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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El templete de Nasse-House (14 page)

—Pero si le odiaba...

—Lo único que sabemos es que ella
lo dijo
. Las mujeres —dijo el inspector en tono sentencioso— dicen muchas mentiras. Recuérdelo siempre, Hoskins.

—¡Aja! —concluyó a modo de gracias.

2

No continuaron la conversación, porque en aquel momento se abrió la puerta, entrando un joven alto, de aspecto vago. Llevaba un traje cuidado de franela gris, pero el cuello de la camisa estaba arrugado, la corbata torcida y el pelo desordenado.

—¿El señor Alec Legge? —dijo el inspector, levantando la vista.

—No —dijo el joven—. Soy Michael Weyman. Creo que me ha mandado usted llamar, ¿no es así?

—Exacto —dijo el inspector Bland—. Siéntese, por favor —Le indicó una butaca, al otro lado de la mesa.

—No deseo sentarme —dijo Michael Weyman—. Me gusta pasearme. ¿Qué hacen por aquí todos ustedes? ¿Qué ha ocurrido?

El inspector Bland le miró sorprendido.

—¿No le ha informado a usted sir George de lo ocurrido, señor? —preguntó.

—Nadie «me ha informado», como usted dice, de nada. No ando pegado a los pantalones de sir George. ¿Qué ha ocurrido?

—Vive usted en la casa, según supongo, ¿no es así?

—Claro que sí. ¿Qué tiene eso que ver?

—Sencillamente, que creí que toda la gente de la casa estaba enterada ya de la tragedia de esta tarde.

—¿Tragedia? ¿Qué tragedia?

—La chica que interpretaba el papel de víctima ha sido asesinada.

—¡No! —Michael Weyman se sorprendió de un modo muy exuberante—. ¿Quiere usted decir que la mataron de verdad? ¿No de mentirijillas?

—Nada de mentirijillas. La chica está muerta.

—¿Cómo la mataron?

—La estrangularon con un trozo de cuerda.

Michael Weyman lanzó un silbido.

—¿Exactamente igual que en el guión de la farsa? Vaya, vaya, eso le hace a uno pensar.

En dos zancadas se acercó a la ventana, se volvió rápidamente y dijo:

—¿De modo que todos nosotros somos sospechosos? ¿O fue uno de los chicos del pueblo?

—Parece imposible que haya sido uno de los chicos del lugar, como usted dice —repuso el inspector.

—Sí, realmente —dijo Michael Weyman—. Bueno, inspector, muchos de mis amigos me llaman loco, pero no soy un loco de esa clase. No ando vagando por el campo, estrangulando a adolescentes vulgares.

—Tengo entendido, señor Weyman, que está usted aquí para diseñar un pabellón de tenis para sir George, ¿no es así?

—Una ocupación intachable —dijo Michael—. Es decir, intachable desde el punto de vista criminológico. Desde el arquitectónico, no estoy tan seguro de que lo sea. Probablemente la obra será un crimen contra el buen gusto. Pero eso no le interesa a usted, inspector; ¿qué es lo que le interesa?

—Bien, me gustaría saber, señor Weyman, dónde estaba usted exactamente entre las cuatro y cuarto y digamos las cinco de esta tarde.

—¿Cómo han llegado a concretar así la hora? ¿Por el examen médico?

—No por eso únicamente. Un testigo vio viva a la chica a las cuatro y cuarto...

—¿Qué testigo... o no debo preguntarlo?

—La señorita Brewis. Lady Stubbs le pidió que le llevara a la chica una bandeja con pasteles y un jugo de frutas.

—¿Que nuestra Hattie se lo pidió? ¡Imposible!

—¿Por qué no lo cree usted, señor Weyman?

—No es propio de ella. No piensa en esas cosas ni le preocupan. La imaginación de nuestra querida lady Stubbs sólo se ocupa de sí misma.

—Bien, ¿podría contestar la pregunta que le he hecho?

—¿Dónde estaba entre las cuatro y cuarto y las cinco? La verdad, inspector, no podría decírselo así, de pronto, estaba por ahí..., ya me entiende.

—¿Por ahí, por dónde?

—Ah, pues en ningún sitio determinado. Me mezclé un poco con la gente, en el campo. Observé cómo se divertían los del lugar, hablé unas palabras con la revoloteante artista de cine... Luego, cuando me harté de todo esto, me fui a la pista de tenis y me puse a pensar en el diseño del pabellón. También me pregunté cuánto tardaría alguien en identificar con un trozo de red de tenis la fotografía de la primera pista de la Persecución del Asesino.

—¿La identificó alguien?

—Sí, creo que alguien fue allí, pero no presté atención. Encontré una idea nueva para el pabellón, un medio de conciliar los dos mundos: el mío y el de sir George.

—¿Y después?

—¿Después? Pues anduve dando vueltas y volví a casa. Bajé dando un paseo hasta el embarcadero y charlé un poco con el viejo Merdell; luego volví. No puedo fijar ninguna de las horas. Como le dije antes, estaba por ahí.

—Bien, señor Weyman —dijo el inspector con animación—. Espero que podamos confirmar algo de todo esto.

—Merdell puede decirle que estuve hablando con él en el embarcadero. Pero claro, eso sería bastante más tarde de la hora que le interesa a usted. Debían ser más de las cinco cuando llegué allí. Esto es muy poco satisfactorio, ¿verdad, inspector?

—Espero que podamos aproximarnos más, señor Weyman.

El inspector había hablado en tono agradable, pero en su voz había una nota acerada que no escapó a la observación del joven arquitecto. Se sentó en el brazo de una butaca.

—En serio, vamos, ¿quién puede haber deseado asesinar a esa chica?

—¿No tiene usted ideas sobre el particular, señor Weyman?

—Bueno, yo así, de pronto, diría que fue nuestra prolífica escritora, el Peligro Morado. ¿Ha visto usted su majestuosa
toilette
morada? Yo opino que perdió un poco la cabeza y pensó que la Persecución del Asesino resultaría mucho mejor con un cadáver auténtico. ¿Qué tal?

—¿Es una opinión formal, señor Weyman?

—Es la única posibilidad que se me ocurre.

—Quiero preguntarle otra cosa, señor Weyman. ¿Vio usted a lady Stubbs durante el transcurso de la tarde?

—Claro que la vi. Es imposible que pasara inadvertida, vestida como iba, como una modelo de Jacques Fath o de Christian Dior.

—¿Cuándo la vio usted por última vez?

—¿Por última vez? No sé. En actitud dramática, en el césped, a eso de las tres y media o quizás eran las cuatro menos cuarto.

—¿Y después no la volvió a ver?

—No. ¿Por qué?

—Lo preguntaba porque desde las cuatro y media nadie parece haberla visto. Lady Stubbs ha... desaparecido, señor Weyman.

—¡Desaparecido! ¿Nuestra Hattie?

—¿Le sorprende a usted?

—Sí, mucho... ¿Qué andará haciendo?

—¿Conoce usted bien a lady Stubbs, señor Weyman?

—No la había visto nunca hasta que vine aquí, hace cuatro o cinco días.

—¿Ha formado usted alguna opinión sobre ella?

—Yo creo que sabe lo que le conviene mejor que mucha gente —dijo Michael Weyman fríamente—. Una mujer muy decorativa, que sabe cómo sacar partido de su aspecto personal.

—Pero mentalmente no muy despierta, ¿no es así?

—Depende de lo que entienda usted por mentalmente —dijo Michael Weyman—. Yo no diré que sea una intelectual. Pero si cree usted que está mal de la cabeza, se equivoca —su voz adquirió un tono de amargura—. Yo creo que es todo lo contrario.

El inspector alzó las cejas.

—Ésa es la opinión general.

—Por alguna razón, le gusta interpretar el papel de tonta. No sé por qué. Pero, como le he dicho antes, en mi opinión no tiene un pelo de tonta.

El inspector le observó unos segundos. Luego dijo:

—¿Y no puede usted realmente decirme con mayor exactitud por dónde anduvo y a qué hora en el espacio de tiempo que le he indicado?

—No, lo siento —Weyman habló con voz entrecortada—. Tengo una memoria fatal, nunca he podido acordarme de las horas. —y añadió—: ¿Ha terminado conmigo? ¿Puedo marcharme?

Ante una señal afirmativa del inspector, salió rápidamente de la habitación.

—Y me gustaría saber —dijo el inspector, un poco para sí y un poco para Hoskins— lo que ha ocurrido entre él y lady Stubbs. O bien él hizo algún avance y ella le rechazó o ha habido alguna bronca entre los dos. ¿Cuál es la opinión general por estos contornos sobre sir George y su esposa?

—Ella está chiflada —dijo Hoskins.

—Ya sé que
usted
la cree chiflada, Hoskins. ¿Es ésa la opinión general?

—Yo creo que sí.

—Y sir George, ¿tiene simpatías?

—Sí, tiene muchas simpatías. Es un buen deportista y entiende un poco de la tierra. La señora mayor ha contribuido mucho a ello.

—¿Qué señora mayor?

—La señora Folliat, la que vive aquí, en la casa del guarda.

—Ah, naturalmente. Los Folliat eran los antiguos dueños de la casa, ¿no es así?

—Sí, y sir George y lady Stubbs han sido tan bien acogidos gracias a la señora. Les llevaba a todas partes con la gente de postín.

—¿Cree usted que le pagaban por eso?

—¿A la señora Folliat? ¡Oh, no! —Hoskins parecía escandalizado—. Creo que conocía a lady Stubbs antes de que se casara y que fue ella la que instó a sir George a que comprara la casa.

—Tengo que hablar con la señora Folliat —dijo el inspector.

—Una señora muy despierta. No pasa nada que a ella se le escape.

—Tengo que hablar con ella. ¿Dónde está ahora?

Capítulo XI
1

La señora Folliat estaba en el gran salón, hablando con Hércules Poirot. Poirot la había encontrado recostada en un rincón de la habitación. Cuando él entró, la señora Folliat se había sobresaltado. Luego, recostándose de nuevo, había murmurado:

—¡Ah, es usted, monsieur Poirot...!

—Le pido mil perdones, señora. La he molestado.

—No, no. No me molesta. Estoy descansando; eso es todo. Ya no soy tan joven como antes. La impresión... fue demasiado fuerte para mí.

—Comprendo —dijo Poirot—. Comprendo perfectamente.

La señora Folliat, apretando entre su mano pequeña un pañuelo, miraba fijamente al techo. Dijo con voz medio ahogada por la emoción.

—No puedo soportar el pensar en ello. ¡Esa pobre chica!

—Sí, lo sé —dijo Poirot—. Lo sé.

—Tan joven —siguió la señora Folliat—. Empezando a vivir. —y repitió—: No puedo soportar el pensar en ello.

Poirot la contempló con curiosidad. Parecía, pensó, haber envejecido unos diez años desde la primera hora de la tarde, cuando la había visto interpretar graciosamente el papel de anfitriona que recibe a sus invitados. En aquel momento tenía el rostro contraído y ojeroso, surcado por profundas arrugas.

—Todavía ayer me decía usted, señora, que éste es un mundo muy malo.

—¿He dicho eso? —la señora Folliat pareció sobresaltarse—. Es cierto... Sí, estoy empezando a darme cuenta de cuan cierto es. —y añadió en voz baja—: Pero no creí que fuera a ocurrir nada así.

De nuevo la miró con curiosidad.

—¿Qué esperaba usted que ocurriera entonces? ¿Esperaba algo?

—No, no. No quise decir eso.

Poirot insistió.

—Pero usted esperaba que ocurriera algo, algo fuera de lo corriente.

—Me ha interpretado mal, monsieur Poirot. Sólo quise decir que una cosa así es lo último que uno esperaría que ocurriera en una verbena.

—También lady Stubbs habló de maldad.

—¿Hattie? No me hable de ella, no me hable de ella. No quiero pensar en ella —se quedó en silencio durante un momento y luego habló—. ¿Qué decía de la maldad?

—Estaba hablando de su primo Étienne De Sousa. Dijo que era malo, que era un hombre malo. Dijo también que le tenía miedo.

Él la observaba, pero la señora Folliat se limitó a mover la cabeza con escepticismo.

—Étienne De Sousa... ¿Quién es?

—Claro, usted no desayunó con los demás. Lo había olvidado. Lady Stubbs recibió una carta de ese primo suyo, a quien no había visto desde que tenía quince años. Le decía que tenía intención de hacerle una visita hoy, esta tarde.

—¿Y vino?

—Sí. Llegó aquí a eso de las cuatro y media.

—¿No querrá usted decir aquel joven guapo, moreno, que subió por el sendero del ferry? Me pregunté entonces quién podría ser.

—Sí, señora, ése era el señor De Sousa.

La señora Folliat dijo con energía:

—Yo en su lugar no prestaría atención a las cosas que dice Hattie. —enrojeció ante la mirada sorprendida de Poirot y continuó—: Es como una niña, quiero decir que emplea términos de niño, bueno, malo... No hay términos medios para ella. Yo no prestaría la menor atención a lo que diga sobre ese Étienne De Sousa.

De nuevo se sorprendió Poirot. Dijo lentamente:

—Conoce usted muy bien a lady Stubbs, ¿no es así, señora Folliat?

—Probablemente tan bien como pueda conocerla otro cualquiera. Es posible que la conozca mejor incluso que su marido. ¿Por qué?

—¿Cómo es en realidad, señora?

—¡Qué pregunta más extraña, monsieur Poirot!

—¿Sabe usted, verdad, señora, que lady Stubbs no aparece por ninguna parte?

De nuevo la sorprendió su respuesta. No expresó preocupación ni sorpresa.

—¿De modo que ha huido? —dijo—. Ya.

—¿Le parece natural?

—¿Natural? No sé. Nunca se sabe lo que va a hacer Hattie.

—¿Cree usted que ha huido por un sentimiento de culpabilidad?

—¿Qué quiere usted decir, monsieur Poirot?

—Su primo estuvo hablando de ella esta tarde. Mencionó casualmente que siempre había sido mentalmente deficiente. Creo debe usted saber, señora, que las personas mentalmente deficientes no son siempre responsables de sus actos.

—¿Qué está usted tratando de decir, monsieur Poirot?

—Esas personas son sencillas... como niños. En un rapto de ira pueden matar.

La señora Folliat se volvió hacia él con repentina cólera.

—¡Hattie nunca ha sido así! No le permito que diga esas cosas. Era una chica suave, cariñosa, aunque fuera... un poco simple. Hattie no hubiera matado a nadie.

Se encaró con él, con la respiración agitada, todavía indignada.

Poirot se quedó sorprendido. Muy sorprendido.

2

Interrumpiendo la escena, Hoskins entró en la habitación.

Dijo, disculpándose:

—La andaba buscando, señora.

—Buenas tardes, Hoskins —la señora Folliat recobró su equilibrio habitual, y fue de nuevo la dueña de Nasse House—. ¿Quería usted algo?

—El inspector le envía sus respetos y desearía hablar unas palabras con usted. Si está en condiciones, naturalmente —se apresuró a añadir, observando, como Hércules Poirot, los efectos de la impresión recibida.

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