Resultaba evidente que el joven murciano era su nuevo amante. La manera en que Abú'l–Hadjdjadj lo miraba y el nerviosismo con que esperaba su presentación no dejaban ni sombra de duda. Eso no facilitaba, ni mucho menos, la tarea de ayudarlo. El príncipe, cuando estaba borracho, podía tornarse muy mordaz con ese tipo de amistad entre hombres. Ash–Shantamari también era conocido por sus comentarios sarcásticos a ese respecto. Por otra parte, el joven parecía extraordinariamente talentoso. Abú'l–Hadjdjadj había enseñado a Ibn Ammar unos cuantos versos del muchacho, un breve panegírico dedicado a su viejo amigo y mecenas. Los primeros versos se le habían quedado a Ibn Ammar en la memoria:
Tan grande era su amor,
que sólo cabía bajo las estrellas…
Esos versos poseían un tono nuevo y propio, muy virtuoso y, al mismo tiempo, muy personal. La cuestión era si el grupo del príncipe, en su actual estado de creciente desenfreno, todavía sería capaz de apreciar esas cualidades poéticas.
El joven bebía mucho. Parecía estar tan nervioso por su actuación como su mecenas, pero Ibn Ammar dudaba que fuese sensato llamarlo a escena en ese momento.
Al–Djawahra, la cantante, acudió inesperadamente en su ayuda, librándolo de tener que decidir. La mujer afinó su laúd, tocó un par de acordes y dijo, dirigiéndose al príncipe a través de risas que ya decaían:
—Permitidme, señor, que os recite unos pocos versos de al–Mutanabbi. —Con una sonrisa burlona, añadió—: Un buen trago de vino quita el mal sabor de boca después de comer. Un buen verso hace olvidar un mal poema.
El príncipe accedió gustoso, y echó una mirada halagada al grupo. Al–Djawahra gozaba del favor principesco desde hacía ya más de un año. Era una mujer alta, más bien rellena, de cerca de treinta años, caderas amplias y un pecho imponente, rostro ancho y dueño de una belleza animal, voz profunda y plena. Poseía una vasta cultura, que superaba a la de muchos de los presentes, y un tesoro casi inagotable de versos y canciones. El príncipe se sentía orgulloso de ella, como un niño se siente orgullo de un juguete que nadie más posee, y se sentía orgulloso de los elogios que siempre desataba.
Se hizo silencio. La Djawahra estaba a punto de hacer una señal a sus músicas para que empezaran a tocar cuando, de repente, el joven de Murcia alzó la voz. Nadie estaba preparado para ello, e Ibn Ammar advirtió que hasta el propio Abú'l–Hadjdjadj se había sobresaltado. Interrumpir a la Djawahra era casi un sacrilegio.
—Una buena frase —dijo el joven poeta—. Aunque proceda de Bagdad. —Su voz era tan plena como la de la cantante, sonora e inesperadamente varonil, de una gravedad que llenó sin esfuerzo todo el salón.
La Djawahra volvió lentamente la cabeza, levantando una ceja.
—¿Qué quieres decir con eso, muchacho? —dijo la mujer con un peligroso encono en la voz—. ¿Aunque proceda de Bagdad?
La Djawahra se había educado en Bagdad, y era de los que aún consideraban que la antigua capital de los califas seguía siendo el ombligo del mundo, el centro indiscutido del arte y la cultura, y que todo lo que ocurría fuera de las murallas de Bagdad era, simplemente, provinciano.
—Quiero decir que me sorprende que una frase así pueda proceder de Bagdad, donde hoy en día ya no se puede encontrar ni buen vino, ni buenos versos —respondió el joven murciano. No estaba en absoluto borracho y, a juzgar por las apariencias, tampoco estaba nervioso. Permanecía sentado en su cojín, sonriente, sereno, pero despierto y atento hasta la punta de los dedos. Había atacado a la Djawahra adrede, y había dirigido el ataque a su flanco más débil. El príncipe se lamentaba no pocas veces de la arrogancia de la Djawahra. ¿Acaso Abú'l–Hadjdjadj había hecho al joven alguna alusión al respecto?
El rostro de la cantante era una máscara de altivo desprecio.
—¡Bah! —dijo, estirando la sílaba. Sonó como el siseo de una serpiente—. Y según tú, ¿dónde pueden encontrarse mejor vino y mejores versos?
—Aquí, en Andalucía, ¿dónde si no? —dijo sin titubear el murciano.
Silencio sepulcral. Nadie se había atrevido jamás a hablar a la Djawahra con tal franqueza. Ibn Ammar se arriesgó a echar una mirada de reojo al príncipe y le pareció descubrir una pizca de divertido desconcierto en su rostro, una cierta curiosidad por el desenlace de esa escaramuza verbal.
La Djawahra se contuvo. Se levantó en toda su grandeza y dijo con su voz más profunda:
—¿Y quién eres tú para tener la osadía de juzgar sobre el gusto de los demás?
—Soy Abd al–Djalil, de Murcia.
¿Abd al–Djalil? —La cantante trituró el nombre entre sus dientes—. Nunca lo había oído nombrar. ¿Qué Abd al–Djalil?
—Abd al–Djalil ibn Wahbun.
—¿Ibn Wahbun? ¿Qué Wahbun?
—Cuando vayas a Murcia, pregunta en el bazar. Pregunta por Wahbun, el comerciante en pieles. En Murcia lo conoce todo el mundo.
La Djawahra echó una mirada triunfante a su alrededor.
—Así pues, ¿son hijos de peleteros los que determinan el buen gusto de Andalucía?
—¿Me reprochas que no proceda de una familia noble? —replicó Ibn Wahbun, buscando pelea—. ¿Reprochas a una rosa que crezca en un arbusto espinoso?
La Djawahra paseó su mirada entre el joven y su mecenas, y dijo con aires de suficiencia:
—¿Te comparas con una rosa?
—La rosa era un regalo para ti —contestó Ibn Wahbun haciendo una elegante reverencia.
La cantante torció el gesto, como si le hubieran dado a tragar una piedra. Entre las perlas que rodeaban su cuello latía una vena furiosa. Pero luego se relajaron sus facciones, y sonrió con ojos entornados. Al–Djawahra tenía un gran corazón, y era lo bastante inteligente para darse cuenta de que esa noche era inferior a su adversario.
—Tienes la lengua rápida, hijo de peletero. Sólo espero que tus poemas broten de tus labios con la misma fluidez. Te recitaré un par de versos difíciles de superar.
Afinó el laúd y empezó a recitar los versos.
Cantaba como si no hubiera nadie más en el mundo. Su voz subía como un ave en el viento. Dejaba flotar las palabras y remarcaba cada sílaba. Su árabe era tan puro y diáfano, y ella recitaba los versos de al–Mutanabbi con tal perfección, que el poeta mismo tendría que haberse levantado de su tumba para inclinarse ante ella.
Cuando terminó, el grupo se deshizo en aplausos. El que más fuerte aplaudía era Ibn Wahbun.
La Djawahra se volvió hacia él y dijo:
—¡Si quieres componer versos así, vete a aprender a Bagdad!
—¿Qué podría hacer allí si la voz más hermosa canta en Sevilla? —respondió él, sin dejar de aplaudir.
El príncipe se inclinó hacia Ibn Ammar y dijo en voz baja:
—¿Qué opinas? ¿Le cerramos la boca como a ese chico de Yabiza?
Ibn Ammar olió el vino tinto en su aliento, vio el malicioso centelleo de sus ojos y, de reojo, vio el rostro pálido de Abú'l–Hadjdjadj dirigido hacia él, su frente impregnada de perlas de sudor, sus manos frente al pecho en un gesto de indefensa súplica. Ibn Ammar supo entonces que ya era imposible salvar al joven murciano. El príncipe quería una víctima, ya había bebido demasiado.
Sin embargo, un instante después lo embargó de improviso el deseo de llevar las cosas al extremo, de jugar el viejo juego, de sondear hasta dónde llegaba su influencia sobre el príncipe. Arriesgarlo todo por nada, por un insignificante chico talentoso de Murcia, tan desvergonzado que hasta el propio Ibn Ammar se había quedado sin habla. Dios santo, aquel joven le hacía recordar los viejos tiempos, en los que él mismo se presentaba con similar descaro: ir hasta el limite, confiando únicamente en el propio talento en la sangre fría y en la presencia de ánimo, esperando que en los momentos de máximo apuro surgiese de donde fuera la ocurrencia salvadora, para luego, en el momento preciso, acariciar los oídos de los embaucados señores con un canto de alabanza tan halagüeño que a éstos no les quedara más remedio que abrir sus bolsas de dinero. Esa también había sido divisa en sus primeros años.
—¿Por qué ahora mismo? —dijo Ibn Ammar en voz tan baja que sólo el príncipe entendió sus palabras—. ¿Por qué no escuchamos un par de poemas del chico? Tiene talento, ya lo habrás notado. Mientras más abra la boca, más nos divertirá, de una manera o de otra.
Ibn Ammar vio que el príncipe dudaba, y, en un arrebato, se puso en pie, alzó la mano para hacer callar al grupo y se volvió hacia el murciano.
—¡Levántate, Abd al–Djalil Ibn Wahbun! —dijo, señalando el escabel colocado frente al príncipe—. Ese es tu podio: Ya has oído los versos de al–Mutanabbi, que nuestro príncipe aprecia muy especialmente. Si tienes una chispa del fuego de ese poeta, sal al escenario. Si no, ahórranos tus versos y vete.
Cuando volvió a sentarse, se topó con una mirada agradecida de Abú'l–Hadjdjadj. El príncipe estaba mirando al frente con gesto forzado. No era amigo de las charlas punzantes. Su ingenio no era lo bastante rápido, y la lengua empezaba a trabársele cuando las palabras volaban con demasiada ligereza de un lado a otro. El recelo que mostraba ahora no era más que la envidia inconfesa del diletante talentoso al verdadero experto.
Ibn Wahbun hizo una reverencia y se sentó en el escabel.
—Al–Mutanabbi decía de sí mismo que él era el profeta de la poesía —empezó con inesperada humildad—. Si él hubiera sabido cuánto admiráis sus versos vos, sublime príncipe, se habría tenido por el Dios de la poesía.
Murmullo de aprobación. Ash–Shantamari soltó por entre los dientes un silbido favorable. Hasta el príncipe otra vez parecía de un humor condescendiente. Ése era exactamente el tipo de elogio que le gustaba: muy cargado, pero dicho con tanta elegancia que no resultara muy llamativo.
—¿Y a pesar de ello te atreves a presentarte con un poema propio cuando acabamos de oír los versos de al–Mutanabbi? —preguntó el príncipe desde lo alto.
Ibn Wahbun le devolvió sonriente la mirada y dijo:
—Los versos de al–Mutanabbi son tan buenos porque el califa le pagaba muy bien por ellos. La generosidad es la madre de la poesía.
La sonrisa altanera del rostro del príncipe se congeló en una mueca rígida.
Ibn Ammar intentó evitar la catástrofe.
—¿Dudas de la generosidad del que ha sembrado todo cuanto florece en Sevilla? —preguntó Ibn Ammar con aspereza.
—He venido aquí porque entre los poetas de toda Andalucía no se habla más que de esa generosidad —respondió Ibn Wahbun, impávido.
—Entonces demuéstranos que eres digno de esa generosidad —dijo Ibn Ammar, y de pronto vio en los ojos del joven un fulgor que hizo arder en su memoria una señal de alerta, aún difusa, pero visible. ¿No le había hablado alguien, en Silves, de un joven que iba recorriendo Andalucía de corte en corte, con un poema bastante desvergonzado? ¿No habían dicho que ese joven venía de Murcia?
Ibn Wahbun se enderezó en su asiento.
—No sé si atreverme —comenzó, titubeando—. Tengo un breve poemita que me parece adecuado para empezar. Pero hasta ahora siempre que lo he recitado… siempre he salido más pobre en esperanzas y más rico en malas experiencias. —Miró interrogante a su alrededor y, tras una pausa bien calculada, añadió con una tímida sonrisa, que pedía comprensión:
En Valencia me echaron de la ciudad con perros.
En Almería el propio sahib al–inzal me dio el despido.
En Murcia, donde nací, el mismísimo qa'id me mandó al destierro.
En Granada y en Toledo ni lo he intentado ni he ido.
Echó al príncipe una mirada expectante, en la que se mezclaban extrañamente humildad y descaro, y como el príncipe respondió con una benevolente inclinación de cabeza, el poeta se puso en pie y recitó su poema a voz en cuello. Empezó en el tono de un grandioso himno de homenaje:
¿Quién puede nombrar a uno que cumpla sus juramentos?
¿Dónde vale la palabra, dónde en el universo?
¿Dónde hay generosidad, dónde la mano abierta?
En viejas fábulas, sí, en un país de leyendas.
Se interrumpió de repente, esbozó una sonrisa burlona y continuó en un tono llano:
Así lo veo y me voy hartando,
y hoy como ayer creo que es falso
que cobró alguno en esta ciudad
por un poema mil mithqal.
Ibn Ammar sintió que empezaba un sudor frío. Se quedó mirando desconcertado al joven, que volvió a sentarse en el escabel con la mayor tranquilidad y secó su vaso de vino como si nada hubiera pasado. Miró a Abú'l–Hadjdjadj, que estaba cada vez más acurrucado, como si quisiera hacerse invisible. ¡Mil mithqal! El chico debía haberse vuelto loco. Sin duda alguna, era el hombre del que le habían advertido en Silves.
Miró hacia el príncipe, que estaba sentado en su cojín en una postura inusualmente rígida, con una expresión de ofendida dignidad en el rostro, vacilante aún entre irritación e inseguridad. Finalmente, Ibn Ammar reunió valor y susurró a al–Mutamid:
—El chico es un desvergonzado, pero es desvergonzadamente bueno. Y lo que Ibn Ammar había considerado imposible, ocurrió. El príncipe adelantó el mentón lentamente, como luchando contra una resistencia interior, y, sin volverse, hizo una señal al paje que estaba de pie detrás de él. Y todos vieron como el paje, con manos temblorosas, sacaba diez bolsas del arcón y las ponía a los pies de Ibn Wahbun.
El murciano no hizo ademán alguno. Esperó hasta que el paje hubo vuelto a su lugar, miró al príncipe a los ojos y dijo con voz serena:
—¡Si al–Mutanabbi dice que la generosidad es la madre de la poesía, yo digo que al–Mutamid es el padre de todos los poetas! —Se inclinó, cogió con ambas manos las diez bolsas e hizo como si quisiera incorporarse, pero se lo impidió el peso del oro, así que dejó caer las bolsas y se dirigió al príncipe con fingida desesperación—: ¡Oh, Malik, habéis cargado a un débil poeta con un regalo tan pesado que no lo puede levantar! Tened la bondad de regalarle también una bestia de carga, para que pueda llevárselo. —Sus ojos indicaban a qué bestia se refería. Todos pudieron verlo, y todos se quedaron de piedra. Era el colmo del descaro. Lo que sus ojos estaban mirando fijamente era la pesada copa de plata con incrustaciones de perla del príncipe, de la que su paje escanciaba el vino, y que tenía forma de camello.
Todos los ojos estaban dirigidos a al–Mutamid, y él parecía sentirlo, aunque no apartaba la mirada de Ibn Wahbun. No había variado su rígida postura desde que hiciera la señal al paje. Parecía como paralizado de rabia. Un instante después, sin embargo, estiró de repente el brazo, cogió la copa y la arrojó contra Ibn Wahbun, con tal furia que derribó de su asiento al murciano.