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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (3 page)

Había que partir de los cuatro elementos, de los que todo estaba compuesto: fuego, aire, agua, tierra. Luego, de los cuatro humores corporales, cuya mezcla correcta o errónea en el cuerpo humano determinaba la salud o la enfermedad: bilis amarilla, sangre, mucosidad, bilis negra. Agua y mucosidad poseían las mismas características: frialdad y humedad. Cuando el cuerpo no se nutría de agua, no podía formar mucosidad. En la proporción de la mezcla de los humores del cuerpo faltaba entonces el componente frío/húmedo, y la constitución corporal se desviaba hacia lo caliente/seco. La consecuencia: fiebre, así como merma en la segregación de saliva, mucosidades nasales y sudor, y desecación general del cuerpo. Estos eran los hechos básicos; pero no daban respuesta a la cuestión de por qué la falta de agua, que tenía como consecuencia la falta de mucosidad, conducía tan rápidamente a la muerte.

Eligió otro punto de partida para sus reflexiones. Siguió una serie de deducciones y llegó a la hipótesis de que probablemente, de entre todas las sustancias que quedaban en el cuerpo como residuos de la combustión de alimentos y del aire respirado, aquellas que normalmente eran eliminadas por las mucosidades poseían una mayor toxicidad que aquellas que eran eliminadas por los otros humores corporales a través de las heces, la orina y la sangre. Cuando, por falta de agua, no eran expulsadas mucosidades a través del sudor y la saliva, las sustancias tóxicas se quedaban dentro del cuerpo. ¿Era ésta la causa de tan rápida muerte?

Recordó a tres peregrinos de La Meca, a quienes había tratado cuando estudiaba en Bagdad, en el hospital de Sinán, junto a la Puerta Siria. Los tres habían conseguido salir con vida del desierto únicamente gracias a que habían bebido su propia orina. Esto apoyaba su tesis, pero no era una demostración.

Incluyó en sus reflexiones que los enfermos con fiebre necesitaban ingerir más líquido que los sanos, que la sed aumenta con el calor, que, por tanto, la necesidad de líquido aumenta en la medida en que la proporción de la mezcla de los humores corporales tiende hacia lo seco/caliente, lo que paradójicamente conduce a que el cuerpo, al segregar sudor, elimine aún más mucosidad, con lo cual la proporción de la mezcla empeora más todavía. Pero ¿qué efecto producía el liquido en el interior del cuerpo? ¿Qué diferencia había entre tomar líquidos calientes o fríos? ¿Necesitaban las mujeres, cuya constitución, por naturaleza, tiende más hacia lo frío/húmedo, consumir más líquido que los hombres? Y, de acuerdo con esto, ¿morían antes en caso de falta de líquido? Yunus se perdió en un laberinto de preguntas hasta que, de repente, vio dentro de la habitación, junto a la jamba de la puerta, la jarra de agua que la vieja Dada había dejado fuera. Yunus dirigió la mirada hacia el cerrojo que bloqueaba la puerta y no pudo explicarse cómo había entrado la jarra en la habitación. Se levantó contra su voluntad, dio dos pasos hacia la jarra, se detuvo, aguzó la vista, y se golpeó la frente con el pulpejo de la mano. Ya no había ninguna jarra junto a la puerta. Un espejismo. Había sido víctima de un espejismo.

Recordó que los tres peregrinos del hospital de Sinán le habían contado experiencias similares. Le habían hablado de vivísimos aguadores, beduinos que les hacían señas con los brazos y hasta caravanas enteras que habían pasado ante sus ojos y, al acercarse, habían resultado no ser mas que trozos de piedra corrientes y molientes, ni siquiera de formas especialmente llamativas. Así pues, ¿acaso la privación de agua y la falta de mucosidad afectaba al cerebro? ¿O no era tanto la carencia de lo frío/húmedo en la proporción de la mezcla de los humores corporales, como la resultante sobreabundancia de lo caliente/seco, es decir de la bilis amarilla, lo que producía estos efectos en el cerebro? ¿No escribe Galeno que la sobreabundancia de bilis amarilla produce la locura? ¿No apuntan los espejismos a una incipiente locura?

Por otra parte, los tres peregrinos, cuando estaban ya a punto de morir de sed, no habían mostrado en modo alguno los síntomas que suelen acompañar a la sobreabundancia de bilis amarilla. Ni estados coléricos, ni excitación, sino más bien depresión, total apatía, esto es, síntomas que habrían podido asociarse a una sobreabundancia de bilis negra, de 'melan khole'. Entonces, ¿era falsa la afirmación de Galeno? ¿O el error residía en sus deducciones? ¿Estaba la equivocación en la dirección de sus pensamientos, en la base misma del sistema?

Aún más preguntas. Muchas más preguntas. ¿Y qué sentido tenían todas esas preguntas? ¿Qué habría ganado si hallaba una respuesta? ¿De qué podía servirle a un peregrino que estaba a punto de morir de sed saber por qué se moría de sed? ¿No le sería mucho más necesario otro tipo de saber, un saber que le mostrara un camino a través del desierto, unos conocimientos que pudieran conducirlo a un pozo de agua?

Pensó en los días y noches que había pasado junto al lecho de dolor de su mujer. ¿De qué le habían servido todos sus conocimientos sobre la anatomía del cuerpo, sobre la naturaleza de las enfermedades, sobre los efectos de los distintos fármacos? ¿De qué le habían servido sus estudios, sus libros, su ciencia?

Cerró los ojos y se dejó caer en una desesperación que lo abrasaba aún más que la falta de agua.

A última hora de la tarde, Zacarías entró en el patio interior de la casa. Zacarías era su asistente en el consultorio, su único discípulo. Yunus siempre se había negado a aceptar discípulos. Según su propia opinión, la tendencia a dudar, muy propia de él, lo incapacitaba para ser maestro. Zacarías era la única excepción, y lo había aceptado tras largas cavilaciones. El padre de Zacarías había sido soplador de vidrio y había llegado a Almería en el mismo barco que Yunus. Tras la muerte de este hombre, Yunus aceptó a su hijo en el consultorio. Hacía ya tres años que el muchacho estaba con él, primero como ayudante, luego como aprendiz, y desde hacía poco como estudiante. Era aplicado, honesto y muy rápido de entendimiento, y se mostraba deseoso de aprender. Era odioso.

Yunus vio que hablaba con la vieja Dada en el patio interior y que luego ambos entraban en la casa. Un momento después los oyó acercarse por el madjlis, hasta la puerta de su habitación. Dada llamó a la puerta, primero con los dedos, después con el puño.

—¡Señor! —gritó la mujer—. Zacarías ha traído a un hombre con una mujer enferma. Son campesinos de al–Jarafe. Quieren verte, señor, quieren ver al hijo del tuerto.

Yunus calló, pero esta vez la anciana no se dio por vencida.

—Señor, están en el zaguán. Te están esperando desde ayer. La mujer está muy enferma. Zacarías dice que está muy enferma.

Yunus seguía sin dar respuesta; entre otras cosas, porque no podía emitir palabra con los labios secos y pegados y la lengua inflamada.

Dada sacudió la puerta.

—Señor, si no abres iré a buscar a Amin Hassán para que abra la puerta. ¡Ya has oído, Yunus! Traeré a Amin Hassán para que abra la puerta. ¡Sal, Yunus, sal! Lo que haces no es bueno. —Su voz sonaba ahora muy enérgica. Estaba realmente enojada. Sólo lo llamaba por su nombre propio cuando estaba furiosa con él.

Yunus se levantó, se acercó a la puerta y carraspeó para aclararse la garganta.

—¿Qué clase de gente son? —preguntó—. ¿Musulmanes?

—Si, hakim —contestó Zacarías.

—Entonces envíalos a Yusuf ibn Harún, el shaik. Él entiende más de la gente del campo —dijo a través de la puerta cerrada. Oyó que Zacarías se disponía a responder, pero Dada se le anticipó:

—Señor, ellos quieren verte a ti. Zacarías los ha enviado al shaik, yo los he enviado al shaik; pero ellos no quieren marcharse. Quieren ver al hijo del tuerto. Están acurrucados en el zaguán, y la cabra que han traído está cagándolo todo. ¡Así están las cosas!

—Ya lo he intentado todo, hakim —añadió Zacarías, interviniendo en la conversación—. Han pasado la noche en la mezquita de Abú Hassán. La mujer está muy débil.

Yunus ya tenía el cerrojo en la mano; pero, de pronto, se dio la vuelta. El sol se ponía ya en el horizonte, y su luz pasaba por debajo del emparrado y penetraba por las aberturas inferiores del enrejado de la ventana. Cinco rayos caían dentro de la habitación, atravesándola en diagonal hasta los pies de Yunus como cinco dedos de una mano cristalina, pintando cinco manchas luminosas en el suelo. Yunus imaginó al campesino, que habría hecho el largo y caluroso camino hasta la ciudad con su mujer enferma montada en el asno y la cabra atada a una cuerda, que habría ido de puerta en puerta preguntando por el hijo del tuerto, por el hakim. Conocía a esos campesinos desde los primeros años de su consulta. Probablemente había tenido en tratamiento a un vecino común durante quién sabía cuántos años, curándolo finalmente con la ayuda de Dios; y así se había ganado una fama inusitada en un pueblo de al–Jarafe que él ni siquiera conocía. «El hijo del tuerto», ése era un nombre que los campesinos nunca olvidaban.

Yunus quitó el cerrojo y abrió la puerta, atravesó el madjlis sin detenerse y, pasando por el patio interior, entró en el cuarto de aseo. La vieja Dada lo siguió contoneándose como una pava que hubiera reencontrado a sus polluelos. Yunus se lavó las cenizas de la cara y el pelo, bebió un poco de agua fresca en tragos cortos y cuidadosos, y se cambió de ropa. Sólo se negó a aceptar los zapatos que Dada le había llevado.

Al salir al zaguán, vio a la mujer tumbada en el suelo, envuelta en su manto, con la cabeza entre las rodillas. El hombre, que estaba de pie a su lado, parecía aún bastante joven —quizá veintitantos— y era muy alto y robusto. Recibió a Yunus con una mirada de desconfianza y se interpuso en su camino.

—Quiero a Ibn al–A'war —dijo el hombre en voz baja pero amenazadora—. ¡Nadie más que Ibn al–A'war tocará a mi mujer! —Por lo visto había imaginado que el hijo del tuerto sería un hombre mayor.

Yunus respiró hondo; pero la vieja Dada lo apartó con un brazo, se colocó ante los campesinos y anunció con un gesto grandilocuente y la voz de un orador:

—¡Éste es Yunus ibn Ismail ibn Yunus al–A'war, el honorable, el bendito tabib, el hakim, a quien Dios ha revelado los misterios de la ciencia y a cuyas manos ha concedido la fuerza curadora!

Poco faltaba para que la mujer empezara a añadir los nombres y títulos honoríficos de todos los otros antepasados hasta la séptima generación, pero el campesino se había quedado tan impresionado que se hizo a un lado.

Yunus echó fuera a Zacarías y se puso a examinar a la mujer con la ayuda de Dada.

2
SABUGAL

JUEVES 7 DE AGOSTO, 1063

9 DE ELUL, 4823 / 9 DE SHABÁN, 455

La cocina se encontraba en la parte interior del castillo, en una construcción pegada a la torre que servía de vivienda como un niño a las piernas de su madre. La entrada estaba a tres hombres de altura por encima del suelo: una boca tan grande como la puerta de un establo, que ahora en verano se mantenía abierta para que el calor pudiera salir. Una empinada rampa hecha con dos troncos unidos por maderos horizontales llevaba hasta allí arriba.

Para todos los hombres que servían en el castillo, tanto si eran criados como si portaban armas, regía la norma de que cada mañana, al salir del edificio de la tropa e ir a la cocina para tomar la sopa de la mañana y recibir la ración diaria de pan y tocino, o lo que fuese, debían recoger un poco de leña del montón apilado abajo y subirla a la cocina.

Esa mañana el robusto Pere llegó arriba con las manos vacías. Era evidente que no lo había hecho con intención. El campesino que traía un nuevo cargamento de leña cada semana acababa de llegar, y Pere, por cruzar unas cuantas palabras con él, se había olvidado de cargar su cuota de madera. Él habría vuelto abajo a recoger la leña, pero cuando Pere se topó de frente con el cocinero, éste estaba de muy mal humor y empezó a echar pestes: que qué se había imaginado; que si quería comer sin hacer nada a cambio, precisamente él, que era quien más comía de todos y nunca parecía hartarse, etcétera.

Después de esto, Pere ya no podía ir por la leña sin más, pues en la cocina había demasiados hombres, que lo habían escuchado todo. Se detuvo en la entrada con la cabeza gacha, los hombros redondos echados hacia adelante y los gruesos brazos caídos a los lados. Su figura se recortaba contra el cielo que brillaba fuera y parecía aún más robusta de lo que de por sí era en realidad. Se quedó un momento pensando. Casi podía verse cómo pensaba, cómo se movían los pensamientos bajo su ancha frente. Se quedó pensando un largo rato.

Entonces el asno del leñador empezó a rebuznar, y Pere, como si hubiera recibido una orden del animal, se dio media vuelta y bajó la rampa a trompicones. El asno estaba al pie de la rampa. Todavía llevaba la leña sobre el lomo y apenas se lo veía bajo el gigantesco montón de largas ramas. Pere se acuclilló a su lado, se echó la carga con asno y todo sobre la espalda, la levantó a pulso, la subió por la rampa, la metió en la cocina y la dejó en medio del foso de las cenizas, frente al fogón.

El cocinero se levantó como un pan en el horno, empezó a dar gritos y salió disparado de la cocina, en busca de alguien a quien quejarse. Pero nadie lo tomó en serio, pues el castellán estaba en Guarda y era seguro que la dueña no lo recibiría a tan tempranas horas de la mañana. Todos fueron a ver cómo el cocinero, agitando las manos desde la escalera exterior que conducía a la torre, increpaba al mozo que le prohibía la entrada, y todos rieron a carcajadas y palmearon en la espalda al robusto Pere y casi se cayeron de sus bancos cuando el asno, que seguía mirando embobado desde el fogón, se puso de pronto a rebuznar espantado por la sopa que salpicaba desde el caldero. Sólo Pere estaba sentado completamente tranquilo con su pan y su escudilla, actuando como si nada hubiera ocurrido.

Así había empezado el día. Desde el inicio, no había sido un día como los demás. No había sido un buen día. Una de las criadas dijo después que esa mañana, al llegar al castillo, había visto una corneja muerta en el antepatio. La muchacha se había santiguado y no había vuelto a pensar en ello. ¿Quién presta atención a todas las señales?

Al joven le habría gustado quedarse con los hombres en la cocina, pero tenía que llevarle el agua a la torre al señorito. Además, seguro que el ama de cría le daría un tirón de orejas, porque otra vez se había entretenido demasiado. Hacía ya un mes que el conde, el gran señor, lo había nombrado criado personal de su hijo, y desde que formaba parte de la casa tenía que observar muchas reglas. Él todavía no sabía bien cómo había ocurrido, ni si debía dar gracias a Dios por ello o no.

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