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Authors: Georges Simenon

El revólver de Maigret (3 page)

Éste, al otro extremo del hilo, parecía indeciso.

—Perdone que le moleste en su oficina. Ayer, le hablé de Lagrange, que me había pedido permiso para asistir a nuestra cena. Esta mañana, en el curso de mis visitas, pasé por delante de su casa, calle de Popincourt. Entré, por si acaso, pensando que quizás estuviese enfermo... ¡
Allô
! ¿Me escucha?

—Escucho.

—No le habría telefoneado si, después de marcharse usted anoche, mi mujer no me hubiese hablado de la historia del muchacho.

—¿Qué muchacho?

—El muchacho del revólver. Parece ser que
madame
Maigret contó a mi mujer que ayer mañana...

—Sí. ¿Y después?

—Lagrange se pondría furioso si supiera que estoy avisándole. Le encontré en un estado extraño. Primeramente me dejó llamar a la puerta durante algunos minutos, sin contestar, y ya comenzaba a inquietarme, porque la portera me había dicho que estaba en casa. Terminó por abrir; descalzo, en camisa y con aire de estar deshecho. Pareció aliviado al ver que era yo. «Le pido disculpas por lo de anoche... —dijo al acostarse de nuevo—, no me sentía bien. Aún no me encuentro del todo bien. ¿Le habló de mí al comisario?»

—¿Qué le contestó usted? —preguntó Maigret.

—Ya no recuerdo. Le tomé el pulso, la tensión. No era agradable verle. Tenía el aspecto de un hombre que acaba de recibir una sacudida. La vivienda estaba en desorden. No había comido ni tomado café. Le pregunté si estaba solo y esto le alarmó en seguida. «Teme usted que yo tenga una crisis cardiaca, ¿verdad?» «¡De ningún modo! Me extrañaba tan sólo que...» «¿Qué?» «¿No viven aquí sus hijos?» «Sólo mi hijo más joven. Mi hija se marchó en cuanto cumplió los veintiún años. El mayor está casado.» «¿Trabaja el más joven?» Entonces se puso a llorar, y a mí me hacía el efecto de un hombre gordo que se desinfla. «No sé —balbució—. No está aquí. No está aquí. No ha vuelto.» «¿Desde cuándo?» «No sé. Estoy solo. Voy a morir completamente solo...» «¿Dónde trabaja su hijo?» «Ignoro incluso si trabaja. No me dice nada. Se ha marchado...»

Maigret escuchaba con rostro serio.

—¿Eso es todo?

—Casi. Intenté animarle. Daba lástima. Habitualmente, va muy cuidado; aún hace buen efecto, en todo caso. El verle en aquella vivienda, destrozado, enfermo, en una cama que no había sido hecha desde hace varios días...

—¿Acostumbra su hijo a pasar la noche fuera de casa?

—No, por lo que he podido comprender. Sería una casualidad, evidentemente, que se tratase justamente del muchacho que...

—Sí.

—¿Qué opina usted de ello?

—Nada, hasta ahora. ¿Está el padre realmente enfermo?

—Como ya le he dicho, ha sufrido una gran conmoción. Su corazón no está muy fuerte. Estaba allí, sudando en la cama y con un miedo atroz a morirse...

—Ha hecho bien en telefonearme. Pardon.

—Temía que se burlase usted de mí.

—No sabía que mi mujer hubiera contado la historia del revólver.

—¿He cometido una torpeza?

—De ningún modo.

Llamó al ordenanza.

—¿No me espera alguien?

—No, señor comisario. Excepto el loco.

—Páseselo a Lucas.

Ese loco era un abonado, un loco inofensivo que venía una vez por semana a ofrecer sus servicios a la Policía.

Maigret titubeaba aún algo. Más bien por respeto humano, en resumidas cuentas. Esta historia, vista desde cierto punto, era bastante ridícula.

En el Quai, estuvo a punto de tomar uno de los coches de la Policía Judicial, pero siempre por una especie de pudor, decidió ir a la calle de Popincourt en taxi. Era menos oficial. De este modo, nadie podría burlarse de él.

Capítulo II
En el que se trata de una portera que no es curiosa y de un señor de cierta edad que mira por el ojo de la cerradura

La portería, a la izquierda de la bóveda, era como un agujero en la pared, alumbrada todo el día por una bombilla amarillenta que pendía de un hilo. El espacio estaba ocupado, casi por completo, por cosas que parecían encajar como en un juego de construcción: una estufa, una cama muy alta coronada con un edredón rojo, una mesa redonda recubierta de hule y un sillón con un enorme gato rubio.

La portera no abrió la puerta, observó a Maigret a través del cristal y, como no se marchaba, se resignó a abrirle. Su cabeza se encontró entonces encuadrada por el panel, como una ampliación fotográfica, una mala ampliación pálida, un poco pasada, hecha en una feria. Sus cabellos negros parecían teñidos, el resto de su persona era sin color y sin forma. La mujer aguardaba. El comisario preguntó:

—¿
Monsieur
Lagrange, por favor?

No contestó en seguida y Maigret pudo creerla sorda. Por fin dejó caer, con un fastidio sin esperanza:

—Tercero a la izquierda, al fondo del patio.

—¿Está en casa?

No era fastidio, sino indiferencia, quizá desprecio, quizás, incluso, odio por todo lo que existía fuera de su pecera. Su voz se arrastraba.

—Si el médico ha venido a verle esta mañana, es sin duda que está en casa.

—¿No ha subido nadie después del doctor Pardon?

El citar el nombre le daba aspecto de estar informado.

—Ha querido que fuera yo.

—¿Quién?

—El doctor. Quería darme un poco de dinero para, que fuera a arreglarle la casa y a prepararle algo de comida.

—¿Ha ido usted? Ella dijo que no con la cabeza, sin explicarse.

—¿Por qué?

La mujer se encogió de hombros.

—¿No está usted a bien con
monsieur
Lagrange?

—Sólo hace dos meses que estoy aquí.

—¿Vive aún en el barrio la antigua portera?

—Ha muerto.

Era inútil, se daba cuenta de ello, intentar sacarle más. Toda aquella casa, el edificio de seis pisos que daba a la calle y el edificio de tres pisos al fondo del patio, con sus inquilinos, sus artesanos, sus niños, sus idas y venidas, representaba para ella el enemigo, cuya única razón de vivir era turbar su tranquilidad.

Cuando se salía de la bóveda sombría y fresca, el patio parecía casi alegre, incluso crecía un poco de hierba entre las baldosas; el sol daba de lleno en la fachada del fondo de enlucido amarillento; un carpintero, en su taller, aserraba madera que olía bien y, en su cochecito, dormía un niño, que la madre vigilaba de cuando en cuando por una ventana del primer piso.

Maigret conocía el barrio, que era casi el suyo, donde había muchas casas iguales. En el patio del bulevar Richard-Lenoir también subsistía un retrete sin asiento, cuya puerta estaba siempre entreabierta como si fuera un patio de pueblo.

Subió lentamente los tres pisos, oprimió un timbre y lo oyó sonar dentro de la vivienda. Como Pardon, tuvo que esperar. Como él también, terminó por percibir ruidos ligeros, un resbalar de pies desnudos sobre el suelo, un acercamiento prudente y, por fin, lo habría jurado, una respiración contenida cerca de él, detrás de la hoja de la puerta. No abrían. Llamó de nuevo. Nada se movió esta vez, e inclinándose, pudo distinguir el brillo de un ojo en la cerradura.

Tosió, preguntándose si debía decir su nombre, y, en el momento en que abría la boca, una voz pronunció:

—Un momento, por favor.

Más pasos, idas y venidas, y, por fin, el ruido de la cerradura y de un cerrojo. En la puerta entreabierta, un hombre de alta estatura, envuelto en un batín, le miraba.

—¿Es Pardon quien le ha dicho...? —balbució.

El batín era viejo, usado; las zapatillas, también. El hombre estaba sin afeitar y su cabello en desorden.

—Soy el comisario Maigret.

Con un signo le hizo comprender que le había reconocido.

—¡Entre! Le ruego me perdone...

No precisaba de qué. Se penetraba directamente en una habitación en desorden, donde Lagrange vaciló en pararse; Maigret, señalando la puerta abierta de una alcoba, dijo:

—Puede usted volver a acostarse.

—De buena gana, gracias.

El sol bañaba la vivienda, que no se parecía a ninguna otra, sino más bien a una especie de campamento, sin que se pudiese precisar por qué.

—Le ruego me perdone... —repetía el hombre deslizándose en la cama deshecha.

Respiraba con fatiga. Su rostro relucía de sudor y sus ojos saltones no sabían adonde mirar. Maigret, en el fondo, no estaba mucho más a gusto.

—Coja usted esa silla...

Viendo que había encima unos pantalones, Lagrange repitió una vez más:

—Perdone.

El comisario se preguntaba dónde iba a dejar los pantalones, y, al fin, los dejó al pie de la cama y comenzó, procurando hablar con voz firme:

—El doctor Pardon nos había anunciado ayer que tendríamos el gusto de conocerle...

—Yo creía, sí...

—¿Estaba usted en cama?

Vio que su interlocutor titubeaba.

—Sí, en cama.

—¿Cuándo empezó usted a sentirse mal?

—No sé... Ayer.

—¿Ayer mañana.

—Quizá.

—¿El corazón?

—Y todo... Hace tiempo que me asiste Pardon... El corazón también...

—¿Está usted inquieto a causa de su hijo?

Lagrange le miraba como el alumno gordo que debió de ser y debía de mirar al profesor cuando no sabía contestar.

—¿No ha vuelto?

Una nueva vacilación.

—No... Ahora no...

—¿Deseaba usted verme?

Maigret intentaba hablar con la voz indiferente de un hombre que está de visita. Lagrange, por su parte, esbozaba una vaga sonrisa de cortesía.

—Sí. Había dicho a Pardon...

—¿A causa de su hijo?

De repente, pareció sorprendido y repitió:

—¿De mi hijo?

Y en seguida movió negativamente la cabeza.

—No. No sabía aún...

—¿No sabía que se marcharía?

Lagrange corrigió, como si la palabra fuese demasiado categórica:

—No ha vuelto.

—¿Desde cuándo? ¿Desde hace varios días?

—No.

—¿Desde ayer por la mañana?

—Sí.

—¿Discutieron?

Lagrange sufría y, sin embargo, Maigret quería llegar hasta el final.

—Alain y yo no hemos discutido nunca.

Dijo esto con una especie de orgullo que no se le escapó al comisario.

—¿Y con sus demás hijos?

—Ya no viven aquí.

—¿Y antes de que le abandonaran a usted?

—No era lo mismo.

—Supongo que le agradaría a usted que encontrásemos a su hijo, ¿no?

Espanto una vez más.

—¿Qué tiene usted intención de hacer? —preguntó aquel hombre.

Tenía sobresaltos de vigor que le daban casi el aspecto de un hombre normal y, de repente, volvía a caer, desinflado, sobre su cama.

—¡No! No debe hacerlo. Yo creo que es mejor no hacerlo.

—¿Está usted inquieto?

—No sé.

—¿Tiene usted miedo a morir?

—Estoy enfermo. No tengo fuerzas. Yo...

Se llevó la mano al corazón, del que parecía seguir con ansiedad las pulsaciones.

—¿Sabe usted dónde trabaja su hijo?

—En los últimos tiempos, no. No quería que el doctor le hablase de ello.

—Sin embargo, hace un par de días insistió para que concertase una entrevista conmigo.

—¿Insistí?

—Quería usted hablar de algo, ¿verdad?

—Tenía curiosidad por conocerle.

—¿Nada más?

—Le ruego me perdone.

Era lo menos la quinta vez que pronunciaba estas palabras.

—Estoy enfermo, muy enfermo. No hay nada más.

—Sin embargo, su hijo ha desaparecido.

Lagrange se impacientó.

—Quizás ha hecho sencillamente como su hermana.

—¿Qué hizo su hermana?

—Al cumplir veintiún años, el mismo día que los cumplió, se marchó sin decir nada, llevándose consigo todas sus cosas.

—¿Un hombre?

—No. Trabaja en un almacén de ropa interior, en los soportales de los Champs-Elysées, y vive con una amiga.

—¿Por qué lo hizo?

—Lo ignoro.

—¿Tiene usted un hijo mayor?

—Sí, Philippe. Está casado.

—¿No cree usted que Alain haya ido a su casa?

—No se ven. No hay nada, se lo repito; sino que estoy enfermo y me siento solo. Estoy avergonzado de que se haya usted molestado. Pardon no debiera haber... Me pregunto por qué le hablé de Alain. Supongo que tenía fiebre. Quizá la tenga aún. No debe usted permanecer aquí. Todo está en desorden y debe de oler a enfermo. Ni siquiera puedo ofrecerle una copa.

—¿No tiene usted asistenta?

Se vio muy bien que Lagrange mentía.

—No ha venido hoy.

Maigret no se atrevió a preguntar si tenía dinero. Hacía calor en la alcoba, un calor estancado, y reinaba un olor desagradable.

—¿Quiere que abra la ventana?

—No. Hay demasiado ruido. Me duele la cabeza. Me duele todo.

—¿No sería preferible que le llevasen al hospital?

La palabra le asustó.

—¡Sobre todo nada de eso! Quiero permanecer aquí.

—¿Para esperar a su hijo?

—No sé.

Era curioso. Por momentos, Maigret sentía lástima, e inmediatamente después, se irritaba, con la impresión de que estaban representándole una comedia. El nombre quizás estuviera enfermo, pero no hasta el punto, así le parecía a él, de aplastarse en su cama como una enorme larva ni hasta el punto de tener ojos lacrimosos y labios blandos de bebé que va a llorar.

—Dígame, Lagrange...

Y, como se callara, sorprendió una mirada más firme de repente, una de esas miradas agudas que, particularmente las mujeres, lanzan a hurtadillas cuando creen sentirse descubiertas.

—¿Qué?

—¿Está usted seguro de que, cuando pidió usted a Pardon que le invitase para conocerme, no tenía nada que confiarme?

—Le juro que lo dije sin ninguna intención...

Mentía y por ello sentía la necesidad de jurar. Siempre como una mujer.

—¿No puede darme algún indicio que nos permita encontrar a su hijo?

Había una cómoda en un rincón, y Maigret, que se había levantado, se acercó a ella sin dejar de sentir la mirada del otro fija en él.

—A pesar de todo, voy a pedirle que me preste una fotografía de él.

Lagrange iba a contestarle que no la tenía, y Maigret estaba tan seguro de ello que, con un movimiento maquinal, abrió uno de los cajones.

—¿Está aquí?

Allí había de todo: llaves, una cartera vieja, una caja de cartón que contenía botones, papeles en desorden, facturas de gas y electricidad...

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