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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (35 page)

Se volvió hacia Cerne, que, acompañado por otros siete salvajes, se había quedado con él como una especie de guardia personal oficiosa.

—Toca a paso ligero.

El salvaje se llevó el cuerno a los labios, cerró los ojos y sopló su llamada, intrincada pero reconocible al instante. A lo largo de la línea de tres millas, otros cornetas la repitieron. Los torunianos aceleraron y echaron a correr.

Pasaron jadeantes sobre una pequeña elevación del suelo. Corfe trotaba por delante del ejército… y allí estaba. Tal vez a media milla de distancia, la poderosa hueste merduk se había detenido. Su vanguardia medía aún menos de una milla, pero había hombres corriendo a ocupar sus posiciones en ambos flancos, luchando por aumentar su longitud antes del ataque de los torunianos. En la retaguardia se había producido un tremendo caos de hombres apelotonados, cañones, elefantes y carretas de intendencia, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. En un cruce a la izquierda de la retaguardia merduk se veía la solitaria aldea de Armagedir, pisoteada por una marea de humanidad violenta. Había altos estandartes revoloteando entre las casas; al parecer, el general merduk había convertido la aldea en su puesto de mando.

Habían escogido bien el terreno. La linea había formado sobre una colina baja, suficiente para detener el impulso de una carga de infantería. Había una hilera larga y estrecha de árboles detrás de ellos, plantados por algún antiguo granjero como paravientos. Corfe pudo ver que una segunda hilera de hombres ocupaba allí sus puestos. El
khedive
merduk se había sorprendido por la inesperada aparición de los torunianos, pero estaba controlando su reacción con una velocidad encomiable.

Corfe miró al oeste, hacia la monótona zona pantanosa que se extendía hasta el horizonte. Andruw estaba allí, en alguna parte, persiguiendo a la caballería merduk. Pasarían todavía unas cuantas horas antes de que pudiera esperar su regreso. Si es que regresaba, se dijo rápidamente Corfe, como para evitar la mala suerte.

El ejército avanzaba a la carrera junto a él, y su inquieto caballo danzaba y resoplaba al paso de la larga columna de hombres. Le pareció que podía sentir la vibración de todos aquellos centenares de miles de botas a través de su silla de montar. Oyó su nombre, coreado por varias voces jadeantes. El tintineo de las armas, y el olor a mechas encendidas y al de muchos cuerpos esforzándose. Una esencia destilada de hombres a punto de sumergirse en la guerra.

Luego el golpe de unos cascos de caballo sobre la hierba, y Rusio apareció junto a él, acompañado por un grupo de oficiales del estado mayor.

—¡Los tenemos, general! ¡Les haremos saltar por los aires! —gritó Rusio.

—Lleva delante las baterías, Rusio. Las quiero montadas y disparando antes de que la infantería entre en combate. La primera fila se detiene y suelta una descarga; las demás siguen adelante. Ya conoces la maniobra. ¡Adelante, pues!

La sonrisa de Rusio desapareció. Saludó y se alejó a toda prisa.

Grupos de seis caballos al galope adelantaron a la infantería, cada uno de ellos arrastrando un cañón de seis fibras. La artillería fue descargada a toda velocidad, y las dotaciones empezaron a cargar las piezas frenéticamente. Luego alguien tiró del primer acollador, la primera bala salió disparada del hocico de un cañón (era posible seguirla si uno tenía buena vista) y provocó una ruina escarlata entre las hileras de merduk desplegados. Fue un buen disparo, incluso a quemarropa. Los cañones estaban en posición casi horizontal, debido a lo cerca que estaban los artilleros del enemigo.

Había veinticuatro cañones desplegados, que empezaron a ladrar uno tras otro, saltando hacia atrás después de cada disparo. «Esos artilleros conocen bien su oficio», pensó Corfe con aprobación.

Casi toda la primera salva fue larga; en lugar de golpear la línea frontal merduk, cayó sobre los elementos de la retaguardia, sembrando la muerte y el caos; pero ello resultó igual de conveniente. Los artilleros tenían órdenes de elevar sus piezas al máximo en cuanto su propia infantería pasara junto a ellos, y continuar lanzando proyectiles en arco contra la retaguardia merduk. Ello impediría la llegada de refuerzos.

Cuatro descargas, y luego la infantería hubo adelantado a los cañones. Habían formado una línea de una legua de longitud y cuatro hombres de profundidad, con una superficie de una yarda por hombre; y, pese a las bromas de la noche anterior, Corfe había dejado en la retaguardia a unos tres mil hombres como última reserva, por si el desastre golpeaba en otro lugar. Aquellos tres mil hombres habían formado en columna de campaña, situados detrás de Corfe, que permanecía sentado en su caballo, rodeado por su guardia personal y una docena de correos.

Los primeros soldados torunianos se detuvieron, se llevaron los arcabuces al hombro y dispararon. Seis mil armas abriendo fuego al unísono. Corfe oyó el estruendo desgarrador un segundo después de ver brotar el humo de la línea de hombres. La hueste enemiga estaba prácticamente oculta por una barrera de humo blanco grisáceo. Las otras tres líneas torunianas cargaron pasando a través de la primera, y desaparecieron entre el hedor a pólvora quemada, con un rugido informe brotando de sus gargantas a su paso. Serían como una visión del infierno al caer sobre el enemigo.

Allí estaba: el ejército había entrado en combate, y había sorprendido a los merduk antes de que pudieran desplegarse correctamente. La primera parte del plan había funcionado.

Andruw detuvo a su caballo y levantó una mano. Tras él, la larga columna de hombres se detuvo. Se volvió hacia Ebro.

—¿Oyes eso?

Escucharon.

—Artillería —dijo Ebro—. Han entrado en combate.

—Ha sido rápido. —Andruw frunció el ceño—. Corneta, toca a línea de batalla. Morin, llévate a un escuadrón al norte. Encuentra a esos bastardos, y encuéntralos rápido.

—Así será —sonrió el salvaje. Gritó algo en címbrico, y un grupo de catedralistas se separó y partió al galope tras él en dirección norte.

—Ya deberíamos haberlos encontrado —se inquietó Andruw—. ¿Qué están haciendo? ¿Se han escondido en alguna madriguera? Deben de avanzar más despacio de lo que creíamos. Correo, ven aquí.

Un joven alférez se adelantó, sin armadura y montado en un caballo castrado de largas patas. Sus ojos brillaban como los de un niño emocionado.

—¡Señor!

—Busca a Cear–Inaf. Dile que aún no hemos localizado a la caballería enemiga, y que nuestra llegada al campo de batalla puede retrasarse. Pregúntale si sus órdenes siguen siendo las mismas. ¡Y date prisa!

El correo saludó bruscamente y salió disparado, levantando terrones de hierba al paso de su veloz montura.

—Veinticinco mil jinetes —dijo Andruw irritado—. Y no vemos ni rastro de ellos.

—Ya aparecerán —dijo Ebro con confianza. Andruw lo miró furioso, y comprendió lo fácil que resultaba mostrarse confiado cuando había un superior cerca para tomar las decisiones más difíciles.

—Escucha —volvió a decir de repente.

Fuego de arcabuces, un estruendo continuo al sur de ellos.

—La infantería se ha detenido —dijo—. Eso es lo que ocurre. No pueden moverse. Están metidos ahi dentro hasta las orejas. ¿Dónde diablos está esa maldita caballería enemiga?

Corfe estaba sentado en su caballo, observando la batalla que se desarrollaba ante él como un espectáculo impresionante preparado para su entretenimiento. Odiaba todo aquello: ver cómo sus hombres morían en la distancia con su espada todavía en la vaina. Era una de las cargas del mando a la que pensaba que nunca se acostumbraría.

¿Qué estaría haciendo si fuera el
khedive
merduk? Su primer instinto sería reforzar la maltrecha línea. Los torunianos la habían empujado hasta la hilera de árboles, pero allí los merduk parecían haber reaccionado, como solía ocurrir junto a los accidentes de terreno rectilíneos. Sus bajas habían sido increíbles durante los primeros minutos, pero tenían el número de hombres suficiente para absorberlas. No; si el
khedive
era mediocre, enviaría refuerzos a la línea, pero si era realmente bueno, ordenaría a los hombres que resistieran, y enviaría regimientos frescos a los flancos, con intención de rodear a los torunianos. Pero ¿qué flanco? La caballería estaba en alguna parte a su derecha, de modo que lo más probable era que fuera en el flanco izquierdo. Sí, reforzaría el flanco izquierdo.

Corfe se volvió hacia los veteranos que aguardaban con los codos apoyados en las culatas.

—¡Coronel Passifal!

El canoso intendente saludó.

—¿Señor?

—Llévate a tus hombres a nuestro flanco derecho, y a la carrera. No entres en combate hasta que veas al enemigo tanteando el final de nuestra línea. Cuando los veas, ataca con fuerza, pero no regreses a nuestro centro. Mantén a tus hombres en movimiento. ¿Comprendido?

—Sí, señor. ¿Creéis que ahora atacarán allí?

—Es lo que yo haría. Buena suerte, Passifal.

El rugido sobrenatural de una gran batalla. A menos que uno lo hubiera experimentado, era imposible de describir. Cañones pesados, armas ligeras, hombres que gritaban para darse ánimos o intimidar a otros. Hombres que chillaban de agonía; un sonido diferente a cualquier otro. Todo ello formaba un increíble estruendo que invadía los sentidos hasta sobrecargarlos. Y cuando uno se encontraba en medio de todo aquello, justo en el vientre de aquella locura asesina, la vorágine podía invadir la mente, empujando a los hombres a actos de heroísmo inexplicable o de cobardía abyecta. Dejando al descubierto el mismo núcleo del alma. Hasta que aquello se experimentaba, nadie podía predecir cuál sería su reacción.

Las tropas de Passifal se desplegaron, una mancha oscura sobre la tierra. En masa, los soldados vistos a distancia se parecían a una oruga enorme y erizada, deslizándose sobre la faz de la tierra. En una formación como aquélla, los hombres del centro no verían nada más que la espalda del hombre de delante. Les pisarían los talones, maldiciendo, rezando, con el sudor escociéndoles en los ojos. Los autores de las baladas no sabían nada sobre la auténtica guerra, tal como se libraba en aquella edad del mundo. Era un auténtico esfuerzo de titanes, puntuado por breves episodios de increíble violencia y terror abyecto.

Allí. Corfe sintió un momento de intensa satisfacción cuando aparecieron los nuevos regimientos para extender la línea por la izquierda, justo como él esperaba. Se estaban colocando en posición cuando la columna de Passifal chocó contra ellos, con todo el peso de la apretada masa de hombres. Los merduk saltaron por los aires, una formación militar convertida en turba en el tiempo que se tardaba en pelar una manzana. Passifal situó a sus hombres de nuevo en línea de batalla, y les ordenó que empezaran a disparar, interrumpiendo los intentos de reorganizarse del enemigo. Podía ser intendente, pero conocía bien su oficio.

Corfe volvió a mirar hacia el centro. Era difícil precisar lo que estaba ocurriendo allí, pero Rusio parecía seguir avanzando. Aquél era el secreto: mantener la presión, negando al enemigo el tiempo para pensar. Hasta el momento, todo funcionaba bien. Pero los hombres sólo podían luchar durante un tiempo limitado.

Volvió el rostro hacia los desiertos pantanos del norte. ¿Dónde estaba Andruw? ¿Qué estaba ocurriendo allí?

—¡Yo encontrar,
Ondrow
! ¡Yo encontrar! —gritó Morin. Su caballo resoplaba y expulsaba vapor por debajo de él, con los flancos empapados de sudor.

—¿Dónde?

Morin trató de pensar usando las unidades de distancia torunianas.

—Una y parte de una legua al este de aquí, en una larga… —Buscó la palabra, con el rostro tenso por la concentración.

—¿Línea? ¿Como nosotros ahora?

El salvaje sacudió furiosamente la cabeza.

—Columna, Morin. ¿Están en columna, como en una carretera?

El rostro de Morin se aclaró.

—Columna. Ésa es la palabra. Pero tienen los
ferinai
delante, en… en línea. Y tienen hombres a pie… infantería… por detrás.

Formio llegó al trote sobre su resignada yegua. Había accedido a montar a caballo para ganar velocidad, pero estaba claro que no disfrutaba con ello más que el animal.

—¿Qué sucede, Andruw?

—Morin los ha visto, gracias a Dios. Haz correr la voz, Formio. Vamos a atacarlos tal como estamos. Los catedralistas por la derecha, los fimbrios por el centro, y los chicos de Ranafast en la retaguardia… Morin. ¿Has dicho infantería?

—Sí, hombres a pie con armas de fuego. Detrás de los jinetes.

El rostro de Formio continuó impasible, pero se acercó a Andruw y le habló al oído.

—Nadie habló de infantería. Creí que sólo nos enfrentaríamos a caballería.

—Probablemente no es más que la guardia de la intendencia, o algo parecido. No hay que preocuparse por ellos. Lo principal es haberlos localizado al fin. Si es necesario, usaré a los arcabuceros y formaremos un gran cuadrado. Que traten de cargar contra piqueros fimbrios y arcabuceros torunianos, a ver qué consiguen.

Formio lo contempló un instante, y luego asintió.

—Comprendo a qué te refieres. Pero tenemos que destruirlos, no limitarnos a resistir.

Fue el turno de Andruw para hacer una pausa.

—De acuerdo. Retendré a los catedralistas. Cuando llegue el momento, atacarán y los arrollaremos. Los derrotaremos, Formio, no te preocupes.

—Muy bien, entonces. Vamos a derrotarlos. —Pero Formio parecía preocupado.

El ejército se desplegó hacia el este. Los fimbrios dirigían el avance mientras los catedralistas cubrían los flancos y los arcabuceros torunianos formaban la retaguardia. Poco más de siete mil quinientos hombres en total, escuchando el clamor distante de la batalla que rugía en torno a Armagedir y ascendiendo por los pantanos, impacientes por entrar en contacto con el enemigo.

Treinta y cinco mil soldados merduk los aguardaban.

En Armagedir, la mañana estaba terminando, y el avance toruniano se había interrumpido. Los hombres de Rusio habían sido detenidos por la simple fuerza de la superioridad numérica enemiga. La hilera de árboles había cambiado de manos media docena de veces durante la última hora, y se había llenado de cadáveres de ambos ejércitos. La batalla estaba llegando rápidamente a un punto muerto, y, al contrario que el
khedive
merduk, Corfe no tenía hombres frescos que enviar a la masacre. Podrían resistir una hora más, tal vez dos, pero al final de aquel intervalo el ejército estaría exhausto. Y una tercera parte de los hombres del
khedive
merduk aún no habían entrado en combate. Estaban formando al otro lado de Armagedir, molestados solamente por disparos ocasionales de la artillería toruniana. Había que hacer algo para destruir aquella línea, o aquellos treinta mil soldados rodearían el flanco de Corfe en la media hora siguiente.

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