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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (3 page)

—Vamos a elegir los autores de mayor calidad, a imprimir los libros mejores y a no reducir nuestro nivel por debajo del que le ha traído a usted aquí, señor Leypoldt —dijo Osgood con seriedad—. Confío plenamente en que tendremos éxito si nos atenemos a estos principios.

El reportero visitante dudó un momento.

—Señor Osgood, me gustaría que nuestra revista no sólo informara de la publicación de libros, sino, en una palabra, de la propia historia de la edición, de su flujo sanguíneo, de su alma si lo prefiere. Fomentar la cooperación dentro de la profesión y esclarecer por qué los de nuestro oficio deciden seguir esta vocación. ¿Por qué no somos herreros o políticos, por ejemplo? Si usted hubiera tenido esta experiencia, estaría encantado de contarla en mi columna.

—Fue leyendo
Walden
cuando supe que quería ser editor —dijo Osgood—. ¡No es que quisiera vivir como un ermitaño en el bosque, cuidado! Pero me di cuenta de que, más allá de las insólitas visiones de ese extraño espíritu, Thoreau, existía otra persona, lejos de sus bosques, que se tomaba la molestia de asegurarse de que todas las personas de América tuvieran la oportunidad de leer su obra si así lo deseaban. Alguien que no lo hacía por ganar una notoriedad inmediata, sino porque era importante. Escribí una carta al señor Fields y le pedí una oportunidad para aprender de él trabajando como aprendiz.

—Y ahora, ya hecho un hombre, ¿qué es lo que espera encontrar?

Osgood estaba meditando la respuesta muy seriamente cuando le interrumpió la entrada de su asistente. La joven mujer, cuyo precioso rostro estaba enmarcado por un pelo negro azabache, saludó a ambos hombres con una inclinación de la cabeza, como si admitiera que su interrupción era inoportuna. Se acercó al escritorio con paso confiado y susurró unas palabras.

Osgood escuchó atentamente antes de dirigirse a su visitante con expresión de disculpa.

—Señor Leypoldt, ¿sería usted tan amable de perdonarme? Me temo que ha surgido algo y tendremos que continuar esta entrevista en otra ocasión —una vez que el reportero hubo abandonado la estancia, Osgood, dando vueltas a su pluma entre los dedos pulgar e índice, se dijo para sí—: ¿Ha venido un policía?

Su asistente, Rebecca Sand, habló en voz baja, como si pudieran escucharla:

—Sí, señor Osgood. El agente quiere hablar en privado con uno de los socios y el señor Fields sigue fuera. No ha querido decirme de qué se trata.

Osgood asintió.

—Pues hágale pasar, señorita Sand.

—Señor Osgood, no he sido clara —dijo Rebecca—. El agente ha dicho que esperaría fuera.

Osgood se frotó la nuca con una mano y pensó que era extraño. También apreció una sombra de duda en el rostro habitualmente estoico de Rebecca, pero no podía detenerse a pensarlo en ese momento. James Osgood siempre estaba dispuesto a pasar al siguiente problema.

El policía le esperaba en la puerta de la calle junto al vendedor de cacahuetes, que aprovechaba la ocasión para quejarse de la banda de músicos callejeros que le espantaban los clientes pidiéndoles dinero. Osgood se presentó.

—¿Es usted ése? —dijo el policía.

—¿Perdón, agente? —respondió Osgood.

—¿El Osgood de ahí arriba? —preguntó el agente echando una mirada fugaz a la placa que se veía en la entrada del edificio de tres pisos del 124 de Tremont Street:
FIELDS, OSGOOD & CO
.

—Sí, señor —dijo Osgood—. James Ripley Osgood.

—Todo eso no importa —el policía sacudió la cabeza inflexible—. Ripley lo-que-sea. Supongo que esperaba que un socio de su empresa fuera, a ver… un caballero algo… —era evidente que estaba buscando la palabra más delicada sin dejar de ser acertada—. ¡Algo mayor, quizá!

James Osgood, un hombre con buen tipo que aún no había cumplido los treinta y cinco años y que no aparentaba treinta, incluso con su bien perfilado bigote, estaba acostumbrado a que le pasara esto. Sonrió abiertamente y le entregó un libro al policía.

—Por favor, agente Carlton, acepte este regalo. Uno de los mejores que han salido de nuestra imprenta el año pasado.

El socio principal de la empresa, J. T. Fields, había enseñado a Osgood que, fueran cuales fueran las circunstancias, regalar un libro (un gesto bastante poco gravoso para un editor) mejoraba el humor del más triste de los sujetos. Independientemente de qué volumen se tratara, el ejemplar era sopesado, la portada analizada con agradable sorpresa y finalmente apreciado por el receptor como muy provechoso para sus intereses. Como tenía que ser, el agente sopesó el libro que le había dado Osgood y estudió el título.
Un viaje a Brasil
, por el profesor Agassiz y señora.

—¡Le he comentado muchas veces a mi mujer lo que me gustaría ir a Brasil! —exclamó el agente. Luego, con expresión de asombro, levantó la mirada y dijo—: Señor, ¿cómo es que conoce mi nombre?

—Hace algunos años vino usted a nuestra empresa por un incidente sin importancia.

—Sí, sí. Pero ¿dice usted que entonces nos conocimos?

—Así es, agente Carlton.

—Bueno —dijo el policía con rotundidad—, entonces debe de haberse cambiado la forma del bigote.

En realidad Osgood no había cambiado ni un pelo desde los veinte años, pero le dio la razón incondicionalmente con su apreciación antes de preguntarle qué le había llevado hasta su empresa.

—No es mi intención sobresaltar a nadie, señor Osgood —explicó el policía adoptando una actitud sombría—. Le he pedido que bajara porque no quería asustar a esa chica… Me refiero a la jovencita que trabaja junto a la puerta de su despacho.

—Creo que descubrirá que la señorita Rebecca Sand no se asusta fácilmente —dijo Osgood.

—¿Es eso cierto? ¡Bendita sea! Aprecio ese tipo de fortaleza de carácter, incluso en una mujer. Sólo espero que usted demuestre ser igual de fuerte.

El joven editor subió al asiento de atrás del carruaje junto al policía, quien ordenó a su conductor que se dirigiera al depósito de cadáveres.

Era imposible no sentirse invadido por un intenso recelo al entrar en las dependencias de la oficina de investigación criminal de Boston. Nada más llegar, el agente condujo a Osgood a través de una antecámara con poca ventilación y una pequeña ventana polvorienta. Subieron una estrecha escalera hasta una habitación oscura del piso superior y el agente encendió una lámpara y bajó la mirada impaciente, como si ahora le tocara a Osgood señalar el camino.

—Me temo que no tenemos todo el día, señor Osgood.

Entonces se dio cuenta. El agente Carlton no se miraba los zapatos, sino el suelo.

Osgood trastabilló inseguro, como si fuera a caerse, porque el suelo bajo sus pies era todo de cristal. Bajo él había una diminuta habitación, de unos seis metros cuadrados, con cuatro mesas de piedra. Encima de una, una mujer con la piel ajada y oscurecida por el cólera. Otra mostraba a un anciano con un lado de la cara quemado, y la tercera, el cuerpo hinchado de un ahogado. Junto a cada mesa había un gancho del que colgaba la ropa que llevaba el difunto cuando lo encontraron. Sobre cada cuerpo corría un suave reguero de agua que salía de una serie de espitas.

—Es nuevo. Aquí es donde se conservan los cadáveres que no se han identificado para su reconocimiento, al menos durante cuarenta y ocho horas, antes de mandarlos a la fosa común si nadie los reclama —explicó Carlton—. El agua los mantiene frescos.

Sobre la cuarta mesa. El cuerpo estaba cubierto desde el cuello con una sábana blanca. Un reconocible traje grueso que colgaba del gancho a su lado tenía arrancada la manga izquierda. Osgood se quitó el sombrero y lo apretó junto a su corazón cuando vio los ojos sin expresión que le devolvían la mirada sin parpadear.

—¿O sea que conoce al joven? —preguntó el agente Carlton ante la reacción del editor.

Estaba tan deformado por la muerte que Osgood tuvo que esforzarse para reconocerlo. Venciendo el nudo que se le había formado en la garganta y levantando la mirada hacia el policía con los ojos nublados, Osgood se arrodilló sobre una pierna y tocó el frío cristal del suelo.

—Es uno de mis empleados. Se llama Daniel: es auxiliar administrativo en nuestra empresa. Y tiene diecisiete años.

Osgood no sabía cómo mantener su aplomo habitual. Había sido él quien contratara a Daniel como aprendiz tres años antes. Estaba decidido a darle una oportunidad a pesar de sus circunstancias adversas. Daniel no tardó en demostrar que era sincero y trabajador, y durante más de dos semanas, el período de prueba habitual. Había ascendido al puesto de auxiliar y hasta el señor Fields pronto empezó a llamarle Daniel (en vez de ése, forma apocopada de «ese pobre paleto que te has empeñado en contratar»).

—¿Qué pasó? —preguntó Osgood al agente de policía cuando pudo recuperar el habla.

—Le atropelló un ómnibus en Dock Square.

—¿Llevaba algo con él? —preguntó Osgood en un intento de encajar las piezas, de encontrar el sentido a todo aquello. Arrodillado, Osgood estaba tan cerca del cristal que el reflejo de su propia cara se superponía a la figura sin vida de su empleado.

—No, no llevaba nada con él. Le relacionamos con ustedes gracias a que uno de nuestros agentes de patrulla recordaba haberle visto entrar y salir de su edificio. ¿Sabe usted adónde se dirigía hoy?

—Sí, por supuesto. Tenía que recoger unos documentos importantes en el puerto y llevarlos a nuestras oficinas —Osgood titubeó, pero recordó que estaba hablando con un policía, no con un editor rival—. Eran unas páginas de los próximos episodios de
El misterio de Edwin Drood
que nos enviaban de Londres.

La novela de Dickens se había publicado en episodios por entregas al principio de cada mes. Como pasaba con otras novelas, la publicación periódica sumaba gradualmente lectores que, a su vez, recomendaban la historia a amigos y familiares que no la habían leído. El formato por entregas hacía que los lectores se sintieran presentes en el momento en que la historia evolucionaba, como si fueran algunos de sus personajes. Tras la publicación de la última entrega, se publicaba la novela entera en forma de libro.

—¡Un momento! —dijo el agente—. ¡He seguido en las revistas las aventuras del joven señor Drood (aunque tal vez debería decir desventuras) con gran interés! Supongo que éste no es el mejor momento para preguntarlo. Pero le suplico que me lo cuente, señor Osgood, ¿sabe usted cómo terminarán las cosas para Eddie Drood ahora que el señor Dickens ha muerto?

En realidad, aquella misma pregunta había consumido la mente de Osgood más de lo que el policía podía suponer: cómo acabará todo una vez muerto Dickens, y todavía no tenía respuesta. Y menos ahora, con el pobre Daniel inmóvil y destrozado encima de una fría losa. La figura ondulaba de manera extraña por efecto de la corriente de agua, como si aún pudiera despertar.

—Daniel nunca me falló en el cumplimiento de sus deberes —dijo Osgood—. ¡Perder la vida en un accidente tan absurdo!

—Señor Osgood, esto no ha sido un simple accidente —dijo Carlton acompañando la frase de un largo suspiro.

—¿Qué quiere decir?

Carlton condujo a Osgood escaleras abajo y entraron en el recinto de los cadáveres desconocidos. La sensación dentro de la exigua estancia con techo de cristal era completamente diferente a la experimentada en el espacio de observación superior; era la misma diferencia que hay entre contemplar un animal salvaje y peligroso desde el otro lado de los barrotes y entrar en la jaula. El suelo era de mármol blanco y negro y estaba frío por la acción del agua corriente. De cerca, el estómago del joven empleado estaba horriblemente hinchado bajo la sábana.

Carlton explicó:

—Su empleado parece haber olvidado las responsabilidades que usted le asignó para entregarse a una serie de sustancias. Antes de su muerte tenía los sentidos profundamente alterados y vagaba sin rumbo por las calles, según cuentan los testigos que hemos interrogado. Me temo que el último acto del joven ha sido fallarle a usted.

Osgood sabía que tenía que contener su furia, pero no pudo.

—Agente, le sugiero que mida sus palabras. ¡Está usted difamando a un difunto!

—¡Ja! —espetó el viejo forense, el señor Charles Barnicoat, apareciendo por un recodo e inclinando su rostro sudoroso y sus patillas sobre el cuerpo—. El agente Carlton no dice más que la verdad, no sabría decir otra cosa.


Conozco
a Daniel —insistió Osgood.

—La espina dorsal curvada como una interrogación, ¿ve? —dijo el forense con un cabeceo fehaciente—. Típico del consumidor habitual de opio.

—¡Le atropelló un ómnibus! —gritó Osgood.

Barnicoat giró con fuerza el brazo del empleado. En aquel lugar la piel había adquirido un horrible tono azul.

—¿Necesita algo más? —preguntó.

La visión que revelaban los dedos de Barnicoat calló a Osgood de inmediato. En el brazo se apreciaban varios agujeros pequeños.

—¿Qué es eso? —inquirió el editor.

Barnicoat se humedeció los labios.

—Son las marcas de un nuevo sistema de aplicación de medicamentos llamado «aguja hipodérmica». Lo utilizaban los médicos en la guerra. Hace las funciones de una lanceta, pero la dosis puede ser medida con precisión. Ahora la utilizan los médicos para inyectar ciertas medicinas potentes directamente en el tejido celular a través de la piel. Pero los consumidores de opio habituados a esta droga utilizan este utensilio sin el consentimiento de los médicos, como debió de hacerlo su joven empleado según parece. Algunos incluso se clavan las agujas directamente en las venas, ¡algo que los médicos nunca consentirían! «Éxtasis portátil», llaman los jóvenes a esa droga.

—Dios salve a la Commonwealth —declamó solemnemente el agente Carlton.

—Ya ve, quieren ser los héroes de sus sueños en vez de vivir sus vidas reales —sermoneó Barnicoat con la barbilla pomposamente levantada—. Prefieren sentir en el cerebro que flotan entre el fuego en China o en India en lugar de recorrer Boston sujetos a la monótona noria de la vida. Es una pena, pero de alguna manera menos lamentable que recordar que un joven golfillo con estos hábitos rara vez llegará a cumplir los cuarenta, algo que usted o yo lograremos casi con total seguridad.

Osgood interrumpió.

—Daniel Sand no era ningún golfillo. ¡Y no era adicto al opio!

—Explique entonces las marcas de sus brazos —dijo Barnicoat—. No, el ómnibus y sus pasajeros, interrumpido su apremiante viaje, fueron las auténticas víctimas más que este muchacho. De modo que no debe descargar la menor responsabilidad personal sobre usted, Osgood —indicó Barnicoat con grosera confianza.

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