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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (6 page)

—¿Quién os salvó, Zaydeh?

—Esperando también en la frontera había dos hermosas muchachas
Yiddish
. Shayneh maydlach. Y al otro lado de la frontera, dos soldados alemanes de caras coloradas. Las maydlach se acercaron a los soldados, les cuchichearon algo y rieron con ellos. Y ellos levantaron la barrera para dejar pasar a las muchachas. Y, luego, todos nosotros, judíos, polacos, alemanes, rusos, bohemios y rumanos, tu abuela con su abultado vientre y yo, todos juntos, como las manadas de reses que se ven en las películas, nos pusimos en marcha y cruzamos la barrera hasta encontrarnos al otro lado de la frontera; luego, nos quedamos mezclados con la multitud que había en la estación hasta quedar libres de los soldados. Y, al poco rato, llegó un tren, subimos a él y se puso en marcha.

Michael se revolvía, porque aún faltaba la parte mejor de la historia.

—¿Y por qué les abrieron los soldados la barrera a las muchachas, Zaydeh?

—Porque les prometieron algo a los soldados.

Las glándulas de su boca empezaron a fabricar saliva.

—¿Qué? ¿Qué les prometieron a los soldados?

—Les prometieron algo dulce y cálido. Algo que los soldados deseaban mucho.

—¿Qué era Zaydeh?

El vientre y el pecho de su abuelo empezaban a temblar. La primera vez que le había contado la historia, Michael había hecho la misma pregunta, y, buscando desesperadamente una contestación conveniente para el niño, había dado exactamente con la adecuada.

—Confites. ¡Como esto!

En su bolsillo llevaba siempre una arrugada bolsita de papel oscuro, y en la bolsa, inevitablemente, había jengibre azucarado. La ardiente raíz estaba cubierta por una capa de azúcar. Mientras uno chupaba el azúcar, era dulce, pero después era tan fuerte que hacía lagrimear los ojos. A Michael le gustaba tanto como a su abuelo, pero siempre que comía demasiado lo pasaba mal a la mañana siguiente, quemándole de tal manera el tush cuando iba al cuarto de baño que se sentaba allí y lloraba en silencio, temeroso de que le oyera su madre y prohibiera al Zaydeh darle más jengibre.

Mientras comía el jengibre en la tienda, pedía otra historia.

—Cuéntame lo que sucedió después del tren, Zaydeh.

E Isaac le contaba cómo el tren les había llevado solamente hasta Mannheim, donde de nuevo habían estado esperando, bajo el cálido sol de primavera. El patio de la estación daba sobre el río Rin. Isaac había entablado conversación con un barquero holandés que, con su vigorosa y corpulenta mujer, estaba cargando su embarcación con sacos de carbón. El barquero había rechazado la petición de Isaac de pagarle un pasaje para los dos río abajo. Itta, sentada en un tronco de árbol próximo, con las faldas arrastrando por el arenoso fango, se había puesto a llorar. La mujer del barquero había mirado el hinchado vientre de la judía y a su pálido rostro. Había hablado ásperamente a su marido, y éste, aunque con expresión de fastidio en sus ojos y un silencioso movimiento de su dedo pulgar ennegrecido por el carbón, les había indicado que subiesen a bordo.

Era para ellos una forma extraña de viajar, pero descubrieron que era buena. A pesar del cargamento de carbón, los camarotes eran limpios. El humor del barquero cambió en cuanto vio que Isaac estaba dispuesto a trabajar, además de pagar su pasaje. Los días eran soleados, y el río se deslizaba verdoso y limpio. Isaac veía retornar el color a las mejillas de Itta.

Por la mañana, solía ponerse en la cubierta bañada por el rocío, Junto a los sacos de carbón, con su
Tal lit
en torno a los hombros y sus
Filacterias
: sobre la frente y el brazo desnudo, cantando suavemente, mientras el barco pasaba en silencio ante grandes castillos de piedra que alzaban sus torres hacia el blanco azulado firmamento, ante casas de pan de jengibre, en donde dormían los alemanes, ante pueblos y riscos y ondulados pastizales. La cuarta mañana, después de recitadas las oraciones, levantó la mirada y vio al holandés que, apoyado en la barandilla, le estaba contemplando. El hombre sonrió respetuosamente y llenó su pipa. Después de aquello, Isaac se sintió en la embarcación como en su propio hogar.

Desaparecieron los castillos del Rin medio. Cuando llegaron a Bingen, Isaac trabajó como un marinero, obedeciendo las órdenes que le gritaba el patrón, mientras la embarcación navegaba a toda velocidad a través de los rápidos. Luego, el río se convirtió en un perezoso arroyo, y durante dos días avanzaron lentamente. Al noveno día, el Rin torció al oeste, entrando en los Países Bajos. Enseguida, el río se convirtió en el Waal. Dos días después, llegaron a Rotterdam. El barquero y su mujer les acompañaron a los muelles donde atracaban los vapores transatlánticos. El aduanero holandés miró fijamente al joven emigrante cuando vio la edad —cincuenta y tres años— que figuraba en el pasaporte. Luego, se encogió de hombros y estampó rápidamente el sello. Itta lloró cuando se alejó el matrimonio holandés. «Eran como judíos», decía el Zaydeh de Michael cada vez que refería la historia.

A menos que entrara un cliente en la tienda, Isaac contaba después a Michael la historia del nacimiento de su padre en alta mar, durante una violenta tempestad en el Atlántico, con olas «tan altas como el edificio Chrysler», y cómo el médico del buque había elegido aquella noche para emborracharse, por lo que su tembloroso abuelo sacó el niño del cuerpo de Itta con sus propias manos.

La entrada de un cliente durante el relato de una de las historias era una catástrofe, pero si el comprador era italiano o irlandés y estaban cerca del final, Isaac dejaba que esperase y terminaba la narración. El barrio de Borough Park, de Brooklyn, era predominantemente judío, pero había bloques enteros de casas habitados por irlandeses y bloques enteros habitados por italianos. Su bloque judío estaba situado entre dos de estos bloques cristianos. Había un mercado regido por un hombre llamado Brady en el bloque irlandés, y una abacería de un tal Alfano en el bloque italiano, y, casi siempre, cada grupo étnico se abastecía con su propio proveedor. A veces, sin embargo, una de las tiendas carecía de algún artículo, por lo que el cliente se veía obligado a dirigirse a alguna de las otras dos, donde era recibido cortésmente pero sin cordialidad por un propietario que sabía se trataba de un comprador esporádico, inducido por la necesidad.

El abuelo de Michael había comprado su tienda de Borough Park después de la muerte de Itta, cuando el niño tenía tres años de edad. Con anterioridad, Isaac había poseído otra pequeña tiendecita en el barrio de Williamsburg, de Brooklyn, donde se habían establecido él y su mujer a su llegada a Estados Unidos. El bloque de Williamsburg en que habían vivido era un barrio pobre infestado de cucarachas, pero era tan ortodoxo como cualquier gueto europeo, y probablemente ésa era la razón de que le gustase y no quisiera abandonarlo. Mas, para el padre de Michael, la idea de que su anciano progenitor viviese solo y falto de cuidados resultaba intolerable. A ruego de Abe Rivkind, Isaac vendió su tienda le Williamsburg y se fue a vivir a Borough Park con la familia de su hijo. Llevó consigo sus libros de oración, cuatro botellas de whisky, un colchón de plumas que Itta había hecho con sus propias manos y la amplia cama que había sido su primera adquisición en América y en cuyas relucientes superficies convenció a sus nietos de que podían ver reflejadas sus almas si se hallaban libres de pecado.

Isaac podía haberse retirado en aquel momento, ya que Abe Rivkind estaba obteniendo buenos ingresos como modesto fabricante de corsés y fajas para señoras. Pero quería comprarse él mismo su whisky, y su hijo y su nuera cedieron ante la fiereza de su mirada. Adquirió la pequeña tienda a la vuelta de la esquina de su apartamento de Borough Park.

Para Dorothy Rivkind debió de ser un día aciago aquel en que su suegro se trasladó a su casa. Era ella una mujer rolliza, rubia oxigenada, de plácidos ojos. En teoría, gobernaba un hogar puro, sin servir nunca cerdo ni criaturas del mar carentes de escamas, pero su conciencia no le quitaba jamás el sueño por las noches si, después de cenar, deslizaba un plato de carne entre la porcelana del aparador. Isaac, por el contrario, era un hombre para quien la ley era la ley. Bajo los mostradores de su tienda guardaba un montón de manoseados y anotados comentarios, y observaba los estatutos religiosos igual que respiraba, dormía, veía y oía. Las infracciones de su nuera le llenaron al principio de horror y, luego, de ira. No se veía libre ningún miembro de la familia. Los vecinos se acostumbraron al sonido de su voz, tronando en justiciero e indignado
Yiddish
. El día en que se trasladó a casa de la familia, Michael y su hermana acudieron a la mesa, sobre la que había un asado de vaca, llevando unos trozos de pan con manteca que el hambre les había sugerido que se preparasen en la cocina.

—¡Goyzm! —gritó el abuelo—. ¿Traéis manteca a una mesa pura? —se volvió a la madre, que se había puesto pálida—. ¿Qué clase de niños estás educando?

—Ruth, coge el pan con manteca de Michael y tíralo —dijo Dorothy, sin alterarse.

Pero Michael era un niño, y le gustaba lo que estaba comiendo. Se resistió cuando su hermana intentó quitarle el pan, y un trozo le manteca cayó sobre el plato que había en la mesa. Era un plato de carne, y los nuevos rugidos de su abuelo hicieron salir corriendo a los dos chiquillos hacia su cuarto. Se apretujaron asustados uno contra otro y escucharon fascinados la magnificencia del furor de su abuelo.

En la casa Rivkind, el suceso trazó la norma de vida con el Zaydeh. Cada día pasaba el mayor número de horas posible en la tienda. Haciendo caso omiso de las protestas de Dorothy, se preparaba su propia comida en un pequeño hornillo eléctrico que tenía en la trastienda. Cuando por la noche regresaba al apartamento, sus ojos de halcón les sorprendían en pequeñas transgresiones rituales, y el grito de águila, airado y fiero, destruía la paz de su hogar.

El sabía que les hacía desdichados, y ello le entristecía. Michael se daba cuenta de eso, porque era el único amigo de su abuelo. Varias semanas después de que fuera a vivir con ellos, Michael miraba todavía atemorizado al barbudo anciano. Y, una noche, cuando todos dormían y a Isaac le resultaba imposible conciliar el sueño, entró en el cuarto de su nieto para asegurarse de que el niño estaba bien tapado. Michael se encontraba despierto. Cuando Isaac lo vio, se sentó en el borde de la cama y le acarició la cabeza con una mano encallecida por los largos años de transportar cestos de latas de conservas y sacos de verduras.

—¿Has hablado con Dios esta noche? —susurró roncamente.

Michael no había rezado, pero, comprendiendo que ello complacería a su abuelo, asintió desvergonzadamente, y cuando Isaac le besó los dedos, notó que los labios del anciano sonreían. Con el dedo pulgar y el nudillo del índice, Isaac pellizcó la juvenil mejilla.

—Dos is gut —dijo—. Habla con Él a menudo.

Antes de volver a cruzar la silenciosa casa en dirección a su habitación, metió la mano en el bolsillo de su descolorida bata de franela. Se oyó un crujido de papel, y, luego, los ásperos dedos acercaron el trozo de jengibre a los jóvenes labios. Michael se durmió, lleno de felicidad. El lazo entre Michael y su Zaydeh se hizo más fuerte a primeros de otoño, cuando los días empezaron a acortarse y fue aproximándose la fiesta de
Sukkot
. Todos los otoños durante sus cuatro años de estancia con los Rivkind, el Zaydeh construía en el diminuto patio trasero una sukká, o cabaña ceremonial. La sukká era una pequeña casa de planchas de madera cubiertas con ramas y gavillas. Su construcción constituía un duro trabajo para un anciano, especialmente si se tiene en cuenta que no abundaban en Brooklyn los hierbales, maizales y árboles. A veces, tenía que ir hasta Jersey en busca de materiales, y se pasó varias semanas insistiéndole a Abe, hasta que fue llevado por fin al campo en el Chevrolet de la familia.

—¿Por qué se molesta? —le preguntó Dorothy una vez al llevarle un vaso de té al lugar en que él se esforzaba y sudaba para levantar la cabaña—. ¿Por qué trabaja tanto?

—Para celebrar la cosecha.

—Pero, por amor de Dios, ¿Qué cosecha? No somos campesinos. Usted vende latas de conserva. Su hijo hace corsés para señoras de trasero grande. ¿Quién tiene una cosecha?

Él miró compasivamente a aquella mujer, que su hijo le había dado como hija.

—Durante miles de años, desde que los judíos salieron del desierto, en guetos y en palacios han observado el
Sukkot
. No es preciso cultivar berzas para tener una cosecha. —Con su manaza cogió a Michael por la nuca y le empujó hacia su madre—. Aquí está tu cosecha.

Ella no comprendió. Para entonces el Zaydeh llevaba viviendo con ellos el tiempo suficiente como para no esperar comprensión por su parte. Pero si su madre no se alegraba por la sukká, Michael se sentía lleno de emoción. El Zaydeh tomaba sus comidas entre sus embardadas paredes y, cuando el tiempo lo permitía, dormía también allí, en un catre plegable colocado sobre el sucio suelo. Aquel primer año, Michael les rogó tanto a sus padres, que éstos cedieron y le dejaron que fuera a dormir con su abuelo. Era el veranillo de san Martín, una época de días cálidos y noches frescas, y durmieron bajo un grueso edredón de plumas que el Zaydeh se había traído de Williamsburg.

Años más tarde, cuando Michael durmió por primera vez en las montañas al aire libre, recordó vívidamente la imagen de aquella noche. Rememoró el sonido del viento susurrando entre las cañas de maíz del tejado de la sukká, los dibujos que trazaba la luz de la luna al atravesar el entramado de ramas y proyectar sus sombras sobre el sucio suelo. Y, de forma incongruente, pero en cierto modo bella, los ruidos del tráfico, amortiguados y fantásticos, llegaban hasta el patio trasero desde la 13ª. Avenida, a dos manzanas de distancia.

Fue la única noche que pasaron así, un anciano desdichado y un maravilloso chiquillo apretujándose juntos para defenderse del frió aire de la noche y simulando encontrarse en otro mundo Intentaron dormir fuera otra vez durante aquel
Sukkot
, pero llovía. Y todos los demás años, hasta que se marchó su Zaydeh, su madre decidió que hacia demasiado frío.

Era inevitable que Isaac se marchara. Pero cuando sucedió, su nieto fue incapaz de comprenderlo. La gota final fue un niño italiano de nueve años llamado Joseph Morello. Estaba en el quinto grado, con Ruthie, y ésta estaba enamorada de él. Un día, Ruthie volvió extasiada de la escuela con la noticia de que Joey le había invitado a su fiesta de cumpleaños el sábado siguiente. Infortunadamente, se lo anunció a Michael en un momento en que el Zaydeh estaba sentado a la mesa de la cocina tomando un vaso de té y leyendo el Jewish Forward. Levantó la mirada y se subió hacia la frente sus gafas de montura de acero.

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