Read El sueño más dulce Online

Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (67 page)

BOOK: El sueño más dulce
13.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Vamos —dijo Colin, les rodeó los hombros con los brazos y los condujo a la escalera, seguidos por Sylvia. Escaleras, escaleras... Los niños no habían visto escaleras hasta que entraron en el hotel Selous.

Pasaron frente al salón, por el piso de Frances y Rupert, donde se encontraba la pequeña habitación que en otro tiempo había ocupado Sylvia, y llegaron a la antigua planta de Colin y Andrew. En el cuarto pequeño había una cama grande, y mientras Colin decía: «Os buscaremos algo mejor», los dos niños se dejaron caer sobre el colchón y se quedaron dormidos en el acto.

—Pobrecillos —comentó Colin.

—Cuando despierten, se llevarán un buen susto.

—Le diré a Marusha que esté atenta... ¿Y dónde piensas dormir tú? ¿Lo has pensado?

—Puedo quedarme en el salón hasta que...

—Sylvia, ¿no estarás pensando en dejarnos a los crios cuando te marches...? ¿Adonde has dicho que te ibas?

—A Somalia.

Sylvia no había pensado. Se había dejado arrastrar por los acontecimientos desde el momento en que le había hecho la promesa a Joshua y no se había permitido reflexionar ni asociar los dos hechos: que era responsable de los niños y que había prometido viajar a Somalia dentro de tres semanas.

Bajaron la escalera, se sentaron a la mesa y se sonrieron.

—Supongo que habrás tenido en cuenta que Frances ya no es una jovencita, ¿verdad, Sylvia? Ha cumplido los setenta. Le organizamos una gran fiesta. Claro que no los aparenta ni se comporta como una vieja.

—Y ya tiene a Margaret y a William.

—Sólo a William. —Y ahora, tranquilamente, ya que disponían de todo el tiempo del mundo, le contó la historia. Sin consultarlos, Margaret había decidido irse a vivir con su madre. Tampoco se lo había anunciado a ella; simplemente se presentó en casa de Phyllida y le dijo a Meriel:

—Vengo a vivir contigo.

—No hay sitio —replicó Meriel rápidamente—. No podrás vivir conmigo hasta que tenga casa propia.

—Entonces, búscala —ordenó la hija—. Tenemos dinero, ¿no?

El problema era el siguiente: Meriel había decidido ir a la universidad para estudiar Psicología. Frances se puso furiosa, pues esperaba que Meriel empezara a mantenerse, pero Rupert no se sorprendió.

—Te advertí que no tenía la menor intención de ganarse la vida, ¿no?

—Sí.

—Aunque nadie lo creería por su aspecto, es una mujer muy dependiente.

Por eso Meriel no deseaba irse de casa de Phyllida: no le gustaba la idea de vivir sola. Por otro lado Phyllida quería que se marchara. Había experimentado una oscura satisfacción, que jamás había analizado a fondo, al convivir con la ex mujer de Rupert en su piso, como si se tratara de una extensión de la casa de los Lennox, pero se había hartado. Pese a que Meriel no le caía del todo mal, su actitud cortante a veces resultaba deprimente. Cuando Margaret se mudó a la casa, se apoderó de Phyllida la sensación de que estaba reviviendo una antigua pesadilla: se veía a sí misma en Meriel; madre e hija discutiendo, gruñendo, besándose y haciendo las paces, todo escandalosamente, con mucho ruido, entre lágrimas, peleas, gritos y los largos silencios de la reconciliación.

Luego Meriel sufrió una recaída y la ingresaron en el hospital. Phyllida y Margaret se quedaron solas. Phyllida le sugirió que volviese a la casa de los Lennox, pero Margaret respondió que estaba mejor con ella.

—Frances es una vieja arpía —alegó—. No le importa nadie, salvo Rupert. Me parece asqueroso que unos viejos estén así, siempre de la mano. Y me gusta vivir contigo —agregó con timidez, temerosa de que Phyllida rechazase ese papel de madre sustituía—: Quiero quedarme contigo.

—De acuerdo, pero cuando tu madre se recupere, creo que deberíais mudaros a otro sitio.

Meriel no mostraba señales de mejoría. Margaret se negaba a visitarla, aduciendo que le afectaba demasiado, mientras que William iba a verla todas las tardes, se sentaba junto a la mujer acurrucada en la cama, sumida en el gris ensimismamiento de la depresión, y con su característico tono cauteloso y considerado le contaba cómo había pasado el día y las cosas que había hecho. Sin embargo, ella no respondía, no se movía ni lo miraba.

Cuando Colin terminó de hablar de Meriel, la puso al tanto de la vida de Sophie y Frances, que estaba escribiendo libros que trataban en parte de historia y en parte de sociología y se vendían muy bien. Añadió que Rupert era lo mejor que había ocurrido en esa casa:

—Imagínatelo, alguien cuerdo por fin.

Los dos conversaron durante toda la tarde, entre visita y visita de la encantadora niña en los brazos de Marusha, que estaba cada vez más alborozada con las últimas noticias de los telediarios sobre la tremenda humillación del ancestral enemigo de Polonia, hasta que por fin llegó Frances cargada de comida, como en los viejos tiempos. Los tres extendieron la mesa como si preparasen el escenario para las fiestas del pasado.

Mientras Frances cocinaba, apareció William, justo en el momento en que los dos niños negros bajaban la escalera. Los presentaron.

—Listo y Zebedee pasarán una temporada aquí —le informó Colin. Frances, sin abrir la boca, empezó a poner la mesa para nueve personas, Sophie se uniría a ellos más tarde.

Frances se sentó a la cabecera, y Colin en la otra punta, junto al sitio reservado para Sophie, al lado de Marusha, que tenía a su vera la silla alta de la niña. Contando a Celia, eran diez. Rupert estaba flanqueado por Frances y William. Sylvia y los dos niños se encontraban en el centro. Sylvia les habló de la gran cena en el hotel Butler, de los importantes comensales, algunos de los cuales se habían sentado a esa misma mesa, y luego de la mujer de Andrew, diciendo sin ambages que la relación no duraría. Hablaba sin inflexiones, transmitiendo información, sin la complacencia propia de quien chismorrea o comenta las sorprendentes vueltas que da la vida. Los niños la miraban, intentando adivinar qué le ocurría, pues parecía estar esforzándose para que su voz dejara traslucir sus sentimientos: esta inquietud puso a los demás sobre aviso de que había que preocuparse por Sylvia. De hecho, ella se sentía como si flotara en alguna parte, y no era sólo por la falta de sueño. Estaba cansada, sí, muy cansada, y le costaba concentrarse, aunque sabía que no debía distraerse, pues los niños confiaban en ella, la única persona capaz de entender el difícil momento que atravesaban. Rupert le hacía preguntas, como buen periodista, pero sobre todo porque sabía que Sylvia necesitaba que la contuvieran, como a una cometa descontrolada: era sensible a su angustia ya que hacía tiempo que vivía pendiente de William, que sufría mucho y necesitaba que él, Rupert, lo comprendiera. Y en medio de todo esto la niña balbuceaba, parloteaba y dedicaba miradas seductoras a todos, incluidos los niños negros, a quienes ya se había acostumbrado.

Sophie irrumpió precipitadamente, envuelta en una nube de perfume. Estaba más gorda, «más Madame Bovary que Dama de las Camelias», como decía ella misma. Llevaba un elegante y holgado vestido blanco y el cabello recogido en un moño. Clavó los ojos en Colin con una vehemente expresión de culpa hasta que éste la besó y dijo:

—Bueno, cierra el pico, Sophie. Esta noche no serás el centro de atención.

—Por el amor de Dios, ¿qué te ha pasado, Sylvia? —exclamó Sophie—. Pareces la muerte en persona.

Estas palabras la estremecieron, pero Sophie no podía saber que el padre de los niños acababa de morir y que desde hacía meses pasaban las tardes de los sábados en entierros de personas que conocían de toda su vida.

—Me gustaría echar una cabezada —dijo Sylvia, levantándose de la silla—. Me siento... —Besó a Frances—. Mi querida Frances, si supieras lo que significa para mí estar aquí otra vez contigo... Sophie, cariño... —Sonrió de un modo apenas perceptible a todo el mundo y posó una mano trémula sobre el hombro de Listo y luego sobre el de Zebedee—. Os veré más tarde. —Y se marchó, sujetándose del borde de la puerta y de la jamba.

—No os preocupéis —les dijo Frances a los niños—. Nosotros os cuidaremos. Pero tendréis que decirnos lo que necesitáis, porque no os entendemos tan bien como Sylvia. Sin embargo, miraban fijamente el vano por donde había salido Sylvia, y resultaba evidente que estaban abrumados por la situación. Querían volver a la cama, y Marusha los acompañó llevándose a Celia. Luego los siguió Sophie, que por lo visto se quedaría a dormir.

Frances, Colin y Rupert se volvieron hacia William, intuyendo lo que se avecinaba.

Ahora era un joven alto y delgado, apuesto aunque la pálida piel se le tensaba sobre la cara y a menudo tenía ojeras de cansancio. Amaba a su padre y permanecía siempre lo más cerca posible de él, aunque Rupert le había contado a Frances que no se atrevía a abrazarlo: a William no parecía gustarle.

Según Rupert, era demasiado hermético y no exteriorizaba sus pensamientos.

—Quizá sea mejor que no los conozcamos —dijo Frances. Veía a William, que la consultaba cuando topaba con pequeñas dificultades, como con una angustia controlada a la que se le antojaba imposible acceder mediante un beso o un abrazo. Por otra parte, ponía mucho empeño, estaba ansioso por destacar en los estudios y era como si siempre estuviera luchando contra unos ángeles invisibles.

—¿Van a vivir aquí?

—Eso parece —dijo Colin.

—¿Porqué?

—Vamos, colega, no seas así —lo reconvino su padre.

La sonrisa que William le dirigió a Colin, a quien debían suponer que quería, fue como una súplica.

—Son huérfanos —explicó Colin—. Su padre acaba de morir. —No se atrevió a añadir «de sida», debido al terror que infundía esa enfermedad, aunque en esta casa el sida era algo tan lejano como la peste negra—. Además, son muy pobres... Es difícil de entender para las personas como nosotros. No han recibido otra educación que las clases que les dio Sylvia. —En la mente de todos apareció fugazmente la imagen de un aula con pupitres, una pizarra y una maestra al frente.

—Pero ¿por qué aquí? ¿Qué tienen que ver con nosotros?

Resulta imposible responder a esta reacción automática —«¿por qué yo?»— sin sacar a relucir las injusticias del universo.

—Alguien tiene que hacerse cargo de ellos —dijo Frances.

—Además, Sylvia estará aquí. Ella sabrá qué hacer. Estoy de acuerdo en que no podemos responsabilizarnos nosotros —agregó Colín.

—¿Cómo que estará aquí? ¿Dónde? ¿Dónde va a dormir?

Si la mente de Sylvia era un torbellino debido a la imposibilidad de estar en Somalia y en Londres al mismo tiempo, estos tres adultos se hallaban en una situación parecida: William tenía razón.

—Oh, ya nos arreglaremos de alguna manera —aseguró Frances.

—Y debemos ayudarles —apuntó Colin.

Como bien sabía William, eso significaba: «Confiamos en que los ayudes.» Eran más pequeños que él, pero precisamente por eso era muy probable que acabasen dependiendo de él.

—Si no se encuentran a gusto aquí, ¿se marcharán?

—Podríamos mandarlos de vuelta a casa —contestó Colin—, aunque tengo entendido que en su aldea todo el mundo ha muerto o está muriendo de sida.

William palideció.

—¡Sida! ¿Tienen sida?

—No. Sylvia dice que no pueden haberse contagiado.

—¿Y ella qué sabe? Bueno, sí, ya sé que es médico, pero ¿por qué parece tan enferma? Se la ve fatal.

—Ya se recuperará. Y los niños necesitarán clases particulares para alcanzar el nivel de los de su edad, pero estoy seguro de que lo conseguirán.

—Es una locura llamarse Listo y Zebedee en este país. Con esos nombres, los harán picadillo. Espero que no vayan a mi escuela.

—No podemos quitarles sus nombres.

—Pues yo no pienso defenderlos.

Dijo que debía subir a terminar sus deberes. Se marchó: todos sabían que antes de centrarse en su tarea jugaría un rato con la niña, si estaba despierta. La adoraba.

Sylvia no reapareció. Se acostó en el sofá rojo, con los brazos estirados, y se durmió en el acto. Se sumergió a fondo en su pasado, en unos brazos que la esperaban.

Rupert y Frances estaban desvistiéndose cuando Colin llamó a la puerta para decir que había ido a ver a Sylvia y que a juzgar por cómo dormía, debía de estar muerta de cansancio. Más tarde, sobre las cuatro de la mañana, Frances se despertó inquieta, bajó al salón y cuando regresó le comentó a Rupert, que se había despertado al oírla salir, que Sylvia estaba sumida en un sueño tan profundo que recordaba a la muerte. Se disponía a meterse en la cama, pero de repente tomó conciencia de sus palabras y recordó lo que había dicho Colin.

—Tengo un mal presentimiento —murmuró—. Algo va mal.

Rupert y Frances bajaron al salón, en cuyo sofá Sylvia yacía realmente como si estuviera muerta: de hecho lo estaba.

Los niños lloraban en la cama. Frances refrenó su instinto, que la empujaba a abrazarlos, debido a la más antigua de las inhibiciones: los brazos que ellos anhelaban no eran los suyos. Al advertir que el día avanzaba y los llantos no cesaban, ella y Colin subieron a la pequeña habitación y los obligaron a incorporarse —Frances a Listo y Colin a Zebedee—, los estrecharon entre sus brazos y los acunaron, diciendo que si no paraban de llorar enfermarían, que tenían que bajar a tomar algo caliente y que a nadie le molestaría que estuvieran tristes.

Superaron los terribles primeros días y llegó el del entierro; Zebedee y Listo ocupaban un lugar predominante entre los deudos. Trataron de comunicarse con la misión, pero una voz que los niños no conocían les informó de que el padre McGuire se había llevado todas sus cosas y que el nuevo director aún no se había instalado en la casa. Dejaron un mensaje. La hermana Molly telefoneó en cuanto recibió el suyo y habló con voz alta y clara, a pesar de los miles de kilómetros de distancia.

—¿Han pensado qué van a hacer con los niños? —Sin duda habría trabajo para ellos en la vieja misión como cuidadores de los huérfanos causados por el sida.

Cuando llamó el cura, la línea estaba tan mal que su pesar por Sylvia les llegó en frases entrecortadas.

—Pobrecilla, murió de agotamiento. —Y—: Si encontrasen la forma de dejar a los niños allí, sería estupendo. —Y—: Aquí las cosas están muy mal.

El dolor de Listo y Zebedee, terrible y extraordinario, empezaba a asustar a sus nuevos amigos, que coincidían en lo extremado de las circunstancias: a fin de cuentas esos niños —porque eran unos niños— se habían visto arrancados de todo lo que conocían y arrojados a... Aun así, la expresión «choque cultural» no resultaba apropiada, habida cuenta de que se usaba a menudo para describir el tolerable malestar que se experimentaba al viajar de Londres a París. No, era imposible imaginar la magnitud del trauma que habían sufrido Listo y Zebedee, y en consecuencia pasaban por alto esas caras semejantes a máscaras trágicas con miradas trágicas, ¿extraviadas, quizá?

BOOK: El sueño más dulce
13.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Secret Chamber by Patrick Woodhead
Day of Wrath by William R. Forstchen
The Perfect Retreat by Forster, Kate
Blood Wedding by P J Brooke
The Plagiarist by Howey, Hugh
Imager by L. E. Modesitt, Jr.


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024