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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (39 page)

—Y no será la primera vez. Pero no importa; los críos tienen diez y doce años, de modo que pronto crecerán, ¿no?

—En primer lugar, creo que Andrew, yo e incluso Sylvia no hemos dejado de necesitar una familia ni siquiera cuando nos hicimos adultos. En segundo lugar..., bueno, hasta hace poco no entendí tu actitud despreocupada ante el paso del tiempo. ¿Qué son cuatro años? O seis, o diez... Nada. Un soplo. No hay nada como una muerte para entenderlo... y hay algo más. ¿No se te ha ocurrido pensar que esos críos quizá te prefieran a la delincuente de su madre?

—¿Delincuente? Está enferma.

—Se largó con un amante perverso, ¿no? Los abandonó, ¿no?

—No, se los llevó consigo. El caso es que ahora sí que están abandonados.

—Espero que por lo menos sean soportables. ¿Lo son?

—Hasta el momento se han portado de maravilla, pero no lo sé.

—¿No te angustia que la historia de repita?

—Sí. Ya lo creo que sí. Y es peor de lo que piensas. Meriel es hija de Sebastian Heath..., aunque quizá no lo recuerdes. ¿Sí? Era un comunista célebre, como Johnny. Lo arrestaron en la Unión Soviética y desapareció para siempre.

—Supongo que el hecho de que los compañeros del padre de alguien lo apuñalen por la espalda justifica cierto grado de confusión emocional, ¿no?

—Y después su madre se suicidó. Ella también era comunista. Meriel se crió en una familia comunista..., aunque por lo visto ya no lo son.

—De manera que tuvo una infancia desdichada, como suele decirse.

—Por eso tengo la sensación de que todo vuelve a empezar.

—Pobre mamá —dijo él jovialmente—. No te preocupes. Pero no creas que mudándonos aquí resolveréis vuestro problema de vivienda para siempre. Pienso casarme.

—¿Con Sophie?

—Santo cielo, no. No estoy tan loco. Sólo somos amigos. Pero busco una esposa. Me casaré y tendré cuatro hijos, a diferencia de ti, que has tenido dos y medio. Y entonces necesitaré esta casa.

—Bien —repuso su madre—. Me parece justo.

Después de la cena, Frances señaló que se hacía tarde y que era hora de que Margaret y William se acostasen. La niña se levantó y se encaró con ella, como un pequeño toro dispuesto a embestir a Frances con aquella virginal frente pecosa.

—¿Por qué hemos de obedecerte? No puedes darnos órdenes. No eres nuestra madre.

William se sumó a la protesta. Por lo visto habían discutido la situación y decidido plantarle cara. Dos semblantes obstinados, dos cuerpos hostiles, y Rupert observándolos, tan pálido como ellos.

—No, no soy vuestra madre, pero me temo que mientras cuide de vosotros tendréis que hacer lo que os diga.

—Ni hablar —dijo Margaret.

—Ni hablar —dijo William.

En el redondo rostro infantil de Margaret apareció una remilgada mueca de desaprobación.

—Te odiamos —dijo con cautela William, que había ensayado la escena con Margaret.

Frances estaba inusitada e irracionalmente furiosa.

—Sentaos —gruñó, y se sorprendió al ver que los niños hacían lo que les decía—. Ahora escuchadme bien. Yo no esperaba tener que cuidaros. No lo deseaba. —Miró a Rupert, que se mostraba dolido por la desagradable situación—. No me importa hacer cosas por vosotros. No me importa cocinar, lavaros la ropa y todo lo demás, pero no pienso tolerar groserías. Ya podéis olvidaros de montar escenas y refunfuñar, porque no estoy dispuesta a aguantarlo. —Empezaba a embalarse, y ni siquiera esas dos caritas compungidas la detendrían—. Vosotros no sabéis nada de mi pasado, ni tenéis por qué saberlo, pero os aseguro que ya he soportado suficientes portazos, rebeliones adolescentes y demás chiquilladas. —Estaba gritándoles. Era la primera vez en su vida que gritaba a unos niños—. ¿Me habéis oído? Y si vosotros me obligáis a pasar por todo eso de nuevo, me marcharé. Os lo advierto. Sencillamente desapareceré. —Se interrumpió al quedarse sin aire. Advirtió que las cejas de Rupert, siempre listas para expresar ironía, le indicaban que se estaba excediendo—. Lo siento —añadió, más para él que para los niños. Y luego—: No, no lo siento. Estoy convencida de todo lo que he dicho. De modo que pensad en ello.

Sin abrir la boca, los niños se pusieron en pie y se retiraron a sus respectivas habitaciones, aunque luego se reunirían en una o en otra para criticar a Frances.

—Bien hecho —murmuró Rupert.

—¿De veras? —preguntó Frances angustiada, temblando. Apoyó la cabeza sobre los brazos.

—Sí, claro que sí. Tarde o temprano teníais que enfrentaros. A propósito, no creas que yo no aprecio lo que haces. No te culparía si te fueras.

—No voy a irme. —Frances buscó la mano de Rupert, que estaba temblando—. Oh, Dios, es tan...

Él le tendió el brazo, ella acercó su silla para que pudiera rodearla con él y permanecieron muy juntos, unidos por la tristeza.

Una semana después se produjo una repetición de la escena que comenzaba con la frase: «Tú no eres nuestra madre, así que...»

Frances se había pasado el día tratando de avanzar con el complicado libro de sociología que estaba escribiendo, interrumpida por llamadas del colegio de los chicos, del hospital de Meriel y de Rupert, que quería saber qué debía llevar para la cena. Estaba histérica, con los nervios de punta. La situación la desbordaba. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿En qué trampa se había metido? ¿Le inspiraban alguna simpatía esos críos? La niña con su boquita de remilgada y presuntuosa, el niño (pobrecillo) tan asustado que apenas se atrevía a posar la vista en su padre y en ella, con su permanente sonrisa de miedo que intentaba hacer pasar por irónica.

—Muy bien —dijo ella—, ya es suficiente. —Apartó su plato y se levantó de la mesa. No miró a Rupert, porque estaba haciendo lo imperdonable: golpearlo cuando estaba caído.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la niña..., pues al fin y al cabo todavía era una niña.

—¿Tú qué crees? Me largo. Os lo advertí.

Se dirigió al dormitorio que compartía con Rupert, despacio, porque sentía las piernas rígidas, y no a causa de la indecisión, sino porque las obligaba a alejarla de Rupert. Una vez allí sacó la ropa de los armarios, la apiló sobre la cama, buscó un par de maletas y empezó a guardar las prendas en ellas metódicamente. Su estado de ánimo ya no era el que había alimentado durante semanas. De la misma manera que una novia o un novio que se ha dejado arrastrar por la marea de los acontecimientos sin apenas experimentar un momento de duda y que de repente, en la víspera de la boda, se pregunta cómo pudo ser tan imprudente, una situación que se le había antojado perfectamente razonable, si bien difícil, la hacía sentirse como si estuvieran conduciéndola a una prisión, encadenada de pies y manos. ¿Qué demonios la había inducido a prometer que se haría cargo de esos niños, siquiera temporalmente? Y ¿cómo sabía que se trataba de un arreglo temporal? Debía huir de inmediato, antes de que fuese demasiado tarde. La única parte de su mente que no había cambiado por completo de parecer era la que pensaba en Rupert. No podía renunciar a él. Bueno, había una solución muy sencilla. Finalmente se compraría una casa propia, su casa y... La puerta se abrió, primero un poco, luego un poco más y el niño asomó la cabeza.

—Margaret pregunta qué estás haciendo.

—Me largo —contestó Frances—. Cierra la puerta.

El niño cerró la puerta con movimientos intermitentes y cautelosos, como si cada uno de ellos hubiera estado interrumpido por un cambio de idea: ¿debía volver a entrar?

Las maletas estaban hechas y en fila cuando Margaret entró con la cabeza gacha y la boca, esa bonita boca rosa temblorosa por el llanto, entreabierta.

—¿De verdad te vas?

—Sí—respondió Frances, convencida de que así era—. Cierra la puerta... con suavidad.

Más tarde salió y vio a Rupert todavía sentado a la mesa.

—No he estado bien, lo siento —se disculpó Frances.

Él sacudió la cabeza, sin mirarla. Era una figura solitaria y valiente, y su dolor se alzaba entre los dos como una barrera. Frances no pudo soportarlo. Supo que no se iría, por lo menos de aquella manera. En un último arrebato de rebeldía, pensó: «Me compraré una casa; que él se las apañe con Meriel y los crios y venga a verme...»

—Claro que no me voy —dijo—. ¿Cómo iba a irme?

Él no se movió, pero de repente extendió muy despacio un brazo hacia ella.

Frances se sentó a su lado, debajo de ese brazo, y Rupert descansó la cabeza sobre la de ella.

—Bueno, al menos dejarán de incordiarte —dijo—. Si es que decides quedarte.

La ocasión exigía que cimentaran su fragilidad haciendo el amor. Él entró en el dormitorio y ella se preparó para seguirlo, apagando las luces. Se acercó a la puerta de la niña con la intención de entrar y darle las buenas noches. «Olvídalo, no hablaba en serio.» Entonces oyó sollozos, un espantoso y desconsolado llanto que evidentemente había estallado hacía un rato. Frances apoyó la cabeza en la puerta, con un arrebato de «oh, no, no puedo, no puedo...». Sin embargo, el sonido de aquella angustia infantil la estaba destrozando. Respiró a fondo y entró en la habitación. La niña se levantó de un salto y se arrojó a sus brazos.

—Ay, Frances, Frances, lo siento, no lo hice adrede.

—Está bien, tranquila. No me iré. Lo decía en serio, pero he cambiado de idea.

Besos, abrazos, un nuevo comienzo.

Con William las cosas resultarían más difíciles. Era un niño herido que se protegía con una armadura de orgullo y se negaba a llorar o recibir el consuelo de un abrazo, aunque fuera de su padre; no confiaba en ellos. Había visto a su madre enferma y silenciosa, tan absorta en sí misma que no lo escuchaba, y esa imagen lo acompañaba mientras cumplía obedientemente con lo que se le ordenaba: iba a la escuela, estudiaba, ayudaba a recoger la mesa, se hacía la cama. Si Frances y Rupert hubieran sabido lo que ocurría en el interior de William, si hubieran comprendido su feroz y solitaria angustia...; pero ¿qué habrían podido hacer? Hasta se sentían reconfortados por ese niño dócil, mucho menos problemático que Margaret, ¿o no?

Sylvia estaba en la terminal de llegadas del aeropuerto de Senga, que albergaba la cinta transportadora, las oficinas de Inmigración y Aduana y a todos los pasajeros del avión, que a primera vista podían clasificarse en negros con terno y blancos con tejanos, camisetas y jerséis atados a la cintura. Los negros estaban eufóricos, maniobrando neveras, cocinas, televisores y muebles mientras solicitaban la aprobación de los agentes de aduanas, la que obtenían rápidamente, pues dichos agentes se mostraban afables y generosos con los garabatos que trazaban con tiza roja en cada caja que les ponían delante. Sylvia llevaba un bolso de mano con sus efectos personales y dos maletas grandes con los suministros médicos y los demás artículos que le había pedido el padre McGuire; cada lista que había llegado a Londres iba apostillada con un: «No te sientas obligada a traer esto si te supone mucha molestia.» En el avión, Sylvia había oído a los blancos hablar de lo imprevisibles que eran los funcionarios de aduana y del claro trato de favor que dispensaban a los negros, a quienes permitían entrar con muebles suficientes para equipar una casa entera. En el asiento contiguo al de Sylvia viajaba un hombre silencioso, que aunque iba vestido con tejanos y camiseta, como los demás, llevaba al cuello una cadena con una cruz. Cuando, sin saber si se trataba de un fetiche de moda, Sylvia le preguntó con timidez si era sacerdote, se enteró de que estaba ante el hermano Jude, de una misión u otra —no prestó atención al desconocido nombre— y lo consultó acerca de los posibles problemas con el equipaje. Cuando él supo adonde se dirigía —conocía al padre McGuire— se ofreció a ayudarla. Más tarde lo encontró justo delante de ella en la cola de la aduana. El hermano Jude dejaba que la gente lo adelantase, porque estaba aguardando a un joven negro, que finalmente lo saludó por su nombre, preguntó si las maletas eran para la misión y las hizo pasar.

—Esta es Sylvia, una amiga del padre McGuire —le presentó el hermano Jude—. Es médico. Lleva suministros para el hospital de Kwadere.

—Ah, una amiga del padre McGuire —dijo el joven con una sonrisa amistosa—. Dele recuerdos de mi parte —añadió, y trazó la mística señal roja en las maletas.

Tampoco surgieron dificultades en Inmigración, ya que Sylvia tenía todos los papeles en regla, y salieron a la despejada y calurosa mañana. En la escalinata de la terminal, una joven con holgados pantalones cortos azules, camiseta floreada y una imponente cruz de plata se aproximó a Sylvia.

—Ah —comentó su salvador—. Veo que estás en buenas manos. Hola, hermana Molly —la saludó, y echó a andar hacia un grupo de gente que había acudido a recogerlo.

La hermana Molly la llevaría en coche a la misión de San Lucas. Dijo que no valía la pena que se entretuvieran en Senga y que lo mejor sería partir de inmediato. Subieron a una destartalada camioneta y se internaron en el paisaje de África, que Sylvia esperaba admirar cuando se acostumbrase a él. Por el momento, se le antojaba extraño. Hacía mucho calor. El viento que entraba en la cabina de la camioneta estaba cargado de polvo. Sylvia se agarró a la portezuela y escuchó a Molly, que no paraba de hablar, sobre todo de los hombres de su orden religiosa, que según ella eran unos cerdos machistas. Esta expresión, que en Londres había perdido la gracia de la novedad, sonó como recién acuñada al salir de sus sonrientes labios. En cuanto al papa, era reaccionario, intransigente, burgués, demasiado viejo, misógino, y qué pena que gozara de buena salud. Que Dios la perdonase por decir eso.

Desde luego, no era lo que Sylvia había esperado oír. No le importaba mucho el papa, aunque sabía que como católica debía importarle, y el lenguaje del feminismo extremista nunca había concordado con su experiencia personal. La hermana Molly condujo a toda velocidad por carreteras en buen estado que pronto se convirtieron en caminos cada vez más accidentados, hasta que al cabo de una hora el vehículo se detuvo frente a una especie de granja.

—Te dejo aquí. Y no permitas que el padre Kevin McGuire te mangonee. Es un encanto, no lo niego, pero todos los curas de la vieja escuela son iguales. —Se marchó, despidiéndose con la mano de Sylvia y de cualquiera que estuviera mirando.

Sylvia aceptó una invitación para tomar el té con Edna Pyne, en cuya voz, llena de extraños sonidos vocálicos, Sylvia detectó un dejo de autocompasión que le resultaba demasiado familiar. Además, la vetusta cara reflejaba insatisfacción. Cedric Pyne tenía unas piernas largas y bronceadas, los pantalones más cortos que Sylvia hubiera visto en su vida y ojos azules —como los de su esposa— y enrojecidos.

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