Raudo como el pensamiento, el brazo que empuñaba el venablo se echó hacia atrás, para luego dispararse hacia adelante con toda la fuerza de los poderosos músculos que ondulaban bajo la reluciente piel de ébano. El arma cruzó el aire y su certera punta de hierro atravesó la lustrosa piel de
Numa
desde la ingle derecha hasta la paletilla izquierda La bestia soltó un espantoso rugido de furia y dolor, al tiempo que se volvía para dirigirse hacia el negro. Había dado una docena de pasos cuando la cuerda de Tarzán volvió a detenerle.
Numa
dio otra media vuelta, dispuesto a acabar con el hombre-mono, y un nuevo ramalazo de dolor le sacudió cuando una flecha con lengüeta se clavó hasta la mitad del asta en su carne palpitante. Se detuvo el león una vez más y, para entonces, Tarzán ya había asegurado la cuerda dándole dos vueltas alrededor del tronco de un árbol y anudándola rápidamente.
El guerrero sonrió al ver la maniobra, pero Tarzán sabía que
Numa
iba a contrarrestarla en seguida. Sus fuertes dientes no iban a tardar en aplicarse a la delgada cuerda y la cortarían en un abrir y cerrar de ojos.
En cuestión de segundos, Tarzán se acercó al negro y desenvainó el largo cuchillo que llevaba el guerrero. Después le indicó que continuara arrojando flechas al enorme felino, mientras él intentaba acercarse armado con el cuchillo. Así, mientras uno hostigaba a la fiera por un lado, el otro se le fue aproximando cautelosamente por el costado contrario.
Numa
no podía estar más furibundo. Llenaba el aire de frenéticos aullidos, rugidos pavorosos y bramidos espeluznantes, al tiempo que, encabritado, agitaba con ferocidad las patas delanteras en vanos intentos de alcanzar con las zarpas a uno u otro de los verdugos que lo atormentaban.
Pero, al final, el ágil hombre mono tuvo su oportunidad. Se abalanzó sobre el costado izquierdo del felino, por detrás de la poderosa paletilla. Un brazo gigantesco se ciñó en torno a la leonada garganta y la larga hoja de un cuchillo su hundió hasta la empuñadura, para llegar al corazón salvaje de
Numa
y atravesarlo certeramente. Luego, Tarzán se irguió y el hombre blanco y el hombre negro se miraron por encima del cuerpo de la pieza que acababan de cobrar… El hombre negro hizo el signo de la paz y Tarzán de los Monos correspondió de igual modo.
El fragor del combate con
Numa
atrajo allí a una excitada turba de habitantes de la aldea e instantes después de la muerte del león, los dos hombres se vieron rodeados por numerosos guerreros de ébano, ágiles y gesticulantes, que parloteaban atropelladamente… y que formularon mil preguntas en rápida sucesión, sin dar tiempo a que se les respondiese ninguna.
Luego se presentaron las mujeres y los niños, curiosos, anhelantes y, al ver a Tarzán, más inquisitivos que nunca. El nuevo amigo del hombre mono logró finalmente hacerse oír y cuando hubo concluido su relato, los hombres y mujeres del poblado compitieron entre sí en el empeño de honrar a aquella extraña criatura que había salvado la vida de su compañero y luchado a brazo partido con el feroz
Numa
.
Finalmente, le condujeron a la aldea y le colmaron de regalos: aves de corral, cabras y alimentos cocinados. Cuando les señaló las armas que llevaban, los guerreros se apresuraron a ofrecerle venablos, escudos, arcos y flechas. Su reciente amigo le regaló el cuchillo con el que Tarzán había matado a
Numa
. No había nada en el poblado que Tarzán no pudiera obtener con solo pedirlo.
Cuánto más fácil era lograr así las cosas que deseaba, pensó Tarzán, que procurárselas a través del robo y el asesinato. Qué poco había faltado para que matase a aquel hombre, al que no había visto en la vida y que ahora manifestaba, por todos los primarios medios que se le ocurrían, su amistad y su afecto hacia el hombre que pudo ser su verdugo. Tarzán de los Monos se sintió avergonzado. A partir de entonces, cada vez que tuviera intención de matar a alguien, esperaría antes hasta cerciorarse de si la víctima merecía o no la muerte.
Por asociación de ideas, en su mente apareció Rokoff. Le gustaría tener al ruso a su disposición en las profundidades de la selva durante unos minutos. Si existía un hombre merecedor de la muerte, ese hombre era Rokoff. Y si en aquel momento hubiera podido ver al ruso, dedicado en cuerpo y alma a la placentera tarea de ganarse el afecto de la preciosa señorita Strong, aún habría deseado Tarzán con más intensidad aplicar a aquel desaprensivo la suerte que merecía.
La primera noche que pasó Tarzán con los indígenas estuvo consagrada a una salvaje orgía en su honor. Se disfrutó de un señor festín porque, como prueba de su destreza, los cazadores habían llevado un antílope y una cebra. Carne que se regó con litros y litros de la cerveza de baja graduación que preparaban los nativos. Mientras contemplaba a los guerreros danzar a la claridad de las hogueras, a Tarzán volvió a impresionarle las simétricas proporciones de sus figuras y la regularidad de sus rasgos faciales, ninguno tenía en absoluto la nariz aplastada ni los gruesos labios propios de los salvajes de la costa occidental. En reposo, los rostros de los hombres denotaban inteligencia y dignidad, los de las mujeres eran bellos y atractivos en muchos casos.
En el curso de aquel baile el hombre-mono observó por primera vez que algunos hombres y bastantes mujeres lucían adornos de oro…, principalmente ajorcas en los tobillos, pulseras y brazaletes en los brazos, al parecer de oro macizo. Cuando expresó el deseo de echar una ojeada de cerca a una de aquellas piezas, la propietaria se la quitó e insistió, por señas, en que Tarzán la aceptase como regalo. El examen del objeto convenció al hombre-mono de que se trataba de oro virgen y, sorprendido, cayó en la cuenta de que era la primera vez que veía ornamentos de oro entre los salvajes de África; hasta entonces sólo les había visto lucir la bisutería y las baratijas que compraban o robaban a los europeos. Intentó averiguar de dónde sacaban aquel metal, pero no consiguió hacerse entender.
Cuando concluyó la danza, Tarzán manifestó su intención de despedirse, pero casi le imploraron que aceptase la hospitalidad de una gran choza que el jefe de la tribu le había destinado para su uso exclusivo. Trató de indicarles que volvería por la mañana, pero no le comprendieron. Cuando por fin logró alejarse de ellos, retirándose en dirección a la parte del poblado opuesta al portón de la entrada, los indígenas aún se quedaron más confundidos acerca de las intenciones que albergaba.
Sin embargo, Tarzán tenía perfectamente claro lo que iba a hacer. Sus experiencias precedentes le habían hecho tomar contacto con los roedores, sabandijas y parásitos que infestaban las aldeas indígenas, y aunque en otras cuestiones no era demasiado escrupuloso, en aquella prefería el aire libre y fresco de las alturas arbóreas a la fétida atmósfera de un bohío.
Los indígenas le siguieron hasta el punto donde las ramas de un árbol gigantesco pasaban por encima de la empalizada. Tarzán saltó una de las ramas bajas y desapareció en el follaje, con la ágil precisión saltarina de Manu, el mico, lo que provocó un estallido de atónitas exclamaciones de sorpresa. Los habitantes del poblado estuvieron media hora llamándole, pero como Tarzán no contestó, al no obtener respuesta desistieron y se retiraron en busca de las esteras donde se tendían a dormir, dentro de las chozas.
Tarzán se adentró en el bosque hasta encontrar, no lejos del poblado, un árbol que cubría sus requerimientos esenciales. Se acurrucó en una horquilla a propósito y casi automáticamente se sumergió en un profundo sueño.
A la mañana siguiente se descolgó en la calle del poblado, tan repentinamente como había desaparecido la noche anterior. Durante unos segundos, los indígenas permanecieron patidifusos y asustados, pero en cuanto reconocieron en él a su invitado de la velada anterior se les pasó el susto y empezaron a emitir gritos de bienvenida y risas alegres. Aquel día acompañó a una partida de guerreros que salió a cazar por las llanuras cercanas y Tarzán manejó con tal habilidad las toscas armas de que disponía que entre los indígenas aumentó más si cabe el sentimiento de respeto y admiración que les inspiraba aquel extraño hombre blanco.
Tarzán vivió varias semanas con sus amigos salvajes y con ellos cazó búfalos, antílopes y cebras, para procurarse carne, y elefantes para hacerse con marfil. No tardó en aprender el sencillo lenguaje de aquel pueblo, sus costumbres indígenas y la ética de su primitiva sociedad tribal. Se enteró de que no eran caníbales y que miraban con desprecio y repugnancia a los hombres que comían hombres.
Busuli, el guerrero al que había seguido hasta la aldea, le contó diversas leyendas de la tribu; que su pueblo había llegado allí muchos años antes, tras infinidad de largas jornadas de marcha, desde el norte; que hubo un tiempo en que constituían una tribu grande y poderosa; que los cazadores de esclavos, con sus mortíferos palos de fuego, hicieron tales estragos entre la tribu que ésta quedó reducida a una ínfima parte de su población inicial, entonces incalculable y pujante.
—Nos cazaban como si fuéramos animales salvajes —explicó Busuli—. No tenían misericordia de nosotros. Y cuando no buscaban esclavos, era marfil, aunque generalmente querían ambas cosas. Mataban a nuestros hombres y se llevaban a nuestras mujeres como si fueran rebaños de ovejas. Les combatimos durante años y años, pero nuestras flechas y venablos no podían competir con los palos que escupen fuego, plomo y muerte, y lo lanzaban hasta una distancia que no podían alcanzar las flechas ni los venablos de nuestros guerreros más fuertes. Por fin, siendo mi padre joven, los árabes se presentaron una vez más, pero nuestros guerreros los divisaron cuando aún estaban lejos y Chowambi, que entonces era el jefe, dijo a su pueblo que recogieran todas sus cosas y se fueran con él…, que los conduciría hacia el sur hasta donde encontrase un lugar al que los saqueadores árabes nunca llegarían.
»Y obedecieron a Chowambi, tomaron sus pertenencias, incluidos muchos colmillos de marfil, y emprendieron la marcha. Anduvieron errantes durante largos meses, sufriendo infinidad de penalidades y privaciones, ya que buena parte del camino lo tenían que hacer a través de la espesa selva o franqueando montañas altas y abruptas, pero finalmente llegaron a este lugar, y aunque destacaron patrullas de exploración en busca de algún paraje mejor que éste, no localizaron ninguno.
—¿Y los incursores árabes no os han encontrado aquí? —preguntó Tarzán.
—Hace cosa de un año una pequeña partida de árabes y manyuemas se nos echó encima, pero reaccionamos bien y los pusimos en fuga. Matamos a unos cuantos. Les perseguimos durante varios días, acosándolos como se acosa a las fieras salvajes, que es lo que son. Los fuimos liquidando uno por uno, pero un puñado de ellos lograron escapar.
Al tiempo que refería su historia, Busuli acariciaba el grueso brazalete de oro macizo que rodeaba su brazo izquierdo. Los ojos de Tarzán se habían posado en aquel adorno, pero la cabeza estaba en otra parte. Sin embargo, en aquel momento recordó la pregunta que trató de formular el día que llegó a la tribu, la pregunta que entonces no consiguieron entenderle. Durante las semanas transcurridas se olvidó de algo tan baladí como el oro, porque dedicó ese tiempo a ser un hombre primitivo cuyo pensamiento se centraba en el presente, sin alargarse hasta el mañana. No obstante, ver de pronto aquel oro despertó la civilización dormida en su interior y le recordó la existencia de algo llamado codicia. Aquella lección del ansia de riqueza Tarzán la había aprendido bien en su breve experiencia de los estilos de vida del hombre civilizado. Sabía que el oro significaba placer y poder. Señaló el brazalete.
—¿De dónde sale ese metal amarillo, Busuli? —preguntó.
El guerrero señaló hacia el sureste.
—A una luna de marcha… tal vez un poco más lejos —respondió.
—¿Has estado allí? —quiso saber Tarzán.
—No, pero algunos de nuestro pueblo fueron hace años, cuando mi padre era aún joven. Una de las expediciones que salieron en busca de un lugar más apropiado para que se estableciera la tribu, poco después de que llegasen aquí, encontró un pueblo extraño que llevaba muchos objetos de metal amarillo. La punta de sus lanzas era de ese metal, lo mismo que la de las flechas, y guisaban en vasijas hechas de metal macizo, como mi brazalete.
»Vivían en un poblado muy grande, de chozas de piedra y rodeado por una muralla alta. Eran de una fiereza terrible, tanto que se lanzaron a la carga sobre nuestros guerreros, sin molestarse en preguntar si llegaban en son de paz. Nuestros hombres eran escasos en número, pero se hicieron fuertes en lo alto de un monte rocoso y resistieron hasta que se puso el sol y los feroces individuos se retiraron a su maldito poblado. Nuestros guerreros bajaron entonces del monte y, después de recoger muchos adornos de metal amarillo, arrancándoselos a los cuerpos de los que habían muerto en el combate, abandonaron el valle, regresaron aquí y ninguno de nosotros ha vuelto a aquel sitio.
»Son un pueblo de gente mala…, ni blancos como tú ni negros como yo, pero recubiertos de pelo como
Boigani
, el gorila. Sí, verdaderamente son individuos de lo peor y Chowambi se alegró de marcharse de su territorio.
—¿Y no vive ninguno de los que estaban con Chowambi?, ¿vieron a aquellos seres extraños y su maravilloso poblado? —preguntó Tarzán.
—Waziri, nuestro jefe, estuvo allí —respondió Busuli—. Era muy joven por entonces, pero acompañó a Chowambi, que era su padre.
Así que Tarzán interrogó aquella noche a Waziri y Waziri, un hombre ahora muy anciano, dijo que fue una marcha muy larga, pero que el camino no era dificil de recorrer. Lo recordaba muy bien.
—Seguimos durante diez días el curso del río que pasa junto a nuestra aldea. Marchamos contra corriente, hacia su nacimiento, y en la décima jornada llegamos a una fuentecilla que brotaba en la parte superior de la ladera de una montaña muy alta. Ese manantial es el nacimiento de nuestro río. Al día siguiente franqueamos la montaña y en la vertiente del otro lado encontramos un arroyuelo que seguimos hasta llegar a un gran bosque. Avanzamos durante muchos días siguiendo la serpenteante orilla del arroyo, luego se convirtió en río que finalmente desembocó en otro río mayor, el cual se deslizaba por el centro de un valle enorme.
»Luego continuamos aguas arriba de este último río, con la esperanza de llegar a terreno abiertó. Al cabo de veinte jornadas de marcha, contando a partir del día que franqueamos las montañas y abandonamos nuestro país, tropezamos con otra sierra. Subimos por su ladera, siempre en paralelo al río, que por entonces había menguado hasta quedar reducido a un arroyo. Llegamos a una pequeña caverna, situada cerca de la cima de la montaña. En esa cueva estaba la madre del río.