Las mujeres estaban mucho mejor formadas que los hombres, sus figuras eran mucho más proporcionadas simétricamente, sus facciones de una perfección muy sugestiva, la configuración de sus cabezas, así como la hermosura de sus ojos grandes, negros, de mirada suave, denotaban mucha más inteligencia y humanidad que los de sus, al parecer, amos y señores.
Cada una de aquellas sacerdotisas llevaba en las manos sendas copas de oro y, cuando se colocaron en fila a un lado del altar, los hombres hicieron lo propio en el ala contraria y luego avanzaron para coger una copa de la mujer que tenían enfrente. Se reanudó el canto una vez más y, entonces, por la boca de un tenebroso pasillo situado al fondo del altar emergió otra mujer, procedente de las cavernosas profundidades del subsuelo de la cámara.
«La suma sacerdotisa», pensó Tarzán. Era una joven de rostro bien parecido y expresión inteligente. Sus adornos guardaban bastante semejanza con los de sus vestales, pero eran más complejos y ricos, puesto que llevaban engarzados profusión de diamantes. La gran cantidad de ornamentos enjoyados que lucía en los desnudos brazos y piernas casi ocultaban totalmente sus extremidades, mientras que un ceñidor de aros de oro con extraños dibujos formados por infinidad de pequeños diamantes sostenía la piel de leopardo que era su único vestido. Al cinto llevaba un largo cuchillo con el mango también engastado en joyas y su diestra empuñaba una vara delgada en vez de un garrote.
Avanzó unos pasos por el lado opuesto del altar, se detuvo y entonces cesó el cántico. Sacerdotes y sacerdotisas se arrodillaron ante ella y así permanecieron mientras la mujer, extendida la vara sobre sus fieles, recitaba una oración monótona e inacabable. Tenía una voz suave y musical… A Tarzán le costaba trabajo creer que la poseedora de aquella voz pudiera transformarse momentos después, mediante un fanático éxtasis de celo religioso, en un verdugo femenino de ojos demenciales y fervor sanguinario que, con el goteante cuchillo en la mano, sería la primera en beber, en la copa que ahora descansaba en el altar, la roja y caliente sangre de la víctima del sacrificio.
Al concluir su oración, la sacerdotisa dejó que sus ojos se posaran en Tarzán por primera vez. Dando muestras de considerable curiosidad, lo examinó de pies a cabeza. Luego le dirigió la palabra y se mantuvo erguida, expectante, como si aguardase a que él la contestara.
—No entiendo tu lengua —dijo Tarzán al final—. Tal vez podamos comprendernos en otro idioma.
Pero ella no le entendió, aunque Tarzán probó con el francés, el inglés, el árabe, el waziri y, como último recurso, la
lingua franca
de la costa occidental de África.
La suma sacerdotisa denegó con la cabeza y en su tono de voz pareció apreciarse cierto deje de cansancio cuando indicó a los sacerdotes que continuaran con la ceremonia. Los hombres formaron de nuevo un círculo para repetir aquella danza estúpida, a la que puso término una orden de la sacerdotisa, quien, durante todo el tiempo que duró aquella coreografía ritual, no apartó su atenta mirada de la figura de Tarzán.
A una señal de la mujer, los sacerdotes se precipitaron sobre el hombre-mono, lo levantaron en peso y lo colocaron boca arriba encima del altar, con la cabeza colgando por un extremo y los pies por el borde contrario. Sacerdotes y sacerdotisas formaron dos lineas, en la mano sus pequeñas copas de oro, listas para conseguir la cuota correspondiente de sangre de la víctima, una vez cumpliese su misión el cuchillo del sacrificio.
En la fila de los sacerdotes se originó una disputa acerca de quién debía ocupar el primer lugar. Un individuo de aspecto bestial, con un semblante en el que se reflejaba la exquisita inteligencia del gorila intentaba relegar a un puesto secundario a otro menos dotado físicamente. Frente a los empujones del gigantón, el más pequeño apeló a la suma sacerdotisa. En tono gélido y terminante, la mujer ordenó al gorilesco sacerdote situarse en el extremo de la hilera. Tarzán oyó los gruñidos y las sordas protestas del perdedor mientras se dirigía despacio al puesto de segunda clase.
La sacerdotisa, de pie ante Tarzán, procedió a declamar lo que el hombre mono supuso sería una plegaria. Al mismo tiempo, la mujer alzaba lentamente en el aire su delgado y afilado cuchillo. A Tarzán le pareció que transcurrieron siglos hasta que el arma dejó de elevarse y quedó como suspendida sobre su pecho desnudo.
Empezó a descender, muy despacio al principio, pero a medida que la invocación avanzaba, el cuchillo incrementó su rapidez, a ritmo creciente. Tarzán seguía oyendo los gruñidos que el sacerdote despechado emitía, contrariadísimo, en el extremo de la fila. La voz del hombre aumentó gradualmente de volumen. Una sacerdotisa próxima a él le llamó la atención en tono de agudo reproche. El cuchillo estaba ya bastante cerca del pecho de Tarzán, pero interrumpió su descenso y la sacerdotisa alzó la vista para disparar una mirada de disgusto al instigador de aquella interrupción sacrílega.
Se produjo un súbito alboroto en la zona donde estaban los querellantes y Tarzán volvió la cabeza en aquella dirección a tiempo de ver al corpulento y bestial sacerdote abalanzarse sobre la sacerdotisa situada frente a él y destrozarle la cabeza de un solo garrotazo. Los sesos de la mujer salpicaron los alrededores, despedidos en todas direcciones. Sucedió a continuación lo que Tarzán había presenciado centenares de veces a lo largo de su existencia entre los moradores de la jungla. Había visto ocurrirle aquello mismo a
Kerchak
, a
Tublat
y a
Terkoz
; a una docena de monos adultos de su tribu; y a
Tantor
, el elefante; escasos eran los machos de la selva que se salvaban de verse acometidos en un momento u otro por aquel ataque de frenesí demencial. El sacerdote se volvió loco y, enarbolando su gruesa estaca, se lanzó sobre sus compañeras.
Acompañaba sus aterradores gritos de furia con una lluvia de golpes demoledores propinados por aquel gigantesco garrote, golpes que sólo interrumpía para hundir sus espantosos colmillos en la carne de alguna víctima que tenía la desgracia de quedar a su alcance. Durante todo ese tiempo, la suma sacerdotisa permaneció inmóvil, suspendida sobre el pecho de Tarzán la mano que empuñaba el cuchillo, fijos los horrorizados ojos en el maniaco homicida que sembraba muerte y destrucción entre las sacerdotisas.
La nave del templo se quedó desierta en cuestión de segundos. Sólo quedaron allí los muertos y los moribundos esparcidos por el suelo, la presunta víctima tendida sobre el altar, la suma sacerdotisa y el loco. Un nuevo y repentino fulgor obsceno se encendió en los ladinos ojillos del furibundo desequilibrado cuando se posaron en la mujer. Se le fue aproximando lentamente y empezó a hablar. Y la sorpresa se despertó en los oídos de Tarzán, porque aquel era un lenguaje que entendía, el último que hubiera esperado que emplease alguien que pretendiera entablar conversación con seres humanos, el gruñido gutural con que se comunicaban los miembros de su tribu de grandes antropoides, su propia lengua materna. Y la suma sacerdotisa contestó al hombre en el mismo lenguaje.
A las amenazas que profería aquella bestia humana, la mujer respondía intentando razonar, porque era evidente que el individuo no iba a doblegarse a la autoridad. El sacerdote loco se encontraba ya muy cerca… Tendidas las manos, como garras, hacia la mujer, daba la vuelta al altar por uno de los extremos.
Tarzán bregó con las ligaduras que le sujetaban las manos a la espalda. La mujer no se percató de ello: sumida en el horror del peligro que la amenazaba se había olvidado de la víctima del sacrificio. Cuando la fiera dio un salto y dejó atrás a Tarzán, dispuesta a agarrar a la sacerdotisa, el hombre mono dio un tirón sobrehumano a las ligaduras. El esfuerzo le impulsó fuera del altar, rodó sobre sí mismo y cayó en el suelo de piedra por el lado contrario al que se encontraba la suma sacerdotisa. Se puso en pie y, al tiempo que caían de los brazos las ataduras, se dio cuenta de que estaba solo en aquella parte del templo: el sacerdote loco y la suma sacerdotisa habían desaparecido.
Un grito sofocado llegó entonces por la cavernosa boca del oscuro agujero abierto más allá del altar de los sacrificios, a través de la cual había entrado la suma sacerdotisa en la nave del templo. Sin pensar en absoluto en su propia seguridad o en las posibilidades de escapatoria que le ofrecía aquella serie de circunstancias fortuitas favorables, Tarzán de los Monos atendió a la llamada de una mujer en peligro. Un á_1 salto le llevó a la ominosa entrada de la cámara subterránea y un instante después descendía corriendo por un tramo de viejos peldaños de cemento que ignoraba a dónde podían conducirle.
A la tenue claridad que se filtraba desde la nave distinguió un sótano amplio, de techo bajo, en el que había varias puertas abiertas a espacios negros como la tinta. Pero no tuvo necesidad de adentrarse a la ventura por ninguna de aquellas puertas, porque frente a él estaba lo que iba a buscar: la fiera enloquecida tenía a la muchacha contra el suelo y los dedos de antropoide se hundían frenéticamente en la garganta de la suma sacerdotisa, por más que ésta luchaba con todas sus fuerzas para zafarse de la furia de aquel terrible ser que tenía encima.
Cuando la pesada mano de Tarzán se posó en el hombro del sacerdote, éste soltó a su víctima y se revolvió contra el candidato a salvarla. Cubiertos de espuma los labios, prestas las fauces a la dentellada, el demente adorador del Sol combatía con unas energías que la locura multiplicaba por diez. En la avidez sanguinaria de su furor, la criatura había vuelto súbitamente a un estado de bestialidad primitiva, se convirtió en un animal salvaje, olvidado de la daga que llevaba al cinto, y sólo pensaba en las armas naturales con que luchaba su irracional ancestro en los albores de la evolución del hombre.
Pero si bien sabía emplear ventajosamente la dentadura y las manos, se encontró con alguien incluso más ducho que él, más competente aún en la escuela de la pelea salvaje a la que el sacerdote loco había revertido. Tarzán de los Monos se le abrazó y ambos cayeron juntos al suelo, desgarrándose y destrozándose recíprocamente como dos monos machos. La sacerdotisa, mientras, se mantuvo pegada a la pared, contemplando con ojos como platos, fascinados por aquel horror, a las dos fieras que, a sus pies, rugían y se atacaban con saña.
Vio que, por último, una mano del desconocido se cerraba en torno a la garganta de su adversario, obligaba a echar hacia atrás la cabeza del hombre bestia y descargaba una lluvia de golpes sobre su rostro vuelto hacia arriba. Un momento después, el extraño apartó de sí la figura inerte de su enemigo, se incorporó y la sacudió como un león. Apoyó un pie en el cuerpo caído a sus plantas, alzó la cabeza y se aprestó a lanzar el grito de victoria de su tribu, pero cuando su mirada llegó a la abertura que conducía al templo de los sacrificios humanos cambió de idea y se abstuvo de lanzar al aire su grito.
Medio paralizada hasta entonces por el terror que la había dominado durante la lucha de los dos hombres, la muchacha empezó a pensar en la probable suerte que iba a abatirse sobre ella, porque aunque se había librado de las garras del sacerdote loco ahora iba a caer en poder de alguien a quien momentos antes estuvo a punto de matar. Miró en torno, a la búsqueda de alguna vía de escape. Cerca se le abría la negra boca de un pasillo, pero cuando se dispuso a franquear los umbrales de aquella salida los ojos del hombre mono cayeron sobre ella y, con celérico salto, Tarzán se plantó junto a la joven y una fuerte mano se posó en su brazo.
—¡Espera! —dijo Tarzán de los Monos en el lenguaje de la tribu de
>Kerchak
.
La muchacha se le quedó mirando, atónita. —¿Quién eres tú —susurró— que hablas el lenguaje del primer hombre?
—Soy Tarzán de los Monos —respondió él, en la lengua vernácula de los antropoides.
—¿Qué quieres de mí? —continuó ella—. ¿Con qué propósito me has salvado de Tha?
—¿Acaso puedo ver cómo asesinan a una mujer? —respondió Tarzán con otra pregunta.
—¿Qué pretendes hacer ahora conmigo? —quiso saber la sacerdotisa.
—Nada —replicó Tarzán—, pero tú sí puedes hacer algo por mí… Sacarme de este sitio y proporcionarme la libertad.
Lo sugirió sin albergar la más ligera esperanza de que la muchacha accediese. Tenía la certeza poco menos que absoluta de que la ceremonia del sacrificio se reanudaría a partir del punto en que se interrumpió, caso de que la suma sacerdotisa impusiera su voluntad, aunque también estaba seguro a todo estarlo de que, sin ligaduras y con una daga en la mano, Tarzán de los Monos sería una víctima mucho menos dócil y manejable que un Tarzán maniatado y sin armas.
La sacerdotisa le contempló largo rato antes de hablar.
—Eres un hombre estupendo de veras —encomió—. Eres un hombre como el que veo en sueños desde que era niña. Eres un hombre como imagino que debieron ser los hombres de mi pueblo: la gran raza que construyó esta poderosa ciudad en el corazón de un mundo salvaje y que supo arrancar de las entrañas de la tierra las fabulosas riquezas por las que sacrificaron su remota civilización.
»No logro entender qué es lo que te ha impulsado a salvarme, como tampoco me es posible comprender por qué, teniéndome en tu poder, no te vengas de mí por haberte sentenciado a muerte… por casi haberte matado con mis propias manos.
—Supongo —repuso el hombre-mono— que actuabas cumpliendo las doctrinas de tu religión. No puedo reprochártelo, al margen de lo que pueda opinar acerca de tus creencias. Pero, ¿quién eres? ¿Entre qué clase de pueblo he caído?
—Soy La, suma sacerdotisa del Templo del Sol, en la ciudad de Opar. Somos los descendientes de un pueblo que vino a este mundo salvaje, en busca de oro, hace más de diez mil años. Sus ciudades se extendían desde un mar inmenso, bajo el sol naciente, hasta otro mar inmenso, en el que el sol desciende por la noche para refrescar su flamígera frente. Eran muy ricos y poderosos, pero sólo vivían unos pocos meses al año en los magníficos palacios edificados en esta tierra; el resto del tiempo lo pasaban en su país natal, lejos, muy lejos, por el norte.
»Entre su mundo nuevo y su mundo antiguo eran muchos los barcos que iban y venían. Durante la estación de las lluvias quedaban aquí pocos habitantes, sólo los encargados de supervisar el trabajo de las minas, tarea que realizaban esclavos negros, los comerciantes que suministraban cuanto hacía falta y los soldados que custodiaban las ciudades y las minas.