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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (25 page)

BOOK: El secreto de la logia
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En su imaginación había vivido aquel día, pensando que el hombre que tenía a su lado, con el que había contraído matrimonio, no era el duque de Llanes si no Braulio. Sólo así podía soportar aquel cruel destino.

Entre aquellas sábanas, en casa ajena, se sentía abandonada y confusa ante la que sería su nueva vida como esposa de Carlos Urbión. Ya no podía ser una niña, ahora era una mujer casada, y sus únicos vínculos afectivos habían quedado enterrados bajo tierra, o alejados de ella, como era el caso de su madre Faustina y de su amiga María Emilia.

Poco antes de dormirse, pensó que acababa de empezar un nuevo capítulo en su vida, sin saber si éste sería peor que los ocurridos durante su corta existencia.

Se acarició su vientre con maternal ternura, deseando sentir a través de sus manos aquella nueva vida que fluía en su interior, y cerró los ojos.

Joaquín Trévelez acababa de dar un portazo definitivo a la relación con María Emilia, después de confirmar sus sospechas.

Llevaba demasiados días torturándose con la presencia de aquel marino en casa de su prometida.

Desde su llegada, María Emilia puso en la noble y vieja amistad, que al parecer les había unido en el pasado, la lógica justificación para que residiera unos días con ella, y la alegría que le había supuesto aquella inesperada aparición.

En un primer momento, a Joaquín aquello le pareció de lo más positivo, al menos como contrapeso al delicado momento anímico por el que pasaba María Emilia, y más aún al comprobar la mejora de ánimo que experimentó durante las dos primeras semanas.

Pero su confianza se fue debilitando al descubrir algunos detalles que dejaron de parecerle intrascendentes para transformarse en serias sospechas. Empezó a no considerar inocua la desbordante confianza con la que el tal Álvaro se movía en todo momento delante de ella. Tampoco, la inexplicable y dolorosa distancia que María Emilia había empezado a marcar hacia él. A pesar de todo, su fe en ella se había mantenido firme hasta esa misma noche.

Unos días después de la boda de Beatriz con el duque de Llanes habían cenado los tres. Fue entonces cuando, entre uno y otro plato, captó una cierta complicidad cada vez que se miraban; un flujo sensorial, más propio de los que viven una intensa relación que la de una simple amistad. Ante tal despropósito, sin ser capaz de resistirlo, lo comentó con ella, para ver aclaradas de una vez sus dudas. Como María Emilia no se lo negó, notó cómo el mundo se desmoronaba bajo sus pies. No obtuvo de ella ninguna otra explicación; sólo su llanto cerrado, sin palabras, alejado, sin aparente remordimiento. Su silencio le hirió tanto como saberse engañado, y sólo supo responderle con un adiós definitivo.

—No quiero arrastrarte en mi destrucción, Joaquín, ¡yo te quiero! —Intentaba retenerle a las puertas de su casa.

—Así lo creía yo, María —sus ojos no se expresaban con el mismo calor de anteriores ocasiones—, pero yo no sé compartir el amor como tú. Lo mejor es que dejemos de vernos.

Una vez en su vivienda, aquellas últimas palabras rebotaban una y otra vez en su mente sin dejarle dormir. Por más vueltas que le daba, por más que trataba de justificar su comportamiento en razón del colosal trauma que había vivido con su hijo, no dejaba de imaginarla amándose cada día, cada noche, con aquel hombre y no con él.

Joaquín Trévelez era un personaje duro, un ser habituado a enfrentarse a todo tipo de barbaries; a las vilezas más bajas de la persona humana, a ver de cara el negro rostro del crimen o a recorrer los abruptos recodos de las muchas mentes enfermas con las que se había encontrado en su trabajo. Pero aquella infidelidad era lo peor que le había sucedido en la vida. Y lloró con amargura; tanto y con tantas ganas como no recordaba haberlo hecho en años.

Pasadas pocas horas abrió los ojos y comprobó que aún era de noche. Alguien que estaba llamando a la puerta de su habitación le había despertado, y parecía decidido a seguir en ese empeño todo el tiempo que fuera necesario a la vista de su insistencia.

—¡Podéis pasar! —Se incorporó de su cama y encendió una vela.

Comprobó en el reloj de pared que tan sólo eran las siete de la mañana. Se había dormido muy tarde y le dolía la cabeza como nunca.

—Señor, siento tener que despertaros antes de hora, pero acaba de llegar uno de vuestros ayudantes acompañado de un pelotón de guardias. Me han dicho que tienen urgencia por hablar con vos.

Joaquín conocía bien a su más cercano colaborador y sabía de su proverbial prudencia. Pensó que, si había decidido a ir hasta allí para despertarle, el asunto debía tener una extrema importancia.

Se vistió con rapidez y recogió una pistola de mecha que escondía dentro de un cajón de la cómoda.

Intentó imaginar en qué consistiría el caso. Su instinto rechazaba que se tratase de un nuevo asesinato, sobre todo por no verse de nuevo bajo la atenta mirada de los ministros de la Corte, pero algo le hacía entender que iba a ser así.

Bajó las escaleras de su palacete de dos en dos hasta llegar al recibidor para encontrarse con su segundo.

—Acabamos de recibir una información bastante fiable sobre el posible paradero de los mesoneros que acudieron aquella noche al palacio de la Moncloa.

—Salgamos de inmediato entonces. —Se dirigió a su mayordomo—. ¡Haced que ensillen mi caballo! —Luego se volvió hacia su colaborador—. Y mientras, ¡dadme todos los detalles!

Le contó que aquella pasada noche se había detenido a un hombre que regentaba una taberna clandestina, gracias a la denuncia de una vecina al parecer harta de soportar los constantes ruidos que padecía cada noche y de tener que cruzarse cada mañana con un reguero de borrachos, entre charcos de inmundicias, dormitando enfrente de su casa.

Joaquín le mostró su impaciencia por escuchar algo más concreto, y el hombre decidió avanzar a lo más jugoso del caso.

—Durante su interrogatorio, nadie del turno de noche cayó en relacionarle con nuestras investigaciones en torno a los taberneros sospechosos. Sin embargo, ha sido él mismo quien se ha descubierto al declararse inocente de cualquier tipo de participación, pero nos ha revelado cómo dar con los posibles autores, que al parecer se trata de dos hermanos.

—Pero si nadie le estaba imputando cargo alguno sobre el asunto, ¿cómo se consiguió su testimonio? —Trévelez fue avisado de que su caballo esperaba ya a la puerta de su residencia, ensillado y listo para salir.

—El hombre reconoció que había prestado un carromato con bastantes provisiones de vino a dos conocidos, uno de ellos de nombre Silerio, sin saber para qué lo querían, pues le pagaron bien, y aún más al devolvérselo. Aunque no sospechó nada en un principio, ató cabos a medida que se propagaban las sospechas sobre la participación de unos anónimos taberneros como posibles responsables del atentado. La dolorosa carga de aquella culpa, aunque fuera por su colaboración indirecta, le estaba pesando desde entonces, pero no se atrevió a denunciarlo por no poner en riesgo su actividad ilícita. —Montaron en los caballos y se encaminaron hacia las puertas de salida del palacio—. Parece ser ése el principal motivo que le indujo a descargar su conciencia, además de pedirnos como contrapartida la inmunidad por haber regentando un negocio ilegal, claro.

—¡Excelentes noticias!

Trévelez imaginaba las muchas felicitaciones que le llegarían de los más altos responsables del gobierno y las del propio Rey, en cuanto fuesen informados de la detención de los causantes de aquella carnicería.

—¿Hacia dónde hemos de dirigirnos?

—La dirección que nos dio es algo confusa, pero creo que suficiente. Hemos de tomar el camino de Vallecas, y a media legua de Madrid preguntar, en un almacén de grano, por un camino que al parecer parte de allí y conduce hasta una forja. ¡Ahí viven y trabajan los sospechosos!

Las campanas del convento de San Francisco tocaron las medias.

—Salgamos ya, pues calculo que nos puede llevar un buen tiempo.

A horas tan tempranas, las calles de Madrid todavía no tenían su habitual tráfico, y eso les estaba permitiendo atravesarlas o recorrerlas a buena velocidad. En sólo dos cruces tuvieron que abrirse paso al grito de «¡Paso al alcalde de Corte!», y así fueron dejando atrás el centro, para buscar la salida que era, a su vez, puerta de entrada de todo el levante español a la capital.

La ermita del Cristo de la Oliva ponía el límite a la ciudad, y ya desde ella no había más que campo y casas de labor.

La ancha ruta que arrancaba desde ese punto empezaba a llenarse de los muchos carromatos que a diario acudían a los mercados madrileños, repletos de productos procedentes de las huertas que salpicaban aquel paisaje.

Trévelez ardía de deseos de llegar a su destino. Esperaba que el trabajo aliviara, al menos en parte, el dolor de su ruptura.

Poco sabían acerca de los hombres que pretendían detener; sólo que eran hermanos y el nombre de uno de ellos, Silerio, el único que pudo recordar el tabernero detenido esa misma noche.

No conseguían avanzar con rapidez, pues el tráfico iba aumentando por momentos y a veces les obligaba a detenerse. Las muestras de curiosidad eran constantes en los rostros de los conductores ante la patrulla armada, preguntándose todos qué causas les llevarían con tanta urgencia.

Llegaron al almacén y supieron qué camino debían tomar para llegar al taller, que no distaba más de media milla de allí. En el fondo de una suave vaguada se encontraba el edificio, anexo a una modesta vivienda de una sola planta. No vieron ninguna actividad en su exterior.

Dejaron los caballos atados a un grupo de viejas encinas, en las inmediaciones de los edificios, y caminaron en silencio con las armas dispuestas y cargadas. Se repartieron por todas las puertas y accesos reconocibles de ambas estructuras, estudiando cualquier posible punto de fuga. Trévelez comprobó en persona la correcta disposición de sus hombres antes de entrar en el taller, ya protegido por dos de sus guardias.

Las rendijas que se abrían entre las maderas de sus paredes dejaban pasar miles de haces paralelos de luz, formando una caprichosa melena luminiscente en su interior. Un absoluto silencio acompañaba la amplia estancia, llena de bancos de trabajo y un enorme horno apagado en una de sus esquinas. Trévelez hizo un gesto a uno de los guardias para que abriese la única puerta que parecía dar paso a un pequeño cuartucho. No había nadie dentro; sólo dos camastros y un fuerte olor a sudor.

Abandonaron el taller dirigiéndose a continuación hacia la vivienda, cuya chimenea sí daba muestras de actividad en su interior. La rodearon por sus cuatro costados, y dos guardias se apostaron a los lados de la puerta, antes de que Trévelez la aporrease con decisión.

Un hombre de mediana edad salió a abrirles. Su sorpresa no fue mayor que el miedo al ver tanto soldado apuntando a su pecho.

—¡Al suelo! —La orden provenía de un hombre de rostro seco, mentón roto y pómulos picudos que le resultó muy amenazante.

Sin dudarlo obedeció la orden, preguntándole qué querían de él.

—Identifíquese al alcalde de Casa y Corte de Madrid. —El ayudante de Trévelez pisó su espalda para inmovilizarle.

—Mi nombre es Claudio y soy un humilde herrero que sufre por no entender cuál puede ser el interés que os ha traído hasta mi casa.

—Os buscamos como sospechoso de asesinato. ¿Dónde está vuestro hermano Silerio? —Sin esperar su respuesta Trévelez ordenó que entrasen en la vivienda para localizar al segundo.

—¿Asesinato? —La sequedad de su boca le dificultaba hablar con claridad. Necesitaba ganar un poco de tiempo para pensar—. ¡No tengo ningún hermano!

El hombre que le aprisionaba contra el suelo le propinó una dolorosa patada en las costillas.

—Los gitanos se han ido esta misma mañana —añadió al golpe, entre un coro de toses.

—¿De qué gitanos habláis? —Aquello no tenía ningún sentido para Trévelez—. Buscamos a dos hombres y vos debéis ser uno de ellos. No os resistáis más y escupid todo lo que sabéis.

—¿Podría incorporarme?

—Si no intentáis nada extraño.

—Os lo prometo.

El asustado herrero se puso de pie, doblándose de dolor al sentir un tirón en su costado.

—Hasta hoy he tenido contratados en mi casa a dos hermanos de raza gitana, de bastante mejor calaña que la que vos mostráis. —Recibió un bofetón de uno de los guardias.

—¡Hablad con más respeto delante del alcalde!

—¡Explicaos mejor! —Trévelez ordenó al guardia que contuviese su violencia—. ¿Cómo es que se han ido? ¿Adónde?

—Lo desconozco. Sólo os puedo decir que ayer aparecieron por la tarde y me dijeron que se iban a Madrid y que por ello, desde hoy, dejarían de trabajar en mi taller.

—¿Estáis seguro de que son gitanos? —Trévelez pensó que a nadie se le había ocurrido hasta ahora aquella posibilidad. Recordó la reprimenda del confesor Rávago durante la boda de Beatriz. Deseaba encontrarse con él para tirarle por los suelos, y a la cara, su teoría, y así rebajarle los humos.

—¡Por completo!

El herrero sabía que la complicidad de asesinato estaba fuertemente penada, como también que el asunto tenía que ser grave, tanto como para requerir la intervención del propio alcalde.

—¿Podría saber qué han hecho?

—¡Limitaos a decirnos lo que sepáis sobre ellos! El resto no os compete.

Claudio calibraba qué decisión debía tomar en aquellas circunstancias. Podía mostrarse colaborador explicando dónde los podrían encontrar, pues suponía su nuevo paradero, o guardar silencio. Decidió que si los alguaciles no le daban ninguna razón de su interés por encontrarles, con el aprecio que sentía por los gitanos, tampoco él les regalaría tan gran ayuda.

—Hará unos dos años que aparecieron por aquí pidiendo trabajo y techo. Responden a los nombres de Timbrio y Silerio, y de apellido Heredia. Les conocía de antes, de la época en la que regentaban un negocio propio en otra población cercana a la mía. Con sus buenas referencias no dudé en acogerles en mi casa, en la que han estado hasta la fecha de hoy.

—Sabréis, que acoger a un gitano sin denunciarlo a la autoridad supone un grave delito.

Trévelez tampoco quería presionarle demasiado para evitar que se cerrase, pero pensó que una seria advertencia allanaría su voluntad.

—Lo desconocía. —Mintió—. Comprended que sólo actué como buen cristiano, acogiendo al desamparado.

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