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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El Suelo del Ruiseñor (13 page)

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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A la derecha de la señora se sentaba la invitada, la señora Maruyama. La señora Noguchi hizo una seña a Kaede para que se acercara un poco más. Ésta se inclinó hasta el suelo y escuchó las palabras que las señoras intercambiaban por encima de su cabeza.

—Por descontado, estamos desconsolados por la marcha de Kaede. Ha sido para nosotros como una hija. Estamos indecisos sobre si debemos otorgar esta carga a la señora Maruyama. Sólo pedimos a la señora que permita a Kaede acompañaros hasta Tsuwano. Allí será recibida por los señores Otori.

—¿Es que la señora Shirakawa va a casarse con un miembro de los Otori?

Kaede estaba fascinada por la voz discreta y gentil que escuchaba. Levantó la cabeza ligeramente y pudo ver las pequeñas manos de la señora Maruyama dobladas sobre su regazo.

—Sí, con Otori Shigeru -mencionó con deleite la señora Noguchi-. Es un gran honor. Mi marido está muy unido al señor Iida, quien desea que esta unión se lleve a cabo.

Kaede observó cómo las manos se apretaban hasta que la sangre desapareció de ellas. Tras una pausa tan prolongada que casi traspasó el límite de las buenas maneras, la señora Maruyama dijo:

—¿El señor Otori Shigeru? En verdad, la señora Shirakawa es afortunada.

—¿La señora le conoce? Yo nunca tuve tal placer.

—Conozco al señor Otori ligeramente -respondió la señora Maruyama-. Incorpórate, señora Shirakawa. Permíteme ver tu rostro.

Kaede levantó la cabeza.

—¡Qué joven eres! -exclamó la señora Maruyama.

—Tengo 15 años, señora.

—Poco más que mi propia hija -dijo la señora Maruyama con un hilo de voz.

Kaede se atrevió a mirar sus oscuros ojos, de contorno exquisito. Sus pupilas estaban dilatadas, como si la señora hubiera sufrido un sobresalto, y ningún afeite podría haberle dado a su rostro un tono más blanco. Entonces, la señora Maruyama logró controlar sus emociones y una sonrisa se mostró en sus labios, aunque no llegó a alcanzar sus ojos.

"¿Qué le he hecho?", pensó Kaede, confundida. Instintivamente, se había sentido atraída por la señora. Shizuka tenía razón, la señora Maruyama podía conseguir que cualquiera hiciese lo que ella deseara. Cierto era que su belleza se había marchitado, pero las pequeñas arrugas que le rodeaban los ojos y los labios otorgaban carácter y fuerza a su semblante. La frialdad de la expresión que ahora mostraba hirió profundamente a Kaede.

"No le gusto", pensó la joven, mientras la embargaba un sentimiento de inmensa decepción.

5

La nieve se derritió, y en la casa y en el jardín comenzó a sonar de nuevo el arrullo del agua. Yo llevaba seis meses viviendo en Hagi y había aprendido a leer, a escribir y a dibujar; pero también había aprendido a matar de muchas formas diferentes, aunque por entonces no había puesto en práctica ninguna de ellas. Notaba que podía escuchar las intenciones que los hombres guardaban en sus corazones, y había aprendido otras habilidades útiles, aunque no fue Kenji quien me las enseñó, sino que las descubrí yo mismo. Podía estar en dos lugares al mismo tiempo y hacerme invisible, y también era capaz de silenciar a los perros con una mirada que los hacía caer de inmediato en un profundo sueño. Este último truco lo aprendí solo, y no se lo conté a Kenji, porque él solía aplicar la maldad a todas sus enseñanzas.

Yo utilizaba estas habilidades siempre que me cansaba de estar encerrado en casa, de la constante rutina del estudio y el entrenamiento, de la obediencia a mis dos severos preceptores. Me resultaba facilísimo distraer a los guardias, hacer que los perros se durmieran y franquear la cancela sigilosamente sin que nadie me viera. Incluso Ichiro y Kenji, en más de una ocasión, tuvieron el convencimiento de que yo me encontraba en algún tranquilo rincón de la casa practicando con el pincel y la tinta, cuando en realidad estaba con Fumio. Juntos explorábamos los callejones de los alrededores del puerto, nadábamos en el río, escuchábamos a los marineros y a los pescadores, e inhalábamos la embriagadora mezcla de aire salado, cuerdas de cáñamo y marisco en todas sus formas: crudo, ahumado, asado a la parrilla o cocinado en pequeños pasteles o en suculentos guisos que hacían que nuestros estómagos gruñeran de hambre. Llegué a conocer los distintos dialectos, el del oeste, el de las islas e, incluso, el del continente, y escuchaba conversaciones sin que nadie sospechara que yo pudiera acertar a oír. De este modo, aprendí las formas de vida de la gente, sus temores y sus anhelos.

A veces salía solo y cruzaba el río a nado o bien por la presa. Exploraba las tierras de la orilla más lejana y me adentraba en las montañas, donde los campesinos tenían sus campos secretos escondidos entre los árboles y que, por no ser conocidos, tampoco estaban sometidos al pago de impuestos. Veía cómo las nuevas hojas verdes brotaban en los arbustos y escuchaba cómo los huertos de castaños cobraban vida con el zumbido de los insectos que buscaban el polen de sus flores doradas. Escuchaba asimismo a los campesinos, que también zumbaban como insectos y se quejaban sin cesar de los señores de los Otori y de los impuestos, siempre en aumento, que les imponían.

Una y otra vez salía a relucir el nombre del señor Shigeru. Me enteré de la amargura que sentía más de la mitad de la población porque fueran sus tíos, y no él, los señores del castillo. Estos comentarios se entendían como traición, y sólo se hacían por la noche o en las profundidades del bosque, de forma que nadie pudiera oírlos. Yo los escuchaba, pero los mantenía en secreto.

La primavera estalló en el paisaje; el aire era cálido, y la tierra entera cobró vida. Yo sentía una inquietud que no lograba explicar. Buscaba algo, pero no tenía idea de qué podía tratarse. Kenji me llevó al barrio de las licencias de la ciudad, y allí me acostaba con las chicas. Nunca le dije que ya había visitado los mismos lugares con Fumio y que sólo había encontrado un alivio efímero a mi desasosiego. Aquellas chicas me provocaban tanto deseo como lástima. Me recordaban a las muchachas con las que yo había crecido en Mino. Con toda probabilidad procedían de familias similares y habían sido vendidas para prostituirse a causa de la pobreza de sus padres. Algunas de ellas eran casi unas niñas, y yo les miraba fijamente a la cara buscando los rasgos de mis hermanas. A menudo me avergonzaba de mi actitud, pero no dejé de visitar esos lugares.

Llegaron las fiestas de la primavera. Los templos y las calles se abarrotaron de gente, y los tambores sonaban durante toda la noche. Los rostros y los brazos de los tamborileros brillaban de sudor a la luz de las linternas, pero estaban tan poseídos que no apreciaban el agotamiento. Yo no podía resistirme a la fiebre de las celebraciones, al éxtasis delirante de las masas. Una noche salí con Fumio y seguimos a la estatua del dios, que era transportada con esfuerzo por una multitud de hombres entusiasmados. Acababa de despedirme de él, cuando me empujaron y casi choqué contra un hombre. Éste se volvió hacia mí y yo le reconocí: era el viajero que se había alojado en nuestra casa y había intentado alertarnos sobre la persecución de Iida. Era feo y achaparrado, de expresión astuta, la clase de vendedor ambulante que a veces pasaba por Mino. Antes de que pudiera alejarme, noté un destello de reconocimiento en sus ojos y también aprecié la compasión de su mirada.

El hombre gritó para hacerse oír por encima de la vociferante multitud:

—¡Tomasu!

Negué con la cabeza, sin que mi cara o mis ojos transmitieran sentimiento alguno; pero él insistió. Intentó empujarme hasta un callejón, lejos de la muchedumbre.

—Tomasu, eres tú, ¿verdad? Eres el muchacho de Mino.

—Estás confundido -respondí-. No conozco a nadie que se llame Tomasu.

—¡Todos creían que estabas muerto!

—No sé de qué me hablas -me reí, como si fuera una broma divertida, e intenté regresar junto a la multitud.

El hombre me agarró el brazo para detenerme, y cuando iba a abrir la boca para hablar, ya sabía yo lo que iba a decirme.

—Tu madre ha muerto. La mataron. Los mataron a todos. ¡Eres el único superviviente! ¿Cómo lograste escapar? -acercó su cara a la mía y pude oler su aliento, su sudor.

—¡Estás borracho, viejo idiota! -repliqué-. Mi madre está viva y reside en Hofu -me lo quité de encima de un empujón e hice el gesto de sacar mi cuchillo-. Y yo soy miembro del clan de los Otori -ya no me reía, sino que me mostraba furioso.

El hombre retrocedió.

—Perdonadme, señor. He cometido un error. Ahora me doy cuenta de que no sois quien yo creía -estaba un poco borracho; pero, evidentemente, el miedo le estaba espabilando.

En el acto se agolparon en mi mente varios pensamientos. El más acuciante me decía que tenía que matar a ese hombre, a ese inofensivo mercachifle que había intentado alertar a mi familia. Tenía claro cómo debía hacerlo: le llevaría al fondo del callejón, le haría perder el equilibrio y le clavaría el cuchillo en la arteria del cuello, con el corte hacia arriba; después le dejaría caer al suelo donde, tumbado como un borracho, se desangraría hasta morir. Incluso aunque me vieran, nadie se atrevería a capturarme.

La ruidosa multitud pasaba a nuestro lado y el cuchillo permanecía en mi mano. El hombre se tiró al suelo y suplicó con frases incoherentes que no le quitase la vida.

"No puedo matarle", pensé yo. "No es necesario. Él está convencido de que no soy Tomasu, y aunque tuviese dudas, nunca se atrevería a contárselas a nadie. No en vano, pertenece a los Ocultos".

Retrocedí hasta mezclarme con la multitud y dejé que ésta me arrastrara hasta las puertas del templo. Después me escabullí hacia el sendero que discurría a lo largo de la orilla del río. Estaba oscuro y desierto, pero yo seguía oyendo el griterío de la ferviente muchedumbre, los cánticos de los sacerdotes y el monótono tañido de la campana del templo. Las aguas del río chocaban contra los juncos, las barcas y los muelles. Me acordé de la primera noche que había pasado en casa del señor Shigeru: "Al igual que el río siempre está a la puerta, así está siempre el mundo de puertas afuera. Y es en ese mundo donde estamos obligados a vivir".

Los perros, adormilados y dóciles, me siguieron con la mirada mientras traspasaba la cancela, pero los guardias no se percataron de mi presencia. Algunas veces, en estas ocasiones, entraba yo sigilosamente en la garita y les daba un buen susto, pero aquella noche yo no estaba para bromas. Pensaba con amargura en lo lentos y poco observadores que eran, y en lo fácilmente que otro miembro de la Tribu podría acceder a la casa, al igual que hiciera el asesino. Después me invadió un sentimiento de repugnancia hacia este mundo de sigilo, de hipocresía e intriga, para el que yo había sido entrenado. Deseaba volver a ser Tomasu y bajar corriendo la ladera de la montaña hasta la casa de mi madre.

Los ojos me ardían. El jardín estallaba con los olores y los sonidos de la primavera, y los capullos tempranos brillaban con frágil palidez bajo la luz de la luna. Su extremada pureza me traspasaba el corazón. ¿Cómo era posible que el mundo fuera tan hermoso y tan cruel al mismo tiempo?

Las linternas de la veranda ardían, parpadeantes, bajo la cálida brisa. Kenji, sentado entre las sombras, me llamó.

—El señor Shigeru ha reprendido a Ichiro por no haberse dado cuenta de tu ausencia. Yo le dije: "Puedes domar a un zorro, pero nunca lo convertirás en un perro faldero"

—Kenji observó mi rostro iluminado por la luz-. ¿Qué ha pasado?

—Mi madre ha muerto.

"Sólo los niños lloran la muerte. Los hombres y las mujeres se sobreponen a ella". En mi interior, Tomasu, el niño, estaba llorando; pero los ojos de Takeo no tenían una sola lágrima.

Kenji se acercó más a mí, y susurró:

—¿Quién te lo ha dicho?

—Alguien que conocí en Mino estaba en el templo.

—¿ Te reconoció?

—Él creía que sí; pero antes de que le convenciese de que no era Tomasu me habló de la muerte de mi madre.

—Lo siento -dijo Kenji, con desgana-. Supongo que le matarías.

Yo no respondí, no era necesario. Kenji sabía la respuesta de antemano. Desesperado, me golpeó la espalda como solía hacer Ichiro cuando me descuidaba en mi caligrafía.

—¡Eres un estúpido, Takeo!

—No estaba armado, estaba indefenso. Conocía a mi familia.

—Justo lo que me temía: dejas que la compasión frene tu mano. ¿Es que no sabes que todo hombre al que perdones la vida te odiará para siempre? Lo único que hiciste fue convencerle de que sí eres Tomasu.

—¿Por qué habría él de morir por culpa de mi destino? ¿Qué beneficio traería su muerte? ¡Ninguno!

—Lo que me preocupa es la catástrofe que su vida y su lengua puedan acarrear -replicó Kenji, antes de entrar en la casa para contarle lo sucedido al señor Shigeru.

Yo había perdido prestigio entre los habitantes de la casa y me prohibieron recorrer la ciudad sin compañía. Kenji me vigilaba de cerca y me resultaba casi imposible escapar de él; pero yo no cejaba en mi empeño. Como de costumbre, cuando me topaba con un obstáculo, hacía todo lo posible para sortearlo. Kenji se enfurecía por mi desobediencia, pero mis habilidades eran cada vez más extraordinarias y me otorgaban mayor confianza.

El señor Shigeru me habló de la muerte de mi madre después de que Kenji le hubiera contado mi fracaso como asesino.

—Lloraste por ella la noche en la que nos conocimos; ahora no puedes dar señal alguna de tristeza. Nunca se sabe quién está observando.

Así que la tristeza permaneció oculta en mi corazón. Por la noche repetía en silencio las plegarias de los Ocultos por las almas de mi madre y de mis hermanas, pero no rezaba las oraciones de perdón que ella me había enseñado. No tenía intención de amar a mis enemigos; por el contrario, el sufrimiento alimentaba mis ansias de venganza.

Esa noche fue también la última que vi a Fumio. Para cuando logré burlar a Kenji y llegar al puerto, los barcos de los Terada habían desaparecido. Unos pescadores me contaron que la familia había partido una noche, empujada finalmente hacia el exilio a causa de los elevados impuestos y la injusta normativa. Se rumoreaba que habían huido a Oshima, de donde los Terada procedían, y que lo más seguro es que hubieran decidido dedicarse a la piratería, tomando esa isla como base.

Por esta época, antes de las deseadas lluvias, el señor Shigeru tomó un gran interés en lo concerniente a la construcción, y puso en marcha su proyecto para levantar un pabellón de té en uno de los extremos del jardín. Fui con él a elegir la madera, los troncos de cedro que soportarían el suelo y el techo, y las tablas de ciprés para las paredes. El olor a serrín me traía recuerdos de las montañas, y los carpinteros se asemejaban a los hombres de mi aldea: eran de apariencia taciturna, pero estallaban en repentinos ataques de risa cuando alguno contaba uno de sus chistes indescifrables. Sin darme cuenta, empecé a hablar como lo hacía de niño y utilicé palabras de la aldea que no había pronunciado durante meses. Incluso a veces, mi forma de hablar les hacía sonreír.

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