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Authors: César Vidal

Tags: #Historico

El testamento del pescador

 

Marco Junio Vitalis, apodado el "Asiático", es un militar que ha llegado ya a la edad en la que el ejército y los viajes sobran, y en el que su cuerpo, curtido en cientos de batallas en las que su dedicación al Imperio queda patente tanto en sus gestos como en sus actitudes, le pide dejar paso a las nuevas generaciones de guerreros cuya vitalidad podrá mantener sin duda (al menos esa es su esperanza) la cohesión de las actuales fronteras. Vitalis se encuentra descansando en su casa romana tras haber vuelto de un prolongado periodo de combates en los "limes" fronterizos, donde se mantienen ahora luchas contra los "barbari". La otrora potencia imperial, tan temida antaño por los enemigos de "la civilización", a duras penas contiene ahora los embates de tantos insurgentes que intentan socavar y destruir la expansión y la supremacía romana en el mundo conocido. Sin embargo se mantiene firme. Transcurre el año 817 desde la fundación de la ciudad de Roma por los hermanos Rómulo y Remo. El césar gobernante es Nerón.

Un día recibe una visita con un mensaje que, a la postre, cambiará su vida de manera inesperada. César lo llama a palacio, porque quiere aprovechar su experiencia en asuntos de Oriente para que le ayude en la instrucción de un juicio. Se trata de instruir un sumario contra un tal Petrós, pescador Galileo perteneciente a un movimiento extraño, una especie de "secta" denominada "de los Nazarenos", también conocidos como "cristianos". Su misión, al principio, es encontrar información referente a ellos (qué son, quiénes la componen, por dónde se extienden, a qué se dedican…), y entregársela a Nerón. Después, alegando su inestimable ayuda, el césar lo invitará a formar parte del proceso también de forma activa. El evento es sumamente inhabitual. Algo no le cuadra a Marco Junio Vitalis. Por regla general un emperador no pierde su tiempo con un litigio en apariencia absurdo: ¿por qué preocupa al todopoderoso emperador de Roma un simple pescador de Galilea? ¿Qué tiene de especial ese hombre?

¿Y qué pintan en esto esos llamados seguidores de "
Jristós
"? ¿Qué tienen que ver uno con los otros aquí? Y sobre todo… ¿qué oculta Nerón tras ese interés por esta aparente "falsa"?

Vitalis no tardará en descubrirlo. Nerón está frustrado contra ellos y planea acusarlos de intento de secesión de Roma, de sublevación… pero, ¿por qué?

"El Testamento Del Pescador", obra galardonada con el Premio Espiritualidad 2004, es un libro realmente impactante. Resulta curioso comprobar la fuerza con la que César Vidal nos introduce en el juicio contra Pedro, discípulo de Jesús, y la forma en la que como lectores llegamos a vivir el mismo. Vidal nos permite ser espectadores de una pantomima judicial elaborada y orquestada por Nerón, ante un individuo cuyo único pecado es pertenecer y ser cabeza visible de una "organización" en la que el césar se empeña en adjudicar un delito (no le importa cual), que no cesará en buscar de una u otra forma. Su propósito aparente es la eliminación de los seguidores del
Jristós
, aunque el verdadero propósito es el de expiar sus culpas ante su pueblo por sus aires de grandeza, que llevarán a Roma ante un suplicio injusto parido de la mente enferma de un ególatra criminal.

Adentrarse en esta novela supone encontrarse con una serie de elementos que le dan fuerza a la trama. Por una parte vamos a hallar personajes reales (todos salvo dos) que se mueven en un entorno concreto y localizado, en una época y en un momento en el que lo acontecido en la novela bien pudo ser lo que ocurrió ciertamente. ¿Quién puede decir que no? Por otra, nos vamos a hallar con la perspectiva que a la historia le da el personaje como Vitalis, narrador dela misma que desde un punto de vista contemporáneo nos va a dar pinceladas del modo de pensar que se tenía en la Roma de aquella época, y que hará verdaderos esfuerzos por sopesar lo que para él son costumbres bárbaras que pueden decantar del lado de la mentira la sentencia de esta epopeya legal.

Al mismo tiempo, se nos muestran unos personajes desde una perspectiva desconocida. Así, por ejemplo, la figura de Jesús de Nazaret se nos representa mucho más humana y cercana de lo que estamos acostumbrados. El propio Pedro se nos presenta como un hombre curtido por las circunstancias, que acata los designios de un destino que él ya entiende como escrito y sentenciado, y que aparece aquí como un sufridor en vida que ha sabido llegar con dignidad hasta el final, pese a los amargos tragos que hasta allí ha tenido que pasar. Marcos, Nerón, el propio Pilatos, Herodes… muchos son los que se asoman a la narración, y siempre la perspectiva desde los que se los ve es diferente a la habitual. Quizá por eso "El Testamento Del Pescador" sea tan especial.

César Vidal

El Testamento del Pescador

ePUB v1.0

Cecco
 
11.06.12

Título original:
El Testamento del Pescador

César Vidal, Septiembre de 2004.

Editor original: Cecco (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

A todos los que buscan la verdad

con la firme voluntad de que ni los

prejuicios, ni los apetitos, ni los

intereses les impidan abrazarla.

I

Yo, Marco Junio Vitalis, conocido entre mis hombres como «Asiático», veterano soldado a las órdenes de Roma, fiel compañero del césar Claudio y del césar Nerón, sé que he llegado a los últimos tramos de este sendero tortuoso y cargado de amarguras que los hombres hemos dado en llamar vida. Las de otros proseguirán, sin duda, por un tiempo más o menos dilatado pero la mía se está extinguiendo y antes de que pueda darme cuenta habrá concluido totalmente y yo me veré arrojado a las playas de un mundo distinto.

Es ahora precisamente, en los momentos en que no albergo ninguna duda de que la conclusión se halla próxima, cuando con más vigor que nunca suben desde mi corazón los recuerdos relativos a un acontecimiento que tuvo lugar hace unos años y que desde entonces ha pesado sobre mi espíritu como una losa de mármol. No ignoro que muchos piensan que puesto que nada hay más allá de esta existencia deberíamos comer y beber y así deslizarnos más dulcemente hacia nuestra aniquilación. Sin embargo, aun en el supuesto de que no pasáramos de ser un puñado de polvo que el aire aventará en su momento, no por eso la conciencia deja de actuar como juez implacable de nuestros actos. Siquiera de algunos. De las décadas que he vivido no lamenté nunca la sangre derramada defendiendo el limes del imperio. No se trataba de que no creyera que los barbari fueran hombres como nosotros. Era más bien que estaba absolutamente convencido de que eran ellos o éramos nosotros los que vencíamos en esta pugna secular en la que ellos deseaban apoderarse de nuestro bienestar, de nuestras tierras y de nuestros caudales y nosotros nos defendíamos para que no nos despojaran de todo ello amén de la vida. No discutía yo entonces —como hacen algunos compatriotas— su carácter humano; sí negaba que tuvieran el menor derecho a intentar privarnos de lo nuestro. Matar en defensa del imperio para nosotros y para las generaciones que nos seguirían me parecía absolutamente lícito sin importarme si los muertos eran los moros del norte de África, los partos de la lejana Persia o los agresivos hombres rubios del norte. Los que ni podían ni debían morir eran los romanos. Sin embargo, a pesar de tratarse de la muerte de un bárbaro, el episodio al que me refiero resultó completamente distinto.

Todo comenzó en el año 817 desde la fundación de nuestra ciudad por los hermanos Rómulo y Remo. Acababa yo de regresar de un prolongado período de combate en el limes —precisamente de ese tipo de combate que no llamaba la atención de las gentes de Roma pero que tanto contribuía a mantenerla rica, estable y poderosa— cuando se me comunicó que el propio césar Nerón requería mi presencia. Que así actuara constituía ciertamente un honor, pero inmediatamente intenté saber más sobre las razones de aquella extraña convocatoria.

—Has estado mucho tiempo en oriente y desea tu opinión sobre algunos asuntos relacionados con la religión —se me dijo por toda respuesta y yo, discretamente, decidí guardar silencio. Sin embargo, en las horas que mediaron entre el anuncio de los deseos imperiales y mi comparecencia ante Nerón no dejé de preguntarme sobre la posible causa de su interés. Yo era un militar, con una notable formación jurídica, cierto, pero militar a fin de cuentas. ¿En qué podía yo asesorar al príncipe sobre un tema tan espinoso como el de las religiones orientales?

Mientras degustaba copa tras copa de vino itálico —un vino mucho más grato a mi paladar que el que había saboreado en Oriente— repasé con la memoria los lugares por los que había discurrido mi vida durante los últimos años en un intento de descubrir dónde podía hundir sus raíces el interés del emperador. En primer lugar, estaba Asia Menor. No faltaban en esa parte del orbe escuelas de filosofía ni ritos mistéricos y ocultos. Sin embargo, me constaba que el dueño de Roma debía contar con mejores asesores que yo en lo que a esos extremos se refería. Los griegos que se habían labrado fortuna en nuestra tierra valiéndose de sus conocimientos supuestos o reales podrían haberle bastado para dilucidar los más sutiles aspectos relativos a la unión del cuerpo y del alma, a los elementos que dieron lugar al universo y a otras cuestiones no menos imposibles de dilucidar y más fáciles de prestarse al verbo audaz de los charlatanes. No, Asia Menor no podía ser el lugar del que emanaban las inquietudes del emperador.

¿Y Judea? Aún más difícil me resultaba aceptar esa posibilidad. En ese minúsculo pedazo de tierra situado al extremo del Mare Nostrum vivía un pueblo antiguo —aunque no tanto como los egipcios— que adoraba a un solo dios al que ni siquiera podía representar con imágenes so pena de cometer un pecado de horribles características y consecuencias. Semejantes rarezas ya provocaban que nos resultaran poco simpáticos, pero es que, para remate, la ley dictada por tan extraño dios les impone costumbres bárbaras como la de quitar a los varones recién nacidos el prepucio o antisociales como la de tomarse un día de asueto de cada siete. Si lo primero me parecía horrible, lo segundo sólo podía juzgarlo como una vergonzosa forma de holganza. No, no, no, Nerón no podía estar interesado en esa gente.

¿Y los egipcios? Apuré lo que restaba de copa y volví a llenarla en la justa proporción —dos medidas de agua y una de vino— antes de llevármela nuevamente a los labios. Recordé que mientras servía en Judea, un legado se había explayado relatándome la aparente intención del emperador de identificarse con alguno de los antiguos dioses de Egipto. Al igual que Calígula había removido cielo y tierra para que la gente creyera que era la encarnación del dios Apolo, Nerón parecía tener la intención de que se le adorara como a la manifestación terrenal de una de aquellas divinidades que aparecían bajo una forma medio animalesca, medio humana. Sí, tuve que reconocer cuando ya me encontraba lo suficientemente borracho como para no indignarme, seguramente el emperador deseaba que le describiera aquellos inmensos templos de piedra que había contemplado a orillas del Nilo, y los remedios médicos fabricados con orines y excrementos que dispensaban sus sacerdotes, y a las turbas que, a diferencia de lo sucedido en Roma, se agolpaban ante altares de diosas de formas espantosas y terribles para recibir de ellas la curación de sus males más dolorosos. Cerré los ojos y deseé que el sueño, compasivo, se apiadara de mí y se posara sobre mis exhaustos párpados cuanto antes. El día siguiente iba a resultar muy pesado.

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