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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (106 page)

—¿Cuántos hombres eran? —preguntó Lope—. ¿Cómo era de grande el grupo?

Karima cerró los ojos para recuperarse, y comprendió de repente que Lope pensaba salir en busca de aquellos hombres, que sólo había venido a su lecho de enferma para interrogarla. Intentó recordar a los hombres, intentó contarlos mentalmente, pero cuando llegaba a la mitad ya había olvidado por cuál había comenzado a contar.

—No lo sé exactamente —dijo desesperada—. Intentaré recordar, anotaré todo lo que me venga a la mente.

Abrió ligeramente los ojos y vio a través del velo de sus pestañas a Lope, sentado junto a ella, examinándola con expresión inmutable. Y luego vio a Lu'lu detrás de Lope. No lo había visto antes. Volvió a cerrar los ojos y oyó la voz de Lu'lu:

—Señor, el médico ha dicho que no debe hablar mucho. Se fatiga demasiado, ¿no lo veis?

Lope no contestó, pero Karima sentía que seguía a su lado. Esperó sumida en un inquietante presentimiento, como si esperara una sentencia. Escuchó que Lope contenía la respiración.

—Encontraré a esos hombres —susurró Lope, con la boca casi rozando la oreja de Karima—. Los encontraré, regresaré aquí y os llevaré a Zaragoza, si lo deseáis. Lu'lu se quedará aquí y cuidará de vos.

Ella oyó cada una de sus palabras. No advirtió que su voz sonaba tan indiferente como la voz de un desconocido, le bastaba con esa frase, que le decía que él volvería.

Luego escuchó que Lope hablaba en voz baja con Lu'lu y, un momento después, cerraba la puerta al salir. Ella se quedó tranquila, y recordó el día del entierro de su padre, en el que había llegado a casa con aquella herida sangrante en la frente y, con un martilleante dolor de cabeza, había cogido su diario para leer las anotaciones hechas en sus anteriores encuentros con Lope. Desde entonces sabía por qué Lope no había vuelto a dejarse ven. Sabía quién había arreglado aquel paseo en bote por el Guadalquivir y aquel encuentro en el río, que aún le desgarraba el corazón cada vez que lo recordaba. La hermosa muchacha al lado de Lope. La mujer de la litera. El dolor inesperadamente violento que había sentido al reconocerla.

¿Por qué, después de tantos años, seguía aquel desorden en su corazón? ¿Por qué todo aquello? ¿Por qué era la única que había sobrevivido? ¿Por que?

Lope emprendió la persecución llevando un caballo de reemplazo. Galopó al ritmo más intenso que eran capaces de soportar los caballos en un trayecto largo. Quería llegar antes del anochecer al menos al primer lugar en que había acampado la banda. Contaba con que, si el cielo estaba despejado, podría seguir el rastro en la segunda mitad de la noche, cuando saliera la luna.

Al llegar a la bifurcación que había descubierto esa mañana, Lope siguió el rastro en dirección noreste. Luego giró una vez más, cruzó el río Alagón y continuó hacia el oeste. Siguió el rastro a marcha forzada, sin pausa, y poco antes de la puesta de sol llegó a la gran carretera de Salamanca. Allí el rastro había desaparecido bajo innumerables huellas de cascos, pisadas y ruedas de carros. Lope ya sólo podía suponen que debía seguir hacia el norte.

No habían encontrado ningún campamento. Por lo visto, la banda había cabalgado toda la noche y había continuado durante el día, sin descanso. Llevaban una ventaja insalvable si no se disponía de una pista que pudiera seguirse. Lope estaba seguro de que no hacía falta buscar a la banda en Guarda. Estaba seguro de que los encontraría en las ciudades de la frontera. Debía de tratarse de un grupo abigarrado, reunido sólo para realizan ese ataque. Algún vasallo desleal del conde de Guarda debía de haber pregonado en las salvajes ciudades de la frontera la noticia de que el hijo del conde venía de camino a casa con una novia mora y una considerable dote. Probablemente se le habían unido hidalgos que en ese momento no tenían un señor a quien servir, y agradecían cualquier botín que se presentara. Algo así tenía que haber ocurrido. Lope no sabía si el ataque había sido preparado con mucha antelación, ni tampoco por qué la banda había derramado tanta sangre. Pero algún día encontraría una respuesta. Algún día encontraría a aquellos hombres.

Ahora sólo le quedaba un modo de acercárseles. Karima tenía que venir con él. Ella conocía cada detalle, lo había visto todo. Cuando cogiera al primero, podría continuar la busca él solo, hasta coger al segundo, y al tercero. Sólo necesitaba algo por dónde empezar.

La mañana siguiente emprendió el camino de regreso, y al atardecer del segundo día llegó a Alcántara. Karima ya había sido trasladada a la ciudad, y Lu'lu había ido con ella. Lope le envió un mensaje y volvió a instalarse en la taberna del suburbio.

Tres días después, la noche de luna nueva, se encontró con Lu'lu, sacó de sus alforjas el látigo, cuyo manejo le había enseñado su antiguo maestro, el capitán, y bajó al puente con el criado negro. Llevaron consigo una larga liana y una cuerda fuerte. Esperaron en la orilla opuesta hasta pasada la medianoche. Entonces regresaron por el puente, hasta estar justo encima del arco central. Debajo de ese arco colgaba la espada.

Lope se ató la cuerda alrededor del pecho y aseguró el otro extremo a la liana, que sujetó Lu'lu. Luego se deslizó por encima del pretil del puente. Era una noche oscura, en el cielo sólo brillaban las estrellas, pero había suficiente luz para lo que Lope se proponía hacen. Vio la espada frente a él, negra sobre el cielo oscuro de la noche.

La gente de la ciudad contaba una leyenda sobre esa espada. La leyenda decía que, muchos siglos atrás, Rodrigo, el rey godo de Toledo, había llegado huyendo a Alcántara. Los moros, que habían venido por mar, lo habían vencido en una violenta batalla en la costa, al sur. Su propia gente lo había traicionado; una flecha lo había herido de gravedad y había conseguido escapar con un puñado de hombres fieles. Al llegar a Alcántara, Rodrigo murió. Su cadáver fue llevado a Viseu y enterrado allí. Pero su espada fue colgada del arco más alto del puente, a una altura inalcanzable desde el río. Allí había sobrevivido a los tiempos.

Lope apuntó con el látigo y tomó impulso, de modo que el extremo de plomo del látigo se enroscó en la espada. Lope había previsto que la oxidada cadena de la que colgaba la espada se rompiera, pero tras cinco intentos en vano lo que cedió fue el gancho que sujetaba la cadena al muro. La espada quedó libre.

La espada era de acero. Podía doblarse hasta tocar la empuñadura con la punta, y la espada recuperaba su forma original en un instante, como un junco. Los filos estaban oxidados y ásperos, pero Lope estaba convencido de que un buen herrero podría devolverle el brillo. Era la espada de un rey, y sería la espada de su venganza.

Esa misma noche, Lope hizo trece nudos en el extremo de su látigo y juró solemnemente no dejar con vida ni a uno solo de los hombres que habían estado en el puente. Ni a uno solo.

48
ZARAGOZA

LUNES. 7 DE DJUMADA, 1475

3 DE OCTUBRE, 1082 / 8 DE MARJESHUÁN, 4843

Habían pasado más de trece años desde que Ibn Ammar se encontró por última vez con Abú'l–Fadl Hasdai. El hadjib del príncipe de Zaragoza era tan sólo unos años mayor que él. Ibn Ammar lo recordaba como un hombre rebosante de salud y cargado de energía, de cuya potencia la gente de la corte contaba secretamente verdaderos prodigios. Cuando volvió a verlo, tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular su sobresalto.

El hadjib se había convertido en un anciano. Aún andaba con la espalda recta y sus ojos seguían claros, pero tenía el pelo blanco y el rostro enjuto, y se movía lenta y cuidadosamente, como si padeciera fuertes dolores y se esforzara por ocultarlos a los demás. Tenía el aspecto de un hombre que ha tenido que soportar duros golpes. Tenía el aspecto de un hombre que trabajaba demasiado y dormía muy poco.

El día siguiente a la llegada de Ibn Ammar, el hadjib lo había invitado oficialmente al palacio de gobierno, ubicado en el al–Qasr. Lo había recibido formalmente en el gran salón, ante todos los notables de la ciudad, y le había concedido una audiencia privada, gesto que, tras las amargas experiencias de las últimas semanas, había llenado a Ibn Ammar de un hondo agradecimiento.

Durante el tiempo que Ibn Ammar había gobernado Sevilla, el hadjib había sido siempre un aliado fiel. Ahora, en la desgracia, demostraba ser un amigo sincero. Cuando, en los saludos, Ibn Ammar intentó observar todas las formas prescritas, el hadjib se defendió sonriendo.

—Déjalo estar, amigo. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo como para seguir con formalidades.

Entraron rápidamente en el tema. El hadjib tenía unas preguntas muy concisas sobre la situación reinante en Toledo.

—Estamos muy preocupados por lo que está ocurriendo allí.

Las noticias de Ibn Ammar no eran precisamente adecuadas para disipar esas preocupaciones. Ibn Ammar había pasado dos semanas en Toledo, donde había hablado con los cabezas de algunas grandes familias, había sido recibido por al–Qadir, el príncipe, e incluso se había reunido con el nasí de la comunidad judía. La impresión que se había llevado de sus conversaciones era descorazonadora. No había perspectivas de consenso entre la nobleza y el príncipe. Al–Qadir no poseía prácticamente ningún apoyo en la ciudad. Sus únicos apoyos eran el populacho y los mercenarios castellanos, y sólo podía moverse libremente entre el al–Qasr y el gran puente. Ya no se atrevía a ir a la mezquita los viernes. Desde el al–Qasr enviaba ataques aislados sobre las casas fortificadas de la nobleza, dejando que el populacho las saqueara.

—Está en manos de don Alfonso, el rey de León —dijo Ibn Ammar.

—Fue un error que lo dejaran huir aquella vez —respondió Abú'l–Fadl Hasdai—. Tenían que haberlo quitado de en medio. Cualquiera podía prever que se volvería hacia los españoles. No le dejaron otra elección.

—Ése es el viejo mal de Toledo —dijo Ibn Ammar—. No toleran como gobernante ni a uno de los suyos ni a un extranjero.

—En lo único en lo que siempre están de acuerdo es en que discrepan —confirmó el hadjib, contrariado—. Había tantas posibilidades, no sólo para Toledo sino para toda Andalucía… Nuestros descendientes maldecirán a quienes no supieron aprovecharlas.

Ibn Ammar creyó oír un tono pesimista en la voz de Abú'l–Fadl Hasdai, que lo asustó aún más que el mal estado de salud del hadjib. Y sabía a qué se debía ese pesimismo.

Hacia seis años, el hadjib había conquistado el reino de Denia. Tres años atrás, había vencido a al–Muzaifar, el señor de Lérida, y lo había encerrado en la fortaleza de Rueda. El reino de Zaragoza estaba en vías de alcanzar la expansión a la que aspiraba Abú'l–Fadl Hasdai desde que asumió su cargo, para lo cual había contado con el apoyo de Ibn Ammar desde que ambos acordaron dividir Andalucía en dos esferas de influencia, controladas respectivamente por Zaragoza y Sevilla.

Hacía dos años, cuando los toledanos derrocaron a su príncipe, la esperanza de que se cumpliera la primera parte del plan había brillado durante un par de felices semanas. Si las grandes familias de Toledo hubieran sido capaces de ponerse de acuerdo para reconocer al príncipe de Zaragoza como señor supremo, al señor de Valencia tampoco le habría quedado más remedio que someterse a Zaragoza, y todo el noreste andaluz hubiera quedado unido bajo un solo gobierno. Pero las contradicciones y la tozudez de la nobleza toledana lo habían echado todo a perder. Y luego las cosas habían ido a peor.

Hacía un año había muerto al–Muktadir, el viejo príncipe de Zaragoza, y en su lecho de muerte había vuelto a dividir el reino que tantos esfuerzos costara unir: había dejado Zaragoza a su hijo mayor, al–Mutamin, mientras que el hijo menor, al–Mundhir, había heredado Lérida. Debía de haber sido un trago muy amargo para Abú'l–Fadl Hasdai. Dos decisiones absurdas, tomadas la una a continuación de la otra, habían echado por tierra el trabajo de toda una vida.

—¿Hay alguna alternativa a al–Qadir, en Toledo? —preguntó en el mismo tono amargo el hadjib, que ya no se permitía cobijar más esperanzas.

—La oposición de la ciudad no tiene un líder. Sólo eso es ya de por si motivo suficiente para que fracase cualquier levantamiento —dijo Ibn Ammar—. El clan de los Hadidi está descartado. Los hijos del antiguo visir han huido a Valencia, y los pocos seguidores que aún tenían en la ciudad están siendo expulsados; se han instalado en Madrid. Al–Qadir ha mandado saquear sus casas en Toledo. Hace dos meses murió también el jefe de los Banu Mujid. Pero a la oposición no le falta sólo un líder; tampoco tiene dinero ni hombres. Las constantes correrías de las bandas castellanas, que operan en tácito acuerdo con el rey, están devastando el campo. Muchas familias nobles ya han vuelto las espaldas a Toledo. Cuando uno camina por la ciudad, se encuentra por todas partes con casas abandonadas, en las que se ha instalado la gentuza que llega huyendo de los pueblos del norte. Reina una atmósfera extraña. Por una parte, un clima de decadencia; por otra, una euforia exagerada que se expresa en fiestas desenfrenadas y grandes despilfarros. Pero lo más extraño es que, al parecer, nadie quiere reconocer el peligro. Es como si estuvieran todos ciegos. Ninguno quiere darse cuenta de que durante todo el verano, y hasta ahora, el rey de León ha mantenido un campamento militar muy cerca de la ciudad, a sólo un día y medio de viaje hacia el norte, ni de que el rey en persona ha visitado varias veces el campamento. Parece como si todos tuvieran los ojos cerrados a este hecho.

—¿No enviaron una embajada de Toledo? — preguntó Abú'l–Fadl Hasdai.

—Si, hace tres meses —respondió Ibn Ammar—. Ibn Mujid aún vivía. Y habrían entregado a don Alfonso todo el norte del reino si el rey hubiera estado dispuesto a derrocan a al–Qadir. Pero el rey ni siquiera los escuchó. Los mandó expulsar de su campamento a pedradas. Podía permitirse el lujo de rechazar la oferta, pues el norte del reino de Toledo ya está prácticamente en sus manos.

El hadjib asintió casi imperceptiblemente, y miró pensativo hacia algún punto más allá de Ibn Ammar. Ibn Ammar esperaba que le preguntara por la visita que había hecho él mismo al campamento del rey. Sin duda, Abú'l–Fadl Hasdai tenía espías cerca de don Alfonso, y estaría bien informado. El tema era espinoso, e Ibn Ammar no quería ser el primero en tocarlo; pero tampoco podía dejarlo pasar si quería tener ocasión de expresar sus verdaderos deseos.

Dos días después de su llegada a Toledo, Ibn Ammar se había puesto en camino hacia el campamento de don Alfonso. Había tomado como un buen presagio que fuera tan sorprendentemente sencillo llegar al rey. Pero, una vez allí, no lo habían dejado entrar en el campamento. Por lo visto, se le habían adelantado emisarios de Sevilla, que habían puesto al corriente de su caída a los españoles. Lo hicieron esperan un día entero a la puerta del campamento, y luego le enviaron a un subalterno, quien cogió la petición escrita en que Ibn Ammar pedía al rey una tropa de mercenarios para reconquistar Murcia, y volvió a marcharse dejando a Ibn Ammar a la puerta. Ni siquiera les había parecido necesario darle una respuesta. Había sido un terrible instante de realidad.

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