—¡Eh! —gritó el capitán cuando el hombre estuvo a veinte pasos de ellos. El hombre no pareció escucharlo. Sólo al tercer grito del capitán se dio cuenta de que lo llamaban. Levantó la cabeza y miró a Lope y al capitán con ojos vacíos. De pronto dobló el brazo izquierdo, perdió el equilibrio, resbaló de la silla y cayó a tierra blandamente por el lado derecho del caballo, golpeándose la cabeza contra el suelo. Quedó tendido con las piernas apuntando hacia la testa de su caballo.
Aún estaba con vida. Tenía los ojos abiertos y miraba fijamente a Lope y el capitán. Por su rostro ceniciento, parecía que se hubiera desangrado completamente, a pesar de que no se veía ningún agujero en su coraza. Pero un mar de espuma roja brotaba de debajo del protector del cuello.
El capitán hizo una señal con la lanza y Lope se acuclilló vacilante al lado del hombre. Sabía qué tenía que hacer, pero algo lo impulsaba a retroceder espantado: el hombre, aún vivo, mantenía los ojos fijos en él, como si quisiera defenderse con la mirada. Lope empezó a desatar la correa que unía la coraza del hombre al protector del cuello, pero el capitán le gritó:
—¡Deja eso! ¡Déjalo! ¡Sólo el caballo! —dijo saltando de su cabalgadura, y arrancó al hombre las riendas, que todavía tenía en la mano—. ¡Maldición! ¿Es que no has visto quién era aquél de allí arriba? —Se inclinó sobre el caballo y examinó la herida del brazo del animal, que sangraba copiosamente; era un corte abierto, de un palmo de largo.
Lope estaba como paralizado. De repente supo a quién se refería el capitán; lo supo, pero se negaba a creerlo.
—¿El castellán? —preguntó con voz débil.
—¡Quién si no! —gruñó el capitán—. ¡Maldito carnicero! No se da por vencido… ¡Seis semanas y todavía no se da por vencido! —Mientras decía esto, había empezado a arrancar pelusas de lana de la manta de la silla de montar, para taponar con ellas la herida del caballo—. ¿Por qué crees que ha dejado escapar a este hombre? Sabía muy bien que éste ya estaba liquidado. Cuando termine con el pueblo enviará a unos cuantos hombres por él. ¡Quiera Dios que ya estemos lo bastante lejos cuando eso ocurra!
El capitán pidió a Lope que le alcanzara las riendas de su yegua y apartó a ambos animales del camino, internándose entre los árboles.
—¡Borra las huellas! —gritó a Lope por encima del hombro.
El hombre los siguió con la mirada. Todavía quedaba un resto de vida en él, y movía los labios como si quisiera lanzarles una maldición. Lope hizo la señal de la cruz y se dio la vuelta, pero se llevó consigo la imagen de esos ojos fijos, en los que ya brillaba la muerte.
JUEVES 29 DE RAMADÁN, 455
29 DE TISHRI, 4824 / 25 DE SEPTIEMBRE, 1063
Un pájaro cantaba ante la ventana, fuerte y sin descanso, con trinos sostenidos que siempre terminaban en un tono alto e interrogante. Aún estaba oscuro. Fuera empezaba a despuntar el alba. Había que cerrar las mosquiteras. Ibn Ammar yacía de espaldas, estirado, desnudo bajo la fresca sábana de lino, que olía a clavel. Estaba relajado, los brazos y piernas completamente laxos, los ojos entornados, escuchando los melodiosos trinos acompañados del agudo silbido final, que sonaba como una incitante señal. Hasta que, de pronto, el pájaro interrumpió su canto y echó a volar. Poco después se oyeron a lo lejos unos gritos espantosos que rompieron bruscamente la paz de la mañana.
Ibn Ammar estiró el brazo bajo la sábana y buscó a tientas con la mano, pero el otro lado de la cama estaba vacío; sólo un hálito de calor indicaba el lugar en el que había estado la muchacha. Ella había ido a la cocina, para tener listo el desayuno antes del amanecer. Seis días había pasado Ibn Ammar sin tocarla. Era sólo una criada encargada de llevar la casa. Ibn Ammar no había pensado hacerla servir también en su cama. Pero esa noche, al volver a la casa en busca de un lugar fresco tras un largo y caluroso día de ayuno en la terraza, esa noche tibia y preñada del perfume de las rosas, bajo un brillante cielo estrellado y sin luna, después de haber bebido demasiado vino muy deprisa y con el estómago vacío, el deseo de poseer a una mujer se había impuesto. Ibn Ammar había llamado a la muchacha y había encontrado bajo su buba un cuerpo delgado, firme pero flexible, y, bajo el pañuelo que le cubría la cabeza, un rostro joven y hermoso. Ella se había resistido, quedándose rígida entre sus manos, y él la había tomado bruscamente en la avidez de la borrachera. Pero más tarde, cuando la borrachera ya se había disipado, Ibn Ammar intentó borrar ese mal comienzo, y, bajo su cuidadoso abrazo, el rostro de la muchacha recuperó su dulzura. Entonces ella se había despojado del manto de temor que la envolvía y su melosa ternura había despertado los sentimientos de Ibn Ammar hasta más allá de lo conveniente, tratándose de una criada.
Ibn Ammar se sentó en la cama al verla entrar en la habitación con la bandeja del desayuno en equilibrio sobre una mano, envuelta descuidadamente en su ghilala, el cabello aún alborotado por la noche. La vio quitarse las sandalias y arrodillarse junto a su cama, una sonrisa entre avergonzada y cómplice en el rostro, el comienzo suavemente redondeado de sus pechos en la abertura de la ghilala. La muchacha intentó cubrirse al notar la mirada de Ibn Ammar, pero él no la dejó hacerlo. Con una suave presión, separó sus dedos del ribete de la ghilala, cogió firmemente a la joven, le quitó el traje deslizándolo por encima de sus hombros y la atrajo hacia sí. Sus cabellos estaban impregnados del perfume fresco y cálido del pan recién horneado.
Ibn Ammar se levantó poco antes de amanecer. Subió a la terraza y contempló sobre el amplio valle del Segura, allí donde éste se abría al mar, el disco rojo del sol, que surgía lentamente entre los vapores del alba. La muchacha estaba abajo, lavándose en el pozo del patio interior. Él la veía vagamente entre el tupido follaje de las parras que cubrían enteramente la baranda. Ella estaba desnuda y despreocupada de su desnudez. Ibn Ammar la oía tararear una melodía.
Recordó una mañana, una mañana al término de una larga fiesta en la terraza del palacio de Dimaq, en las afueras de la ciudad, cuando todos, el príncipe y los pocos hombres de confianza que aún lo rodeaban, se encontraban en ese vacilante estado en el que la cabeza, llena de bruma, vuelve a despejarse, mientras que el cuerpo empieza a adormecerse, en ese estado de clarividencia en el que los ojos y las orejas perciben colores y sonidos nunca antes percibidos, todos los sentidos se agudizan hasta lo inaudito, los pensamientos poseen una dolorosa agudeza y, al mismo tiempo, cabeza y cuerpo se colman de paz, de una paz celestial, que todo lo nubla y todo lo esclarece. Recordó una mañana así. El príncipe había mandado traer a sus djawari. Las muchachas habían salido rápidamente a la terraza, todavía sumidas en sus sueños, todavía adormiladas. Se habían agolpado alrededor de la fuente y se habían lavado los ojos. Las gotas de agua quedaron colgando de sus rostros como gotas de rocío, y la brisa matutina abolsó sus ligeros vestidos de seda, que, a la luz del sol naciente, dibujaban las siluetas de sus cuerpos esbeltos, tentadoramente hermosos. Pero la atmósfera ingrávida de esa mañana no hacía brotar ningún deseo físico. Las muchachas eran como flores, como dulces potrancas de largas piernas en un prado bañado por el sol de la mañana, tan asustadizas e inocentes que todos contenían la respiración para no destruir esa bella imagen.
Aún estábamos despiertos, cuando la noche lavé
con rocío el negro maquillaje de sus ojos
y la suave brisa de la mañana
trajo hasta nosotros el perfume del vino.
El perfume tenía cuerpo, nosotros no;
el vino era como un fuego fresco en la aurora.
Aquella mañana al–Mutadid había regalado a Ibn Ammar una muchacha, en agradecimiento por la inspiración de este poema. El príncipe nunca había sido más generoso que en esos momentos de serena ingravidez, tras una noche bebiendo en espera de la mañana.
Ibn Ammar pasó la mañana escribiendo. El comerciante en paños le había hecho tantos encargos que apenas daba abasto. A él tenía que agradecer su nuevo domicilio, donde vivía desde hacía una semana. Era una pequeña casa de campo a algo más de una hora de camino de la ciudad, al pie de las montañas, justo al lado del canal de riego que delimitaba las huertas del sur. Era un edificio de una planta con un pequeño patio interior. La esquina norte de la casa tenía la forma de una torre fortificada y era dos veces más alta que el resto de la casa. La parte inferior de esta torre estaba rodeada de un sólido muro; la superior, provista de almenas: un pequeño bastión que antiguamente debía de haber ofrecido protección contra cualquier ataque a los anteriores ocupantes de la casa. Ahora los muros estaban cubiertos de arriba abajo por parras, lo cual quitaba a la torre su aspecto marcial y hacía que pareciese la copa de un árbol que salía de la casa. También crecían parras sobre la pérgola que rodeaba la casa. Todo el edificio desaparecía casi en medio del verde. Era como una parte viva del jardín que lo enmarcaba, un jardín umbroso hecho para contemplarlo, de entre cuarenta y sesenta pasos, rodeado por un muro de la altura de un hombre, que quedaba oculto tras los rosales trepadores y los geranios. En el centro se levantaba un quiosco de construcción ligera rodeado por palmeras. Y, oculto entre arbustos y colchones de flores, un susurrante arroyo que se alimentaba, mediante una noria, del agua del canal de riego que corría tras el muro.
Según Ibn Mundhir, la casa pertenecía a un antiguo médico de la corte, quien la había hecho construir para su mujer. La mujer había muerto, y era de suponer que la casa estaba vacía desde hacía años. Ibn Ammar había podido ocuparla por un alquiler mensual de dos dinares. La casa era demasiado lujosa para ese precio; el equipamiento, que incluía mula y jardinero, demasiado completo; la muchacha, demasiado bonita para criada. Aquello era un regalo. Algún día tendría que pagar por él.
Por la tarde fue a buscarlo un mensajero del comerciante en paños. Ibn Mundhir estaba en su casa de campo, que quedaba dos millas al suroeste de allí, en medio de las montañas, en un valle transversal oculto entre boscosas laderas. El comerciante estaba allí desde el inicio del ramadán; iba a la ciudad sólo muy de vez en cuando, y se mantenía en contacto con sus negocios en Murcia y Cartagena a través de mensajeros. La casa estaba en un lugar muy bien elegido para este fin. La carretera era fácilmente accesible desde allí gracias a un camino de herradura, y Murcia estaba al alcance de la vista. Y si hacía falta tomar una decisión urgente, podía establecerse una rápida comunicación con ambos lugares mediante palomas mensajeras.
Un criado esperaba a Ibn Ammar en la puerta. Era la segunda vez que Ibn Mundhir lo recibía en esa finca. Ibn Ammar siguió al criado hacia el patio interior de la casa señorial, donde un surtidor esparcía agua pulverizada que se quedaba flotando en el aire como una fina niebla y hacía aparecer un arco iris. Cuando entraban en el emparrado que rodeaba el patio interior, en el otro extremo se abrió una puerta por la que salió una mujer vestida con una jubba azul. No llevaba velo. Sólo cuando advirtió que el hombre que se acercaba a ella era un forastero, se llevó el velo a la cara, se detuvo de golpe, dio media vuelta rápidamente y volvió a desaparecer tras la puerta. Pero Ibn Ammar ya la había reconocido, quizá precisamente porque ella se había subido el velo, pues la imagen de sus ojos en la estrecha abertura que dejaba al descubierto el litham permanecía grabada con fuego en la memoria de Ibn Ammar. Eran los ojos que una vez le habían recordado a su madre. Era la doncella que le había pedido que escribiera un verso de respuesta a una declaración de amor, frente a la mezquita principal.
El criado acompañó a Ibn Ammar hasta la sala de baños y lo dejó en manos de un mozo, quien le quitó la ropa y le entregó una futa blanca como la nieve. Ibn Ammar apenas podía ocultar su excitación. «Te vi tras las rejas de la ventana…» Así pues, su intuición no lo había engañado. La doncella era la enviada de aquella mujer que le había hablado a través de la ventana de rejas el día de la fiesta.
Ibn Ammar tomó un corto baño para quitarse el polvo del viaje, y dejó que el mozo le diera fricciones y masajes. Cuando volvió a la maslah, se encontró con que allí lo esperaba el dueño de la casa, envuelto en un brillante capote azul y con una toalla del mismo color enrollada en la cabeza de manera tal que semejaba el turbante de un erudito. Ibn Mundhir se veía descansado, fuerte, nervudo. Bajo el turbante azul destacaba su rostro moreno por el sol.
Ibn Ammar lo observó con expectante atención. Una recepción en los baños era algo nuevo. Algo había cambiado. A un insignificante katib no se lo recibe en la sala de baños.
El comerciante se echó aceite en las manos y se frotó los dedos con sumo cuidado. Esperó hasta que el hammani los hubo dejado solos, y entonces dijo con voz malhumorada y ronca:
—Te he hecho venir para transmitirte una invitación, una invitación a la fiesta del final del ayuno en la corte de Hassún ibn Tahir, el príncipe heredero. —Estaba sentado junto a la piscina, en la que metía la punta de los dedos para luego humedecerse los labios con ellos. Parecía que el ayuno le causaba un gran fastidio—. Puedes pasar la noche en mi casa y partir mañana al mediodía. Pondré a tu disposición a dos de mis hombres para que te acompañen.
Ibn Ammar se recostó cómodamente. Así que era eso. Así que eso era lo tenían pensado para él.
El príncipe heredero vivía en un palacio de verano a tres horas de viaje de Murcia, hacia el norte, en un valle transversal del Segura. Era un hombre sin ambiciones, según se decía; no sentía el menor interés por los asuntos de gobierno, y, si se hacía caso de las habladurías que corrían por la ciudad, tampoco daba la talla que era de esperar en un sucesor al trono. Pero era el primogénito del qa'id y, como tal, el designado para sucederlo. Ibn Ammar nunca lo había visto en persona.
—¿A quién tengo que agradecer la invitación? —preguntó cortésmente.
Ibn Mundhir continuaba humedeciéndose los dedos.
—Alguien se ocupó de que el príncipe heredero leyera el poema que escribiste para el príncipe Muhammad. Al parecer, quedó impresionado. Hassún ibn Tahir muestra más interés por la literatura y la poesía que su hermanastro. Si es posible, mañana deberías intentar superarte a ti mismo cuando te presentes ante él. —El comerciante echó a Ibn Ammar una breve mirada escrutadora, con el rostro liso e inexpresivo, sin dar la menor oportunidad de que se leyera en él qué era lo que realmente pensaba de Hassún ibn Tahir—. Quiero ser franco —continuó, con voz apagada—. Nos han informado de que el qa'id está muy enfermo. Los médicos no dicen nada, como de costumbre, pero parece que ya casi ninguno espera que se cure. Nadie contaba con esto. El qa'id siempre ha disfrutado de muy buena salud. Que Dios lo ampare. —Se levantó y, volviendo la espalda a Ibn Ammar, se colocó frente a la elevada ventana que daba al parque—. No tenemos mucha información sobre las intenciones del príncipe heredero. Casi no tenemos contacto con las personas que lo rodean. Al parecer son más bien hombres de dudosa reputación: astrólogos, curanderos bizantinos, literatos de segunda… A un hombre de tu talento no puede resultarle difícil ganarse su confianza.