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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

El profesor (17 page)

BOOK: El profesor
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Subámosle tres puntos más. Es buen chico, y su hermano Stan está en Vietnam. Su padre tuvo la polio de chico y pasa la vida en una silla de ruedas. Ay, ponle otro punto por tener al padre en silla de ruedas y un hermano en Vietnam.

Así que ya ha llegado a los sesenta y ocho puntos. Un sesenta y ocho tiene pocas probabilidades de despertar sospechas en Albany, donde se supone que revisan estos exámenes. Es poco probable que miren todos los exámenes, con los miles que les llegan de todo el estado. Además, si hay alguna pregunta, los profesores estaremos unidos como una piña para defender nuestro sistema de calificaciones.

Vámonos a almorzar.

El señor Bibberstein, el orientador, me dijo que si tenía algún problema con algún chico se lo dijera, y él se ocuparía del caso. Me dijo que en este sistema a los profesores nuevos se les trataba como si fueran basura, o algo peor. Hay que defenderse o morir.

Nunca le hablé de ninguna dificultad con los alumnos. Corre la voz. «Sí, hombre, ese profesor nuevo, McCourt, te manda de cabeza al orientador, y éste llama al momento a tu padre, y ya sabes lo que pasa entonces.» El señor Bibberstein me dijo en broma que al parecer yo era un profesor excelente, visto que me llevaba tan bien con los chicos que nunca enviaba a ninguno a su despacho. Dijo que debía de ser por mi encanto irlandés.

—No es usted gran cosa en cuanto a físico, pero a las chicas les encanta su acento. Me lo han dicho ellas, no se moleste en negarlo.

Cuando nos declaramos en huelga con el nuevo sindicato, la Federación Unida de Profesores, el señor Bibberstein, el señor Tolfsen y la señorita Gilfillan, la profesora de Bellas Artes, atravesaron el piquete. Nosotros les gritábamos: «No paséis, no paséis», pero ellos entraron. La señorita Gilfillan iba llorando. Los profesores que atravesaron el piquete eran de más edad que los que se quedaron fuera. Tal vez fueran miembros del antiguo Sindicato de Profesores, que fue aplastado durante la caza de brujas de la era McCarthy. No querían que volvieran a perseguirlos, aunque si hacíamos huelga era principalmente para ser reconocidos como sindicato.

Sentía compasión por los profesores de más edad, y cuando hubo terminado la huelga quise decirles que lamentaba que les hubiésemos gritado de esa forma. Al menos, en nuestro piquete nadie había gritado «esquiroles» como se había hecho en otros institutos. Sin embargo, en el instituto McKee había tensión y divisiones, y yo no sabía si podía seguir siendo amigo de la gente que había atravesado el piquete. Antes de hacerme profesor me había encontrado con los piquetes del Sindicato de Trabajadores de Hoteles, con los del de Camioneros, y con los de la Asociación Internacional de Trabajadores Portuarios, y me habían despedido de un banco sólo por hablar con un sindicalista. Había advertencias, y nadie se atrevía a desoírlas. «Si atraviesas este piquete, amiguito, sabemos dónde vives. Sabemos a qué escuela van tus hijos.»

En un piquete de huelga de profesores no podíamos decir cosas así. Éramos profesionales: profesores, licenciados universitarios. Cuando terminó la huelga, en el comedor de profesores hacíamos el vacío a los esquiroles. Comían juntos, al otro lado de la sala. Al cabo de cierto tiempo dejaron de ir al comedor, y los miembros leales de la Federación Unida de Profesores nos quedamos como amos del local.

El señor Bibberstein apenas me saludaba con un gesto de la cabeza por los pasillos, y dejó de ofrecerme su ayuda con los chicos difíciles. Me llevé una sorpresa cuando un día me detuvo y me espetó con voz cortante:

—¿Qué es eso de Barbara Sadlar?

—¿Qué quiere decir?

—Ha ido a mi despacho y me ha dicho que usted la animó a que fuera a la universidad.

—Es verdad.

—¿Qué quiere decir con que es verdad?

—Quiero decir que le sugerí que fuera a la universidad.

—Le recordaré que éste es un instituto de formación profesional y técnico, no un instituto para preuniversitarios. Estos chicos aprenden oficios, hijo. No están preparados para la universidad.

Yo le dije que Barbara Sadlar era de los alumnos más brillantes de mis cinco clases. Escribía bien, leía libros, participaba en los debates de clase, y que si yo mismo, profesor con licencia, había podido ir a la universidad sin una pizca de estudios secundarios, ¿por qué no podía pensar en ello Barbara? No estaba escrito en ninguna parte que tuviera que ser esteticién, secretaria u otra cosa.

—Porque, joven, está usted metiéndoles en la cabeza unas ideas que no deben tener. Aquí intentamos ser realistas, y llega usted con sus ideas alocadas y estúpidas. Hablaré con ella para dejarle las cosas claras. Y le agradeceré a usted que se abstenga de intervenir. Limítese a enseñar Lengua Inglesa y déjeme a mí la orientación profesional.

Hizo ademán de marcharse, pero se volvió hacia mí de nuevo.

—No tendrá esto algo que ver con que Barbara es una rubia atractiva, ¿verdad?

Me dieron ganas de soltarle algo malévolo. Me vino a la cabeza la palabra «esquirol», pero guardé silencio. Se alejó de mí, y fue la última vez que nos hablamos. ¿Había sido por la huelga, o había sido en realidad por Barbara?

Dejó en mi casillero una tarjeta con una nota: «El hombre debe intentar llegar más allá, pero conviene asegurarse de que tendrá dónde asirse. No inspire sueños imposibles. Atentamente, Fergus Bibberstein».

II SEGUNDA PARTE
El asno y el cardo
9

En 1966, tras haber pasado ocho años en el McKee, había llegado el momento de cambiar. Seguía luchando por ganarme la atención de cinco clases al día, aunque ya estaba aprendiendo lo evidente: que en el aula tienes que seguir tu propio camino. Tienes que encontrarte a ti mismo. Tienes que desarrollar tu propio estilo, tus técnicas propias. Tienes que decir la verdad, o te descubrirán. «Oiga, profe, eso no es lo que dijo usted la semana pasada.» No es una cuestión de virtud ni de alta moral.

Así que, adiós, Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee. Con mi nuevo máster me voy al Colegio Universitario de Nueva York, en Brooklyn, donde un amigo, el catedrático Herbert Miller, me había ayudado a conseguir una plaza de profesor adjunto, la última categoría de docente en el sistema universitario. Impartiré cinco o seis clases cada semana, no cada día. Estaré en el cielo con tanto tiempo libre. Ganaré la mitad de sueldo que como profesor de secundaria, pero los estudiantes serán maduros, me prestarán atención y me mostrarán respeto. No tirarán cosas. No pondrán inconvenientes ni se quejarán de tener que hacer trabajos en clase y deberes. Además, me llamarán señor profesor, y eso me hará sentir importante. Impartiré dos asignaturas: Introducción a la Literatura y Redacción Elemental.

Mis estudiantes eran adultos, de menos de treinta años en su mayoría, que trabajaban en tiendas, fábricas, oficinas. Había una clase de treinta y tres bomberos que aspiraban a una titulación universitaria para ascender en el cuerpo, todos blancos, irlandeses en su mayoría.

Casi todos los demás eran negros o hispanos. Yo podría haber sido uno de ellos, trabajando de día y estudiando de noche. Como no había problemas de disciplina, tuve que ajustarme y desarrollar un modelo de enseñanza en que no tenía que decir a nadie que se sentase y guardara silencio. Si llegaban tarde, se disculpaban y se sentaban. Yo casi no sabía qué hacer cuando en las primeras clases entraban en orden, se sentaban y se ponían a esperar que les diera clase. Nadie pedía el pase para ir al baño. Nadie levantaba la mano para acusar a nadie de haberle quitado un bocadillo, un libro o el asiento. Nadie intentaba desviarme del tema preguntándome por Irlanda en general o por mi infancia desdichada en particular.

Lo que tienes que hacer es ponerte allí delante y enseñar, hombre.

—Una nota a pie de página, damas y caballeros, es lo que se escribe al pie de la página para indicar la fuente de su información. Una mano.

—¿Sí, señor Fernández?

—¿A qué se debe?

—¿A qué se debe qué?

—Quiero decir que, si estoy escribiendo sobre los Giants de Nueva York, ¿por qué no puedo decir sin más que lo he leído en el
Daily News?
¿Por qué?

—Porque, señor Fernández, se trata de un trabajo de investigación, y eso quiere decir que usted debe indicar con exactitud, con exactitud, señor Fernández, de dónde ha extraído su información.

—No sé, profesor, lo que quiero decir es que eso parece muy pesado.Yo estoy escribiendo un trabajo sobre los Giants y por qué tienen una mala temporada. Me refiero a que no me estoy preparando para ser abogado ni nada de eso.

Tomás Fernández tenía veintinueve años y trabajaba de mecánico para el ayuntamiento de Nueva York. Tenía la esperanza de que un título académico le serviría para ascender. Tenía mujer y tres hijos y, a veces, en clase, se quedaba dormido. Una vez se puso a roncar y los otros estudiantes me miraron para ver qué iba a hacer. Le toqué el hombro y le propuse que saliera a tomarse un descanso. Él dijo: «Está bien», salió del aula y aquella noche no volvió. Faltó a clase la semana siguiente, y cuando volvió dijo que no, no había estado enfermo. Se había ido a Nueva Jersey para ver un partido de fútbol americano, los Giants, ya sabe. Tenía que ver a los Giants cuando jugaban en casa. No podía perderse a sus Giants. Dijo que era una lástima que mi clase fuera los lunes, la misma noche del partido de los Giants cuando jugaban en casa.

—¿Una lástima, señor Fernández?

—Sí. Porque, ya sabe, no puedo estar en dos sitios a la vez. —Pero, señor Fernández, éste es un colegio universitario. Esta asignatura es obligatoria.

—Sí —dijo el señor Fernández—. Me hago cargo de su problema, profesor.

—¿De mi problema? ¿De mi problema, señor Fernández?

—Bueno, porque usted tendrá que hacer algo para resolver lo mío y lo de los Giants, ¿verdad?

—No es eso, señor Fernández. Se trata, simplemente, de que si no viene usted a clase, va a suspender.

Me miró fijamente como intentando entender por qué hablaba de esa manera tan rara. Nos contó a la clase y a mí que seguía a los Giants desde siempre y que no iba a abandonarlos ahora que tenían una mala temporada. Nadie lo respetaría. Su hijo de siete años lo despreciaría. Hasta su mujer, que nunca se había interesado por los Giants, le perdería el respeto.

—¿Por qué, señor Fernández?

—Eso se ve claramente, profesor. Todos los domingos y lunes que yo dedico a los Giants ella los pasa en casa, esperándome, cuidando de los chicos y todo, y hasta me perdonó la vez que no pude ir al entierro de su madre porque los Giants estaban jugando las finales, hombre. Así que si ahora yo dejara a los Giants, ella me diría: «¿Para esto he esperado y esperado tanto?». Diría que todo había sido en balde. Así es como me perdería el respeto, porque mi mujer tiene una cosa: se mantiene firme en sus opiniones, como yo me mantengo firme con los Giants, ¿me entiende usted?

Rowena, de Barbados, dijo que con esa discusión estábamos perdiendo tiempo de clase, y que por qué no se comportaba como un adulto. ¿Por qué no había elegido esa asignatura en cualquier otra noche?

—Porque las otras clases estaban completas, y oí decir que el señor McCourt era un buen tipo al que no le importaría que yo me fuera a ver un partido después de pasarme el día entero trabajando, ¿sabes?

Rowena, de Barbados, dice que no lo sabe.

—Caga o deja cagar, tío, perdone la manera de hablar. También nosotros venimos aquí después de un día de trabajo duro, y no nos ponemos a roncar en clase ni nos largamos a ver partidos. Deberíamos votar.

Todas las cabezas asintieron a la propuesta de voto. Treinta y tres dijeron que el señor Fernández debía asistir a clase, nada de Giants. El señor Fernández votó a favor de sí mismo: los Giants siempre.

Aunque esa noche retransmitían por televisión un partido de los Giants, tuvo la consideración de quedarse hasta el final de la clase. Me dio la mano y me aseguró que no me guardaba rencor, que en realidad yo era un buen tipo, pero que todos tenemos nuestras debilidades.

Freddie Bell era un joven negro elegante. Trabajaba en el departamento de ropa de caballero de los grandes almacenes Abraham and Strauss. Allí me ayudó a elegir una chaqueta, y eso nos condujo a un nivel de amistad distinto. Sí, soy alumno suyo, pero le ayudé a elegir esa chaqueta. Era aficionado a escribir con un estilo florido, usando palabras rimbombantes y rebuscadas, tomadas del diccionario general y del de sinónimos, y cuando en un trabajo le puse una nota que decía: «Sencillez, sencillez (Thoreau)», me preguntó quién era aquel Thoreau, y por qué iba a querer nadie escribir como un niño de pecho.

—Porque, Freddie, tu lector puede agradecer la claridad. Claridad, Freddie, claridad.

Él no estaba de acuerdo. Su profesor de Lengua Inglesa le había dicho que la lengua inglesa es un órgano maravilloso. ¿Por qué no sacar el máximo partido de aquel instrumento imponente? Tocar todos sus registros, por así decirlo.

—Porque, Freddie, lo que estás haciendo es falso, forzado y artificial.

No debía haber dicho eso, sobre todo delante de treinta compañeros suyos. Se le congeló el rostro, y comprendí que lo había perdido. Aquello supondría una presencia hostil en la clase durante el resto del curso, una perspectiva desconcertante para mí, que todavía me estaba abriendo camino en el mundo de los estudiantes adultos.

Contraatacó con la lengua. Sus redacciones se volvieron más complicadas y forzadas. Las notas le bajaron de sobresalientes a aprobados altos. Al final me pidió una explicación de la nota. Dijo que había enseñado sus redacciones a su antiguo profesor de Lengua Inglesa y que él, el antiguo profesor de Lengua Inglesa, no era capaz de entender cómo podían poner a Freddie menos de un sobresaliente alto. Hay que ver qué lenguaje. Hay que ver qué vocabulario. Hay que ver qué niveles de significado. Hay que ver qué estructura sintáctica: variada, sofisticada, compleja.

Estábamos en el pasillo, cara a cara. Él no cedía. Dijo que en mi clase trabajaba duro, buscando palabras nuevas para que yo no me aburriera de ver las mismas de siempre. Su antiguo profesor de Lengua Inglesa decía que no había nada peor que leer kilómetros de redacciones de estudiantes sin encontrarse jamás con un pensamiento original o algún vocablo nuevo. El antiguo profesor de Lengua Inglesa decía que el señor McCourt debería valorar el esfuerzo de Freddie y premiárselo como es debido. A Freddie había que reconocerle al menos haberse aventurado en un territorio nuevo, haber forzado los límites.

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