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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (72 page)

Estaba sentado en la cama, con un cuaderno de dibujo encima de las rodillas y la mirada perdida. Fui directamente hasta él y le puse la mano en el hombro.

—Robert, ¿puedo hablar unos minutos con usted?

Él se levantó. Percibí la rabia en su rostro, la sorpresa, algo parecido a la pena. Me pregunté si ahora tendría que hablar: «Se llevó mis cartas». Tal vez diría amargamente: «Maldito sea», como yo le había dicho a él. Pero se limitó a quedarse ahí de pie.

—¿Me puedo sentar?

Él no se inmutó, de modo que me senté en mi sitio habitual, el sillón, una especie de hogar, un lugar que me resultaba familiar. Hoy me parecía extrañamente cómodo.

—Robert, he ido a Francia. He ido a ver a Henri Robinson.

El efecto fue inmediato; su cabeza hizo un movimiento brusco y se le cayó el cuaderno al suelo.

—Creo que Henri le ha perdonado. Le devolví las cartas. Siento haber tenido que cogerlas sin consultárselo a usted. Temí que no me diera su consentimiento.

De nuevo, su reacción emocional fue intensa e inmediata; dio unos pasos hacia delante y yo me levanté, así me sentía más seguro. Había dejado la puerta abierta, como siempre. Sin embargo, al mirarle a la cara no vi hostilidad en él, únicamente sobresalto.

—Estaba encantado de haberlas recuperado. Entonces fui con él a un pueblo que se menciona en las cartas. No sé si lo recordará… se llama Grémière, de donde procedía la doncella de Béatrice.

Robert tenía los ojos clavados en mí, el rostro pálido, las manos colgando a ambos lados del cuerpo.

—Allí no había constancia alguna de la familia de la doncella, pero fui porque Henri me dijo que Béatrice había dejado algo en ese pueblo que demostraría la verdad sobre su amor por su hija. Encontramos un dibujo; una serie de estudios, de hecho, con sus iniciales.

Extraje mis propios bocetos de mi maletín y, por unos momentos, fui sumamente consciente de mi falta de pericia. Se los entregué en silencio.

—Eran de Béatrice de Clerval, no de Gilbert Thomas. ¿Dedujo usted eso?

Robert sostuvo mis bocetos en las manos. Era la primera vez que cogía algo que yo intentaba darle directamente.

—Junto con estos estudios también encontramos una carta. Le he traído una copia para que pueda leerla usted mismo. Henri me la ha traducido a mí también. Se la escribió Béatrice de Clerval a Olivier Vignot, y demuestra que el galerista Gilbert Thomas la chantajeó y reivindicó como propia una de las mejores obras de Béatrice. Me imagino que eso también lo dedujo usted.

Le di las páginas dobladas. Él las sujetó mirándolas fijamente. A continuación se cubrió la cara con una mano y permaneció así varios segundos, que se hicieron eternos. Cuando se destapó los ojos, me miró directamente:

—Gracias —me dijo. Yo no sabía, o no recordaba, lo agradable que era su voz, penetrante y bastante profunda, una voz que encajaba con él.

—Hay algo que, sencillamente, no logro entender. —Me quedé a su lado, consciente de que su mirada se clavaba primero en mí y luego en el boceto—. Si tenía sospechas de que Leda era una obra de Béatrice, ¿por qué quiso atacarla?

—No quise.

—Pero fue usted allí con una navaja, intencionadamente.

Robert sonrió, o casi.

—Intentaba apuñalarlo a él, no a ella. Pero tampoco estaba en mis cabales.

Entonces lo entendí: el retrato en el que Gilbert Thomas contaba sus monedas. Robert había entrado solo en la galería. Sí… y había sacado la navaja del bolsillo, abriéndola rápidamente y abalanzándose sobre el cuadro mientras, a su vez, el vigilante, que acababa de entrar, se abalanzaba sobre él. Y había rayado el marco de la escena que había colgada junto al autorretrato de Gilbert Thomas. Me pregunté qué habría pasado dentro de Robert, de su ya frágil estado, si hubiera dañado a su amada Leda. Uno de sus amores. Le puse la mano en el hombro.

—¿Y ahora lo está?

Robert estaba serio, como un hombre prestando juramento.

—Creo que lo estoy desde hace algún tiempo.

—Verá, podría volver a pasarle algo así, con o sin Béatrice. Necesitará acudir a un psiquiatra y tal vez a un terapeuta, y seguir medicándose, quizá de por vida, para estar fuera de peligro.

Él asintió. La expresión de su rostro era sincera y consciente.

—Si no se queda por la zona, le puedo recomendar otro psiquiatra. Y siempre puede llamarme. Piénselo bien antes. Lleva aquí mucho tiempo.

Robert sonrió.

—Y usted.

No pude evitar sonreír con él.

—Me gustaría volver a verlo mañana. Vendré temprano y entonces, si siente que está preparado, podrá firmar el alta. Se lo comunicaré al personal; haga hoy todas las llamadas que necesite. —Esta última parte fue la que más me costó decirle; había una persona en cuya vida no quería que él volviera a entrar.

—Me gustaría ver a mis hijos —me dijo en voz baja—. Pero les llamaré más adelante, cuando me haya establecido en algún sitio. Pronto. —Estaba de pie en medio de la habitación, con los brazos cruzados, le brillaban los ojos. Entonces me marché (me devolvió el apretón de manos con afecto, aunque un tanto ausente) para atender a mis otras obligaciones.

Como aún tenía el horario parisino, a la mañana siguiente conseguí llegar muy pronto a Goldengrove. Robert debía de estar pendiente de mí, porque apareció en la puerta de mi despacho mientras yo me estaba organizando el día. Ya se había duchado y afeitado, iba elegantemente vestido con la ropa que le había visto puesta la primera vez, y el pelo mojado le brillaba. Parecía un hombre que hubiera despertado tras pasar cien años dormido. Por lo visto, el personal le había proporcionado unas cuantas bolsas grandes para meter sus pertenencias, que había amontonado en el vestíbulo. Todavía podía sentir los brazos de Mary rodeando mi cuello, ver el anillo en su mano mientras dormía. Robert no le había llamado, y ahora no me cabía ninguna duda de que ella no quería que lo hiciera. Naturalmente, también tendría que decidir si informar o no a Kate de su alta.

Robert sonrió.

—Estoy listo.

—¿Seguro? —le pregunté.

—Si las cosas se tuercen, le llamaré.

—Antes de que se tuerzan. —Le di mis números de teléfono y los papeles.

—De acuerdo. —Robert cogió los impresos y los repasó, firmó sin titubeos y me devolvió el bolígrafo.

—¿Necesita que lo lleve a algún sitio? ¿O le pido un taxi?

—No. Primero me gustaría andar un poco. —Se quedó en el umbral de la puerta de mi despacho; era altísimo.

—¿Sabe que me he saltado todas las malditas reglas por usted? —Quería que él lo supiera o, quizá, simplemente decirlo en voz alta.

Él se rió de verdad.

—Lo sé.

Nos quedamos mirando el uno al otro, y entonces Robert me rodeó con sus brazos y me abrazó durante unos instantes. Yo nunca había tenido un hermano o un padre lo bastante corpulento para aplastarme, ni un amigo de este tamaño.

—Gracias por las molestias que se ha tomado —dijo.

«Gracias por existir», tuve ganas de decirle, pero no lo hice. Más bien «gracias por haber cambiado mi vida».

Dejé que se marchara solo, aunque me habría gustado acompañarlo fuera, oler la temprana mañana que de nuevo le pertenecía, los árboles en flor del viejo camino que arrancaba del edificio. Atravesó a grandes zanjadas el vestíbulo directamente hacia la puerta principal, y vi cómo la abría y salía, cogía sus bolsas y la cerraba a sus espaldas.

En lugar de acompañarlo me fui a su habitación. Estaba vacía, aparte de su material de pintura, que había amontonado con esmero en un estante. El caballete estaba montado en medio de la habitación, y en éste había un lienzo acabado de una Béatrice que no sonreía, pero que estaba radiante. Sería para Mary, y descubrí que no me importaba la idea de darlo. El resto de cuadros se los había llevado Robert.

Ahora sé que aquel día acerté. Robert se iría a algún sitio nuevo y pintaría: paisajes, bodegones, a personas vivas con sus peculiaridades y su atractivo, con la posibilidad de envejecer; obras que más que nunca embellecerían colecciones y serían colgadas en los museos. Evidentemente, no pude llegar a prever que su encumbramiento a un reconocimiento duradero sería la única noticia que quizá tendría jamás de él, y la única que necesitaba. Seguiría de cerca los cuadros que pintara de sus hijos a medida que fueran creciendo, de las nuevas mujeres que formaran parte de su vida, de las desconocidas praderas y playas en las que montara su caballete. Robert tenía razón; me había tomado ciertas molestias, aunque no enteramente por él. A cambio, me había quedado con algo para mí: aquellos largos minutos en París, delante de un cuadro que el mundo quizá no vería nunca. He tenido grandes recompensas y alegrías, pero las pequeñas son tan dulces como las demás.

1895

Es casi de noche. Ahora la luz se desvanece resignada; las oscuras ramas se funden unas con otras y con el cielo cada vez más negro. Me lo imagino recogiendo sus cosas, rascando su paleta. Está limpiando los pinceles próximo al farol cuando ella pasa de nuevo por delante, esta vez cerca de sus ventanas, volviendo a paso apresurado de su recado. Él no puede distinguir bien el rostro que hay dentro de la capucha; ella debe de estar mirando hacia el suelo, hacia el hielo, los charcos en proceso de congelación, los parches de nieve y barro. Entonces levanta la vista y él ve que sus ojos son oscuros, tal como esperaba; repara en su brillo. No es una cara joven pese a la agilidad de su cuerpo, pero de la que sí podría haberse enamorado, de haber tenido un corazón más joven, es una cara que incluso ahora le gustaría pintar. La mirada de la mujer capta la luz de la ventana y vuelve a agachar la cabeza, avanzando cuidadosamente con unos zapatos demasiado buenos para este camino trillado. Él se fija en que sus manos cuelgan vacías a los lados de su cuerpo, como si se hubiera desprendido de lo que sea que acunaran: un regalo, comida para un anciano enfermo, ropa para que zurza la costurera de la aldea, supone él, o incluso un bebé. No; la noche es demasiado fría para salir con un bebé.

Él no conoce esta aldea tan bien como la suya; Moret-sur-Loing, donde morirá dentro de aproximadamente cuatro años, queda hacia el oeste. Un final del que ya es consciente. El dolor de su garganta bien tapada no basta para atenuar su curiosidad y abre la puerta con suavidad, siguiéndola a ella con la vista. Un carruaje espera casi al final del camino, delante de la iglesia; los caballos son magníficos, los faroles están encendidos y cuelgan en la parte superior del vehículo. Él puede ver el vaivén de su oscura y suntuosa falda cuando sube; ella cierra la puerta con una mano negra enguantada, como si tratase de impedir que el chófer tuviese que bajar retrasándolos más. Los caballos tiran, su quimérico aliento es visible en el aire; el carruaje avanza chirriando.

Entonces desaparecen; la aldea se hunde en la noche y, como es habitual a esta hora, reina en ella el silencio. Él cierra la puerta con llave y llama a su criado, que está en el cuarto de la parte posterior de la casa, para que le prepare un poco de cena. Mañana debe volver a casa junto a su mujer, y a su estudio, que lo esperan justo río arriba, y enviarle una nota al amigo que tan amablemente le presta este lugar cada invierno. Un corto trayecto de regreso por la mañana, y luego a seguir pintando durante todo el tiempo que le quede de vida. Entretanto, el fuego ha empezado a arrojar sombras por la habitación y en el fogón el agua hierve. Examina el paisaje que ha hecho por la tarde; los árboles están bastante bien y la extraña silueta de la mujer da un toque de distinción al camino rural, le da cierto misterio. Ha añadido su nombre y dos números en la esquina inferior izquierda. Suficiente por ahora, aunque mañana retocará la ropa de la mujer y corregirá la luz de esas ventanas de la casa más lejana, la del final del camino, donde el viejo Renard está remendando las guarniciones de las caballerías. La pintura ya se está fijando en su nuevo trabajo. Dentro de seis meses estará seco. Lo colgará en su estudio; y alguna mañana soleada lo descolgará, y lo enviará a París.

 

Notas

[1]
En los Estados Unidos, antes de ingresar en la facultad de Medicina, los alumnos deben completar una diplomatura de cuatro años y pasar el Medical College Admission Test. (N. de la T.)

[2]
Red clandestina organizada en el siglo XIX en los Estados Unidos para ayudar a los esclavos afroamericanos que se escapaban de las plantaciones. (N. de la T.)

Agradecimientos

Gracias.

A Amy Williams, extraordinaria agente y amiga; a Reagan Arthur, querido editor y amigo, a Michael Pietsch, quien depuró este libro con su destreza, y a otros muchos admirados colegas de Little, Brown and Company.

Mi agradecimiento también a Georgi H. Kostov por su maravillosa lectura y por darme la libertad de viajar y aprender; a Eleanor Johnson por su cariñosa ayuda buscando información en París y Normandía; al doctor David Johnson por su fe en este proyecto y por los días de descanso en Auvergne; a Jessica Honigberg por enseñarme cómo son la mente y las manos de un pintor; a la doctora Victoria Johnson por haber reavivado mi amor por Francia; a mi tío holandés, Paul Howard Johnson, por su inagotable apoyo y aliento durante más de cuatro décadas; a Laura E. Wolfson, compañera de aventuras literarias, por su lectura del libro y por nuestros treinta años de visitas a museos; a Nicholas Delbanco, mi querido mentor, por leer el libro y por nuestras conversaciones sobre Monet y Sisley; a Julian Popov, novelista colega, por sus críticas: ?????????; a Janet Shaw por su lectura y por cobijarme bajo sus alas desde hace años; al doctor Richard T. Arndt por su ayuda con todo lo francés: merci mille fois; a Heather Ewing por su lectura del libro y su hospitalidad en Manhattan; a Jeremiah Chamberlin, por su valiente ayuda con las revisiones y por meter la tijera durante el proceso; a Karen Outen, Travis Holland, Natalie Bakopoulos, Mike Hinken, Paul Barron, Raymond McDaniel, Alex Miller, Josip Novakovich, Keith Taylor, Teodora Dimova y Emil Andreev por sus lecturas e infinita camaredería dentro de la profesión; a Peter Matthiessen, Eileen Pollack, Peter Ho Davies y otros, por su excepcional tutela; a Kate Dwyer, Myron Gauger, Lee Lancaster, John O’Brien e Ilya Pérdigo Kerrigan por diversos fragmentos; a Iván Mozo y Larisa Curiel por su hospitalidad en México y consejos sobre escenarios de Acapulco; a Joel Honigberg por sus reflexiones sobre los impresionistas, que sirvieron para dar chispa a esta historia; a Antonia Hodgson, Chandler Gordon, Vania Tomova, Svetlozar Zhelev y Milena Deleva por su entrañable amistad, publicación, traducción, relatos artísticos y camaradería literaria; al Programa Hopwood de la Universidad de Michigan, al Ann Arbor Book Festival, al Apollonia Festival of Arts de Bulgaria, al Programa de Creatividad Literaria de la Universidad de Carolina del Norte, en Wilmington, y a la Universidad Americana de Bulgaria por ser la sede de lecturas públicas de pasajes de esta obra; a Rick Weaver por permitirme presenciar su clase de pintura en la Art League de Alejandría; al doctor Toma Tomov por su información sobre la profesión psiquiátrica, a la doctora Mónica Starkman por lo mismo y por su inestimable ayuda en la edición de este libro; al doctor John Merriman, a la doctora Michèle Hanoosh y la doctora Catherine Ibbett por ayudarme con la historia y orígenes de Francia; a Anna K. Reimann, Elizabeth Sheldon y Alice Daniel por todo su apoyo moral; a Guy Livingston por sus veinticinco años de fraternidad en las artes; a Charles E. Waddell por su excelente sugerencia; a la doctora Mary Anderson por sus sabios consejos; a Andrea Renzenbrink, Willow Arlen, Frances Dahl, Kristy Garvey, Emily Rolka, y Julio y Diana Szabo por su extraordinaria ayuda en el funcionamiento de mi casa en diversos períodos durante el proceso de escritura de este libro; a Anthony Lord, la doctora Virginia McKinley, Mary Parker, Josephine Schaeffer y Eleanor Waddell Stephens por sus fantásticas introducciones al país y lengua franceses. A otros familiares, amigos, estudiantes e instituciones cuya enumeración no sé siquiera por dónde empezar.

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