-¿Qué hacemos? -preguntó John, con su espíritu práctico privando sobre toda reflexión de índole personal.
-Trataremos de seguir sin que nos vean -contestó Khamis-, o por lo menos nos ocultaremos del paso de esas moles ambulantes.
Tal vez no nos vislumbren y si conseguimos movernos viento a favor, no nos descubrirán. Pero de cualquier manera, tenemos que ir con las armas preparadas para hacer fuego en cualquier momento. Si llegan a advertir nuestra presencia, caerán sobre nosotros.
Los fusiles fueron revisados para evitar inconvenientes de último momento, que podrían ser trágicos. Luego, saliendo del sendero para dejar paso libre a los dos colosos, los viajeros se introdujeron entre la maleza que crecía a la derecha del camino.
Cinco minutos después los mugidos habían aumentado notablemente de volumen y aparecieron claramente los monstruosos paquidermos, pertenecientes a la subespecie de los ketloa, desprovistos casi de pelambre. Avanzaban al trote, flexionando ágilmente sus patas cortas y macizas, con las pequeñas orejas erguidas y prestas a captar el menor sonido.
Se trataba de dos especímenes espléndidos, de casi cuatro metros de largo, patas cortas y fuertes, cabeza armada de un solo cuerno, capaz de producir terribles heridas. Estos animales tienen un verdadero blindaje que los protege de sus enemigos, tornándolos casi invulnerables, y su resistencia los lleva a comer cactos de largas espinas como si fueran manjares, sin que sus maxilares durísimos y su lengua córnea parezcan sufrir en lo más mínimo.
La pareja se detuvo bruscamente, mugiendo. Los expedicionarios comprendieron que estaban a punto de ser atacados.
Uno de los rinocerontes, un monstruo de piel rugosa y seca, se acercó a la maleza, resoplando.
Max Huber alzó su rifle y lo preparó.
- ¡Tire a la cabeza! -le advirtió Khamis.
Una detonación, luego otra y una tercera. Las balas penetraron a duras penas el fuerte blindaje de las bestias, pero no les hicieron daño alguno. Habían sido tres cartuchos perdidos.
Ni las detonaciones ni los impactos asustaron a los paquidermos.
Los arbustos y lianas no podían oponer una seria resistencia a la carga de aquellos monstruos. Un instante más y todo caería aplastado, reducido a fragmentos. Khamis y sus compañeros habían logrado escapar a la carga de los elefantes… ¿estaban acaso destinados a perecer bajo las formidables pezuñas de aquellos otros paquidermos? Si trataban de huir, las lianas y altos pastizales retardarían su carrera, en tanto que los dos rinocerontes, lanzados en su persecución no se detendrían ante nada, semejantes a una avalancha que arrasa con todo.
Empero, entre los árboles de la selva, se alcanzaba a divisar un baobab gigantesco, que podía ofrecer refugio ante los embates de los paquidermos. Aquello era una repetición de la escena de días pasados en el macizo de los tamarindos, que costara la vida al desdichado portugués.
¿Acaso había motivos para creer que aquello no terminaría como el lance anterior?
En realidad el baobab era mucho más grande y resistente que los tamarindos y posiblemente la carga de los rinocerontes, con ser formidable no era tan potente como la de los elefantes.
Lo malo de todo esto era que la copa se abría a veinte metros del suelo y que el tronco no ofrecía hasta allí ningún asidero capaz de permitir una ascensión.
El guía comprendió con sólo echar una mirada que resultaría imposible alcanzar las ramas; por su parte Max y John esperaban nerviosamente a que Khamis se resolviera.
En aquel momento la maleza baja se abrió para dar paso a una enorme cabeza. Un cuarto disparo retumbó en la selva. Esta vez era John quien hacía fuego, con no mucha más suerte que su amigo. La bala penetró en el dorso del rinoceronte, provocando tan sólo un fuerte gruñido de dolor, en tanto que aumentaba la furia del paquidermo.
El animal, en lugar de detenerse, aumentó la velocidad de su marcha, precipitándose hacia adelante con un salto prodigioso, en tanto que el otro rinoceronte, rozado por la bala de Khamis, se preparaba para seguirlo.
Ya no hubo tiempo de volver a cargar las armas. Era demasiado tarde para separarse y huir en distintas direcciones, procurando así desorientar a los paquidermos. Lo único que los cuatro atinaron a hacer, fue buscar refugio tras el tronco del grueso baobab, que tenía alrededor de seis metros de diámetro en su base.
Pero aquello no era una solución, pues apenas los dos rinocerontes dieran vuelta el árbol, resultaría imposible evitar el doble ataque.
-¡Diablos! -murmuró Max.
-Mejor dicho… ¡Dios! -lo corrigió John.
En efecto. Si no se producía un milagro deberían renunciar a toda posibilidad de salvación. Un choque terrible acababa de sacudir al baobab.
El primer rinoceronte, llevado por el ímpetu de su carrera, había golpeado el tronco del coloso de la selva. Su largo y afilado cuerno, clavándose medio metro en la dura madera, había quedado incrustado y pese a sus esfuerzos no podía sacarlo.
El segundo animal, viendo lo ocurrido a su compañero, se detuvo y sacudió la cabeza furiosamente.
Khamis, que se deslizara para ver lo ocurrido, gritó:
-¡Rápido! ¡Huyamos!
Los demás comprendieron sus palabras sin oírlas casi.
Sin pedir explicación alguna, Max y John arrastrando a Llanga, echaron a correr entre las altas hierbas. Ante la sorpresa de los tres, ninguno de los rinocerontes lo persiguió.
Tras correr desenfrenadamente durante cinco minutos consecutivos, a una señal del guía se detuvieron.
-¿Qué ha ocurrido?- quiso saber John apenas pudo recobrar el aliento.
- El paquidermo no pudo retirar el cuerno del tronco del árbol.
-¡Caramba!- gritó el francés -. Se repite la historia de Milón de Crotona…
- Y terminará como este héroe de los Juegos Olímpicos- agregó John Cort. Khamis, que evidentemente no se preocupaba mucho por conocer historia de la antigua Grecia, se limitó a encogerse de hombros.
- Estamos sanos y salvo- dijo-. Lástima que hayamos gastado media docena de cartuchos.
- Lo más lamentable es que esa bestia es comestible -agregó Max- Creo haber recibido informes al respecto.
- Sí, tiene carne un poco correosa, pero se come -le contestó el guía-. Pero dejaremos que ese animal…
-¡Se rompa el cuerno tratando de liberarse! -concluyó el francés.
No hubiera sido prudente regresar al baobab. Los mugidos y gruñidos de los dos rinocerontes seguían resonando bajo la cúpula vegetal.
Tras un rodeo que los volvió a llevar al sendero, el cuarteto reinició la marcha. Recién alrededor de las seis de la tarde resolvieron detenerse y acampar.
El día siguiente no aportó ninguna novedad. Las dificultades no aumentaron y otros treinta kilómetros fueron recorridos hacia el suroeste.
En cuanto al curso de agua tan anunciado por Khamis y tan ardientemente deseado por Max Huber, no aparecía.
Aquella noche, tras una cena que comenzaba a tomarse monótona, se acostaron, pero no pudieron dormir bien, pues una verdadera nube de murciélagos invadió el campamento, marchándose recién al despuntar el alba.
-¡Malditas harpías! -exclamó Max Huber, sintiéndose molesto por la mala noche pasada.
-No podemos quejarnos -le contestó el guía.
-¿Por qué?
-Es preferible tener que soportar a los murciélagos que a los mosquitos, que por suerte por ahora nos han dejado en paz.
-Lo mejor de todo será que no nos molesten ni los unos ni los otros, Khamis.
-Es que nos será imposible evitar a los mosquitos, señor Max.
-¿Por qué?
-Cuando lleguemos a la orilla de un río…
-¡Un río! ¡Tras haber pensado tanto en encontrar un río ya no lo espero!
-Pues se equivoca. Probablemente no estamos lejos de un curso de agua.
El guía hablaba con conocimiento de causa. Había advertido una modificación en la naturaleza del suelo y desde las tres de la tarde en adelante las señales que indicaban la proximidad de una cuenca líquida habían aumentado. La tierra se tornaba húmeda y pantanosa. Aquí y allá había plantas acuáticas y los cazadores derribaron varios patos silvestres de una especie que acostumbraba a pernoctar en superficies lacustres o en las costas de los ríos. Además, a medida que el sol se acercaba al cenit, el croar de las ranas aumentaba en intensidad.
-O mucho me equivoco o el país de los mosquitos no dista gran trecho de nosotros -concluyó el guía.
El resto de la etapa se realizó sobre un terreno difícil, cubierto de esas incontables fanerógamas que el clima húmedo tanto favorece. Los árboles, algo más espaciados, estaban menos ligados por lianas y enredaderas.
Max y John no podían dejar de reconocer la razón que asistía a Khamis, reconociendo los cambios que experimentaba aquella parte de la foresta, sobre todo en dirección suroeste. Empero, pese a todo, no se alcanzaba a vislumbrar ningún trazo de agua corriente.
Sin embargo, al mismo tiempo que el suelo adquiría una pendiente cada vez mayor, las hondonadas y pozos aumentaban constantemente tomando difícil el paso. Resultaba peligrosísimo caer en uno de aquellos obstáculos, llenos de agua cenagosa, en cuyo fondo pululaban las sanguijuelas y cuya superficie estaba cubierta de horribles miriápodos de cuerpo negro y peludo y patas rojizas, que parecían hechos para provocar repugnancia con sólo mirarlos.
Como compensación quedaba el regocijo que proporcionaban a los amantes de la belleza las innumerables mariposas de colores vivos y alegres, esas graciosas libélulas que eran perseguidas encarnizadamente por centenares de pequeños pájaros de la foresta.
El guía hizo observar que en los charcos abundaban no solamente las avispas, sino también las moscas tsétsé. Empero, era difícil que estos peligrosos dípteros picaran a los expedicionarios, pues sus víctimas predilectas son los caballos, bueyes y perros.
El pequeño grupo continuó su marcha hacia el sudoeste y se detuvo a las seis y media de la tarde, tras una etapa larga y fatigosa. Mientras Khamis se ocupaba en seleccionar el sitio en que pasarían la noche, Max y John cambiaban impresiones, cuando los gritos de Llanga los alarmaron. De acuerdo con su costumbre, el chico se había adelantado y estaba fuera de la vista de sus protectores. ¿Acaso había sido atacado por alguna fiera de la jungla?
John y Max corrieron en busca del chico, listos para hacer fuego con sus rifles, pero pronto se tranquilizaron.
Trepado sobre un tronco caído, extendiendo la diestra hacia adelante, el pequeño gritaba con su voz aguda:
- ¡El río! ¡El río!
Khamis se les unió y el norteamericano le dijo sencillamente:
-El curso de agua que buscábamos…
A medio kilómetro de distancia, en una amplia extensión sin árboles ni maleza, se veía una cinta plateada donde se reflejaban los rayos solares.
-Creo que conviene acampar allí --afirmó John Cort.
-Sí -asintió el guía-. Estoy seguro que este río nos llevará hasta el Ubangui.
Ya no les resultaría difícil construir una balsa y dejarse llevar por la corriente hasta el río principal.
Antes de llegar a la orilla del curso de agua debieron atravesar una extensión pantanosa de unos doscientos metros.
El crepúsculo en las regiones ecuatoriales es de corta duración, por lo que cuando los tres expedicionarios y el niño se detuvieron en la orilla del río ya era de noche y las tinieblas se habían tomado totales.
En aquel sitio los árboles estaban aislados y recién tanto río arriba como hacia el curso inferior se divisaban mayores macizos vegetales.
John Cort calculó que el curso de agua tendría unos veinte metros de ancho. Por lo tanto no era un simple arroyo, sino un río de cierta importancia, afluente principal del Ubangui, cuya corriente no era demasiado rápida.
Lo más razonable era aguardar a que amaneciera para poder estudiar bien la situación, sin arriesgarse a tomar una resolución precipitada.
Lo más importante era en aquel momento descubrir un sitio seco y abrigado donde pasar la noche. Khamis encontró una, cavidad rocosa, especie de gruta excavada en las rocas calcáreas del margen, capaz de prestar refugio a los cuatro.
Resolvieron cenar los restos fríos del antílope que asaran a mediodía.
Así no sería necesario encender fuego, que podría atraer a los enormes cocodrilos que tanto abundan en los ríos africanos. Naturalmente, una hoguera en la boca de la gruta hubiera ahuyentado a la nube de mosquitos que se acercó apenas se instalaron, pero era preferible aguantar los aguijones de chupadores de sangre a las aquellos voraces fauces de los cocodrilos.
Durante las primeras horas, John Cort montó guardia en la entrada de la caverna, mientras que sus compañeros dormían pesadamente en el interior, pese a los esfuerzos de los mosquitos por mantenerlos despiertos.
Mientras duró la vigilia del norteamericano, nada extraño ocurrió, excepto la repetición de un grito que pareció emanar de labios humanos y que modulaba aparentemente la palabra ngora, que significa madre en dialecto indígena.
El descubrimiento de la gruta fue providencial, pues aquella noche se descargó sobre la zona un fuerte aguacero, y los expedicionarios se hubieran mojado de pies a cabeza, sin medios de abrigarse o cambiar de ropas. Además, se trata de un refugio cómodo donde podrían refugiarse y pasar las noches con cierta seguridad mientras construían una balsa que los llevara río abajo.
Al amanecer comenzó a soplar un viento bastante fuerte desde el norte. El cielo se limpió con los primeros rayos del sol, y resultó evidente que el día sería radiante. Tal vez pronto Khamis y sus compañeros no tardarían en extrañar la sombra fresca de los árboles que dejaran atrás.
John Cort y Max Huber no podían ocultar su buen humor. Ese río iba a transportarlos sin fatigas a lo largo de cuatrocientos kilómetros, hasta su desembocadura en el Ubangui. Con esto un gran trecho del recorrido que debían efectuar quedaría satisfactoriamente hecho, y la parte más difícil de la aventura concluiría sin más riesgos.
Las miradas de los tres hombres paseó de norte a sur sobre el río.
Hacia arriba el curso de agua desaparecía bajo las copas de los árboles, siguiendo hasta allí casi en línea recta. Río abajo la vegetación estaba más retirada de la orilla, y el cauce trazaba una pronunciada curva hacia el sureste. Allí la jungla recuperaba su superficie anterior.