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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (33 page)

BOOK: El sueño más dulce
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Siempre había llevado a cabo la mayor parte del trabajo en casa y nunca se había considerado parte integrante del periódico. Sus colegas se quejaban de sus idas y venidas, como si su conducta entrañara una crítica a
The Defender
. Y así era. Se sentía una extraña en una institución donde todo el mundo se sentía acosado por hordas hostiles y fuerzas reaccionarias, como si nada hubiera cambiado desde los gloriosos días del siglo anterior, cuando
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era prácticamente el único bastión de los saludables valores solidarios: no había habido una sola causa justa que ellos no hubieran defendido. En la actualidad el periódico abogaba por los injuriados y los agraviados, pero se comportaba como si difundieran problemas de las minorías, en lugar de —en general— «opiniones aceptadas».

Frances ya no era Tía Vera («Mi hijo se orina en la cama, ¿qué puedo hacer?»), sino que escribía artículos serios y bien documentados sobre temas como las diferencias entre los salarios masculinos y los femeninos, las desiguales oportunidades de trabajo o las guarderías: prácticamente todos sus reportajes trataban de la discriminación de la mujer.

En ciertos círculos, casi siempre masculinos (pues con creciente frecuencia los hombres se veían como víctimas de hostiles hordas femeninas), predominaba la opinión de que las periodistas de
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componían una especie de mafia formada por mujeres cargantes, obsesivas y sin sentido del humor pero con talento. Frances tenía de este último, desde luego: todos sus artículos acababan publicados en revistas e incluso en libros y se citaban en la radio o la televisión. En el fondo coincidía con que sus colegas eran unas pesadas, si bien sospechaba que ella no era mucho mejor. Ciertamente se sentía pesada, cargada con los males del mundo: la acusación de Colín había sido fundada: creía en el progreso y en que era posible cambiar las cosas si uno no cejaba en su empeño de denunciar las injusticias. ¿Acaso no era verdad, aunque sólo fuese a veces? Ella se enorgullecía de algunos pequeños triunfos. Al menos nunca había volado en los procelosos cielos del feminismo de moda: no era como Julie Hackett, que había prorrumpido en llanto al oír por la radio que la malaria la transmitía el mosquito hembra. «¡Los muy cabrones! ¡Cabrones fascistas!» Cuando Frances consiguió convencerla de que se trataba de un dato técnico y no de una calumnia inventada por científicos machistas para rebajar al sexo femenino —«perdón, al género femenino»—, Julie se tranquilizó y dijo entre sollozos: «¡Es tan injusto!» Julie Hackett continuaba entregada al periódico. En casa llevaba delantales de
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, bebía en tazas de
The
Defender
, usaba paños de cocina de
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. Pillaba una rabieta cada vez que alguien criticaba al periódico. Consciente de que Frances no estaba tan «comprometida» como ella (esa palabra le encantaba), a menudo le soltaba breves sermones destinados a concienciarla. Frances la encontraba tremendamente aburrida. Los aficionados a observar las diabluras de la vida ya habrán reconocido a este personaje, que a menudo nos acompaña y que aparece en todas las épocas y lugares, cual una sombra de la que nos gustaría librarnos pero que sigue ahí, como una burlona caricatura de sí misma aunque también, oh, sí, como un saludable recordatorio. Al fin y al cabo Frances había sucumbido a la cargante retórica de Johnny, se había dejado seducir por el Gran Sueño que había condicionado su vida desde entonces. Sencillamente, había sido incapaz de librarse de su influjo, y ahora trabajaba dos o tres días a la semana con una mujer para quien
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cumplía la misma función que había representado el partido para sus padres, que se jactaban de seguir siendo comunistas ortodoxos.

Algunas personas han llegado a la conclusión de que nuestra mayor necesidad —la del ser humano— es tener algo o alguien a quien odiar. Durante décadas, las clases altas y medias desempeñaron este práctico papel, que en los países comunistas les acarreaba la muerte, la tortura y el encarcelamiento, y en países más ecuánimes, como Inglaterra, sencillamente las hacía merecedoras del oprobio general o de molestas obligaciones, como la de adquirir un acento cockney. No obstante, últimamente ese credo empezaba a quedar desfasado. El nuevo enemigo —los hombres— resultaba aún más útil, pues abarcaba a la mitad de la especie humana. A lo largo y ancho del planeta las mujeres enjuiciaban a los hombres, y cuando Frances estaba con sus colegas de
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, se sentía como miembro de un jurado enteramente femenino que acabara de dictar un veredicto unánime de culpabilidad. Convencidas de estar en posesión de la verdad, en los momentos de ocio contaban anécdotas que ilustraban la grosería de fulano o la desfachatez de mengano, cambiaban miradas o comentarios irónicos, apretaban los labios y enmarcaban las cejas, y cuando había hombres presentes, los vigilaban buscando pruebas de su incorrección ideológica para lanzarse sobre ellos como una gata sobre un gorrión. Nunca han existido personas más arrogantes y seguras de su superioridad moral, ni con menor capacidad de autocrítica. Sin embargo, sólo marcaron una etapa del movimiento de liberación de la mujer. En sus inicios, el nuevo feminismo de los sesenta semejaba una niña en una fiesta: loca de alegría, con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes, bailando y gritando: «No llevo bragas, ¿podéis verme el culo?» Al igual que a una niña de tres años a quien los adultos no hacen el menor caso, ya se le pasaría con la edad. Y así fue. «¿Quién, yo? Yo jamás hice nada semejante... Vale, de acuerdo, pero era una cría.»

La sensatez se impuso rápidamente, y si el precio que hubo que pagar para hacerse valer fueron unas irritantes ínfulas de superioridad moral, sin duda se trataba de un precio muy bajo a cambio de una investigación tan seria y rigurosa: la tarea infinitamente tediosa de desenterrar hechos, cifras, informes gubernamentales y datos históricos, la clase de trabajo que cambia leyes y opiniones e instaura la justicia.

A esta etapa, como es lógico, le sucedió otra.

Entretanto, Frances llegó a la conclusión de que trabajar para
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no se diferenciaba mucho de ser la mujer de Johnny: tenía que cerrar el pico y reservarse sus opiniones. Por eso siempre se había llevado gran parte del trabajo a casa, porque guardarse lo que uno piensa resulta desgastador, extenuante. De manera que tardó bastante tiempo en caer en la cuenta de que muchos de los periodistas que trabajaban para
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eran hijos de los camaradas del partido, aunque había que conocerlos bien para reparar en ello. Si uno había recibido una educación de izquierdas, se lo callaba: resultaba demasiado difícil de explicar. Pero ¿y si los demás se hallaban en la misma situación? Esto no ocurría únicamente en
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. Era sorprendente la frecuencia con que uno oía: «Mis padres estuvieron en el partido, ¿sabes?» Aquella generación de creyentes, ahora desautorizada, había traído al mundo hijos que, si bien renegaban de las ideas de sus padres, admiraban su dedicación, al principio en secreto, luego abiertamente. «¡Qué fe! ¡Qué pasión! ¡Qué idealismo! ¿Cómo pudieron tragarse tantas mentiras?» Por el contrario ellos, los hijos, tenían una mente abierta y libre, no contaminada por la propaganda.

Sin embargo, la realidad era que la atmósfera de
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y otros organismos liberales la había «fijado» el partido. La semejanza más ostensible residía en la hostilidad hacia las personas que no compartían sus ideas. Los hijos liberales o izquierdosos de padres que ellos tachaban de fanáticos mantenían intactos ciertos hábitos de pensamiento heredados. «Si no estás con nosotros, estás contra nosotros.» La costumbre de radicalizar: «Si no piensas como nosotros, eres un fascista.»

Y al igual que en el partido en los viejos tiempos, se había erigido un altar con personajes admirados, héroes y heroínas, ahora por lo general no comunistas, aunque el camarada Johnny era una figura prominente, un viejo patriarca, un miembro de la vieja guardia a quien sin duda habrían retratado subido a una plataforma, agitando continuamente el puño hacia un cielo reaccionario. Oh, sí, se habían cometido «errores», y todos lo admitían, pero aquel gran poder seguía defendiéndose, porque el hábito estaba demasiado arraigado.

En el periódico se rumoreaba que ciertas personas eran espías de la CÍA. Nadie ponía en duda que ésta tenía espías en todas partes, de manera que debía de haberlos allí también: nadie insinuó jamás que el KGB soviético estuviese detrás, manipulando e influyendo, como se reconoció veinte años después. El principal enemigo era Estados Unidos: eso se sobreentendía o se proclamaba a bombo y platillo. Era un estado fascista y militarista en el que no había libertad ni democracia verdadera, según denunciaban continuamente en artículos y discursos quienes pasaban sus vacaciones allí, enviaban a sus hijos a las universidades estadounidenses o «cruzaban el charco» para participar en manifestaciones, revueltas, marchas y asambleas.

Un joven ingenuo, que se había unido a la plantilla de
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porque admiraba su glorioso y honorable historial en la línea del pensamiento libre y justo, alegó impulsivamente que era un error tachar de fascista a Stephen Spender por hacer campaña contra la Unión Soviética e intentar convencer a la gente de «la verdad», expresión que significaba lo contrario de lo que aseveraban los comunistas. En su opinión, dado que todo el mundo estaba al corriente de los fraudes electorales, las farsas de los juicios, los campos de concentración, los trabajos forzados y el hecho de que Stalin era peor que Hitler, no había nada de malo en denunciar todas esas cosas. Hubo gritos, aullidos, lágrimas: un escándalo que estuvo a punto de desembocar en una pelea a puñetazos. El joven se marchó y los demás lo tildaron de agente de la CÍA.

Frances no era la única que suspiraba por largarse de aquel antro lleno de gente quisquillosa e hipócrita. Rupert Boland, su buen amigo, era otro. Esta secreta antipatía que albergaban hacia la institución en la que trabajaban fue lo que los unió en primer lugar y después, cuando se les presentó la oportunidad de marcharse a escribir artículos para otros periódicos, se quedaron, cada uno de ellos pensando en el otro, algo que ninguno de los dos sabía, ya que tardaron mucho tiempo en confesárselo. Cuando Frances descubrió que corría el peligro de enamorarse de ese hombre, era demasiado tarde; ya se había enamorado. ¿Y por qué no? Las cosas se desarrollaron lentamente pero de manera satisfactoria. Rupert quería vivir con Frances.

—¿Por qué no te instalas en mi casa? —preguntó. Tenía un piso en Marylebone.

Frances contestó que quería poseer una casa propia por una vez en su vida. Al cabo de un año habría ahorrado suficiente dinero.

—Deja que te preste lo que te falta —propuso él.

Ella rechazó el ofrecimiento con excusas. Entonces no sería un lugar completamente suyo, un refugio que pudiese considerar propio. El no lo entendió y se ofendió. A pesar de estas discrepancias, el amor entre ellos prosperó. Ella pasaba algunas noches en su casa, aunque no demasiadas, por miedo de disgustar a Julia y a Colin.

—¿Por qué? —se quejaba Rupert—. Ya has cumplido los veintiuno, ¿no?

Cuando se llega a cierta edad, hay momentos en que episodios enteros de una historia de sufrimiento y golpes se yuxtaponen y afloran a la superficie. No se sentía capaz de explicárselo. Y tampoco quería hacerlo: que no se hablara más. Basta. Fin. Rupert no lo comprendería. Había estado casado y tenía dos hijos que vivían con su madre. Los veía con regularidad, y ahora también los veía Frances. Sin embargo, él no había sufrido las feroces imposiciones de los adolescentes.

—Pero no somos unos críos que tengan que esconderse de los mayores —protestaba, como Wilhelm.

—No lo sé, pero por el momento es divertido.

Surgió un posible problema, que al final no lo fue: él era diez años menor que ella. ¡Frances tenía casi sesenta, y él diez menos! Después de cierta edad, diez años más o menos no significan mucho. Además de recordarle que el sexo era algo agradable, Rupert constituía una estupenda compañía. La hacía reír, y ella sabía que lo necesitaba. Ambos estaban descubriendo con incredulidad lo fácil que resultaba ser feliz. ¿Cómo era posible que algo tan sencillo se les hubiera antojado tan difícil, agotador y doloroso?

Entretanto, no parecía haber un domicilio para ese amor, que no se manifestaba como un frenesí adolescente sino como un sentimiento más reposado y cotidiano.

La multitud que celebraba la independencia de Zimlia no cabía en el local: había invadido la escalinata de la entrada y amenazaba con obstruir el tráfico, como había ocurrido durante las fiestas por Kenia, Tanzania, Uganda y Zimlia del Norte. La mayor parte de la concurrencia seguramente había asistido a todas las celebraciones anteriores. Los sentimientos de triunfo estaban representados en toda su gama: desde la serena satisfacción de quienes habían trabajado durante años para que llegara este momento hasta la desbordante euforia de aquellos que encuentran a la muchedumbre tan embriagadora como el amor, el odio o el fútbol. Frances estaba allí porque Franklin la había telefoneado: «Os quiero allí. Tenéis que ir. Tú y todos mis viejos amigos. —Era halagador—. ¿Y dónde está la señorita Sylvia? Por favor, invítala también a ella.»

Por eso Sylvia estaba con Frances, abriéndose paso entre el gentío, aunque había dicho y seguía diciendo:

—Tengo que hablar contigo, Frances. Es importante.

Alguien tiró de la manga de Frances.

—¿Señora Lennox? ¿Es usted la señora Lennox? —preguntó una ansiosa joven con pelo rojo tan crespo como el de una muñeca de trapo y pinta de desorientada—. Necesito su ayuda.

Frances se detuvo, con Sylvia detrás.

—¿Qué ocurre? —gritó Frances.

—¡Ha sido tan buena con mi hermana...! Le debe la vida. Por favor, necesito ir a verla. —La joven también hablaba a voces.

Frances tardó unos segundos en comprender lo que sucedía.

—Ya entiendo. Creo que quiere hablar con la otra señora Lennox, con Phyllida.

La chica contrajo el rostro en sucesivas muecas de desconfianza, frustración y tristeza.

—¿No quiere...? ¿No puede? ¿No es usted...?

—Se ha equivocado de persona. —Frances echó a andar de nuevo, del brazo de Sylvia. Tardaría un tiempo en asimilar la idea de que alguien tuviese semejante concepto de Phyllida—. Se refería a Phyllida —explicó.

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