traía la buena fortuna y castigaba a los perversos con fuego y destrucción. Cuando caminaba sobre la tierra no dejaba huellas; cuando caminaba sobre el agua no hacía ondas. En aquel momento Hormazd no sabía nada de esto, pero a pesar de ello se sintió interesado por él de la misma manera en que un hombre cualquiera sentiría lástima por un perro hambriento. Una vez en el asentamiento inglés, pagó para quedarse con la cabeza de kilin y la hizo montar en la empuñadura de un bastón que llevó con él cuando se embarcó en Cantón con destino a Londres.

Con estas nuevas riquezas y su gran fortaleza, Hormazd, según se decía, se dedicó a poner en pie su propio negocio de contrabando de opio con sede en Londres. Los barcos le facilitaban opio traído de India, al margen de los canales oficiales del gobierno colonial, que estaban estrictamente controlados por los ingleses, y él distribuía la droga por los puertos ingleses y americanos sin el peso de los aranceles y las inspecciones que controlaban la adulteración. Sin embargo, el inglés que había sido su compañero de cautiverio en el barco pirata y que le había ayudado a escapar no tardó en descubrir involuntariamente algunos de los secretos de sus operaciones.

—¿Quién era ese inglés? —interrumpió Osgood al narrador con interés.

—Un hijo de han —dijo Yahee—. Un joven llamado Edward Trood.

—¿Qué quieres decir con «un hijo de han»? —preguntó Tom.

Yahee explicó que Eddie Trood era un joven inteligente aunque reservado que durante sus viajes había aprendido el chino tan bien que los piratas le habían dejado vivir para que hiciera de traductor. Los nativos le llamaban hijo de han, como si fuera un chino más, y era un caso realmente excepcional, porque el gobierno chino había prohibido que se enseñara su idioma a los extranjeros con la intención de controlar las negociaciones de los comerciantes chinos con los europeos y para frenar la venta de opio a los consumidores chinos.

De vuelta a Londres, adonde Eddie también había regresado, Herman no tardó en descubrir que éste poseía un gran conocimiento de los procedimientos llevados a cabo en sus negocios. Herman e Imam, un traficante de opio turco también implicado en el asunto a escala mundial, localizaron al tío de Eddie, un vendedor de opio al por menor de Londres, quien cobarde y rápidamente traicionó a su sobrino. Eddie estaba condenado, dijo Yahee con una risita triste, «por haber enfadado a Herman Cabeza de Hierro».

Los fumadores de opio pasaron el chisme a los traficantes, que se lo pasaron a los vendedores. Se rumoreaba que el cuerpo del joven estaba emparedado en un tabique de la casa de su tío y, cuando Yahee y los demás se enteraron de estos rumores, nadie volvió a atreverse a interferir en las operaciones de Herman nunca más.

Yahee interrumpió su relato en medio de un pensamiento. Giró la cabeza hacia atrás y fijó la mirada en la oscuridad del túnel.

—¿Qué pasa, Yahee? —preguntó Osgood.

Yahee se estremeció. Desde algún lugar del túnel les llegó un crujido, seguido de una serie de sonoros estallidos.

Una expresión febril se adueñó del rostro de Yahee y salió corriendo en dirección a las escaleras.

—¡Herman! ¡Herman aquí! —gritaba.

—No —dijo Tom—. No es más que una cañería rota. ¡Yahee, aquí no hay nadie!

Yahee subió como una flecha los escalones inclinados y sinuosos a toda velocidad, temerariamente. Tom primero, y Osgood a continuación, corrieron detrás de él mientras le rogaban que fuera más despacio. El fumador de opio gritaba que Herman Cabeza de Hierro venía a matarles a todos.

—¡Yahee, detente! —gritó Tom.

Una sección corroída de la barandilla cedió y cayó en picado los diez metros que la separaban del fondo del túnel. Yahee perdió pie y se quedó colgando de la barandilla rota con la punta de los dedos.

Tom le gritó a Yahee que se estuviera quieto. Tiró de él y le subió a suelo seguro. Una vez a salvo, el hombre se desmoronó exangüe e inmóvil en los brazos de Tom.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Osgood al llegar a su lado agarrándose los costados y jadeando.

—Se ha desmayado —dijo Tom—. Ayúdeme a tumbarle —llevaron a Yahee al siguiente descansillo entre convulsiones y palabras que farfullaba en cantonés.

Se sentaron en el rellano y esperaron a que Yahee se recuperara.

—Herman casi consigue matarle —comentó Osgood tras recobrar el aliento—, y ni siquiera estaba aquí. ¿A qué nos estamos enfrentando, Branagan?

Al separarse, después de dejar a Yahee en un coche de alquiler, Osgood se dirigió apresuradamente a su hotel de Piccadilly y Tom fue directo a la comisaría de policía. Cuando Tom regresó al hotel, donde Osgood ya había puesto a Rebecca al corriente de lo ocurrido, les enseñó un telegrama. Era de Gadshill y sólo lo conformaban cinco palabras:

Agente Tom Branagan. Sí. No
.

—Todavía sigue sin poder dirigirse a mí simplemente como Tom —dijo meneando la cabeza—. Es de Henry Scott, de Rochester.

—¿Qué significa? —preguntó Osgood.

—Si usted tiene razón al creer que Herman atacó a Daniel en Boston —dijo Tom—, y luego viajó con usted entre el pasaje del
Samaria
, me preguntaba yo por qué iba a seguir Herman a un editor americano para saber más de una novela inglesa. Sospechaba que si Herman había intentado sacarle información a usted, y antes a Daniel, sobre
El misterio de Edwin Drood
, ya lo habría intentado antes en Inglaterra a través de otros canales. Esto confirma mis sospechas. Véalo usted mismo.

Tom dejó una pila de documentos de la policía de Londres en la mesa que Osgood tenía delante.

Él los examinó.

—Un allanamiento en Chapman & Hall, los editores ingleses de Dickens. Otro de las mismas características en Clowes, la imprenta. Ambos en la semana del 9 de junio, el día de la muerte de Dickens. En ambos casos parece que no se robó nada.

—No se robó nada —dijo Tom—, porque lo que buscaba Herman, información sobre el final de la novela de Dickens, no estaba allí. Como no se llevaron nada, la policía no tardó en abandonar cualquier investigación sobre el incidente. Por eso le envié un telegrama a Henry Scott pidiéndole respuestas a dos preguntas: ¿entraron por la fuerza en Gadshill tras la muerte del Jefe?, y ¿se llevaron algo? Tiene usted en su mano las respuestas: sí y no.

—Entonces ¿por qué me estaba siguiendo Herman? —inquirió Osgood.

—Eso no lo sabemos, señor Osgood. Pero yo creo que en realidad Herman pudo haberle
protegido
a usted en el fumadero de opio —dijo Tom—. Probablemente lo único que querían los adictos era robarle; un extranjero vestido con ropa cara era un objetivo que no podían pasar por alto. Herman necesitaba que usted continuara con sus pesquisas, le necesitaba vivo y en buenas condiciones para seguir adelante. Incluso le dejó cerca de los desagües del alcantarillado, donde siempre hay cazadores de las cloacas.

—¡Él cree que sé cómo encontrar el final! —dijo Osgood—. Y si todo esto es cierto, hay algo peor… —se sentó y apoyó la cabeza en ambas manos para ponderar la idea.

—¿De qué se trata, señor Osgood? —preguntó Rebecca.

—¿No se da cuenta, señorita Sand? El parsi, entrenado en sus técnicas de terror y asesinato por los más crueles piratas del mundo, ha puesto Inglaterra patas arriba con la simple fuerza de sus manos desnudas buscando algo, lo que sea, sobre
Drood
. Y ahora no estaría siguiéndome a mí si hubiera tenido el menor éxito. ¿Y si …? —Osgood se calló hasta que reunió el valor para admitir—: ¿Y si eso significa que no hay nada que encontrar?

—Tal vez sólo sea cuestión de que está mirando en los lugares equivocados —dijo Rebecca valientemente.

—Sí —dijo Tom con un destello de genuina perspicacia. Luego dio un puñetazo en la mesa—. ¡Sí, señorita Sand! Pero no sólo eso. No sólo en los lugares equivocados, sino en el
momento
equivocado.

—¿Qué quiere decir, señor Branagan? —preguntó Rebecca.

—Estaba recordando una cosa. Cuando estábamos en América con el señor Dickens, íbamos todos en el tren a la lectura de Filadelfia y el jefe empezó a hablar de Edgar Allan Poe con bastante nostalgia. Nos contó que cuando vio a Poe por última vez en Filadelfia habían hablado de
Caleb Williams
. ¿Quién era el autor de esa novela?

—William Godwin —dijo Osgood.

—Gracias. El señor Dickens nos dijo cómo le había contado a Poe que Godwin escribió primero la última parte del libro y luego empezó con el principio. Y Poe le dijo que también él escribía sus relatos de misterio
hacia atrás
. ¿Y si el señor Dickens, cuando se dispuso a escribir su gran novela de misterio, no hubiera empezado por el principio?

Osgood levantó la cabeza, se arrellanó en la silla y consideró aquella idea en silencio.

—Cuando el señor Dickens se desmayó en Gadshill —dijo Osgood abstraído—, había llegado precisamente aquella misma tarde al final de la
primera parte
del libro. Fue casi como si su cuerpo se rindiera, sabiendo que había terminado su labor, aunque a nosotros no nos lo pareciera.

Tom asintió y dijo:

—¿Y si hubiera escrito primero la segunda parte de
El misterio de Edwin Drood
y luego la primera parte a partir de ésta?

—¿Y si escribió el libro al revés? ¿Y si escribió el final antes? —preguntó Osgood sin esperar respuesta.

—Sin embargo, ninguna de nuestras indagaciones —interrumpió Rebecca— ha indicado dónde podría encontrarse el resto del libro, en caso de que realmente lo hubiera escrito.

—Tal vez intentara dejarle a alguien una clave, decirle a alguien antes de morir dónde se encontraba —reflexionó Tom.

—Las últimas palabras de Dickens —dijo Osgood exaltado—. ¡Le llamaba a él!

—¿A quién? —preguntó Rebecca.

—Nos lo dijo Henry Scott, ¿no se acuerda? Lo último que los criados le oyeron decir a Dickens fue «Forster». ¡Dickens había dejado algo sin contar a su biógrafo!

Pero, para su gran frustración, John Forster, a quien Osgood y Tom encontraron sentado en su despacho de la Delegación de Salud Mental de Whitehall, meneó la cabeza con expresión asesina. Alzó sus grandes ojos negros al cielo fríamente mientras le acribillaban a preguntas. Sacó el reloj de oro, frotó la esfera con los dedos, lo sacudió como si sacudiera una botella y se removió impaciente.

—Amigos, estoy muy ocupado; muy, muy ocupado. He perdido toda la tarde con una visita de Arthur Grunwald, el actor; ¡un puñetero mentecato como no he conocido alguno en todo el transcurso de mi vida! Pretende cambiar toda la obra de
Drood
cuando estamos a punto de estrenar. En serio, tengo que acabar mi trabajo de hoy.

—¿Está usted seguro de que el señor Dickens no intentó decirle algo más en relación con
Drood
cuando usted llegó a Gadshill? —inquirió Osgood en un intento de llevarle al tema que más les urgía.

Forster se retorció las manos mostrándoselas.

—Estoy que me retuerzo las manos.

—Ya lo veo —dijo Osgood—. Tenemos que saber lo que le dijo.

—Señor Osgood —continuó Forster—, el señor Dickens estaba inconsciente cuando yo llegué a la casa. Si dijo algo, no era comprensible para el oído humano.

—Como en un sueño —añadió Tom meditabundo.

Los otros dos hombres le miraron sorprendidos.

—Una vez el Jefe me habló de un sueño que había tenido —explicó Tom—. En él recibía un manuscrito lleno de palabras y le decían que podía salvar su vida, pero cuando lo miraba no podía entender lo que decía.

—A mí nunca me habló de ese sueño… ¿Cómo es que está usted tan interesado en las últimas palabras que dijo, señor Branagan? —inquirió Forster.

—Señor Forster, si me permite una pregunta… —dijo Tom—. ¿Por qué cree que el señor Dickens pronunció su nombre en su delirio?

—¿Por qué…? ¡Una pregunta increíble! —le respondió con un rugido. El biógrafo del novelista se puso a lanzar una arenga sobre su amistad de toda la vida y su incuestionable intimidad—. Con toda seguridad, todo esto le sucedió mientras todavía empuñaba esta pluma… —continuó Forster blandiendo la pluma blanca de ganso que había traído de Gadshill—. Supongo que querrá llevársela ya.

—¿Yo? —preguntó Osgood sorprendido por la oferta.

Forster afirmó con la cabeza.

—Ah, ¿no se lo he dicho? Supongo que se me ha pasado por alto. Verá, han encomendado a la señorita Hogarth que haga el reparto de los objetos del escritorio del señor Dickens. Ha decidido dejarle esta pluma, en la que se seca la tinta de las últimas palabras que él escribió…, a usted.

—Pero ¿por qué? —preguntó Osgood.

—¡Yo pregunté lo mismo! Ella parece admirar su… ¿Cómo podríamos llamarla? Su entereza a la hora de investigar lo que ha sido de
Drood
, por absurdo que parezca. Pensé que a lo mejor se iría usted de Inglaterra antes de que pudiéramos encontrarle. Pero, puesto que ha venido… —Forster se la ofreció de mala gana.

Osgood tomó la pluma de ave.

—Gracias —dijo dirigiéndose más a la ausente Georgy que a Forster—. La guardaré como un tesoro.

—Una pregunta más, si es tan amable, señor Forster —dijo Tom—. ¿Cuándo le pusieron la cerradura nueva en esta puerta?

—¿Qué? —preguntó Forster hablando por primera vez en un tono tranquilo desde que Osgood había llegado a Inglaterra—. ¿Cómo sabe que…? ¿Qué le hace pensar que es nueva, señor?

—El señor Branagan es agente de policía, señor Forster —contestó por él Osgood—. Apostaría a que en su trabajo ve suficientes cerraduras de ese tipo para reconocerlas a primera vista.

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