—Fue él –afirmó rotundamente la portera—. Estoy segura porque tiene toda la pinta de ser uno de esos suicidadores que están en el internet ese, y además me lo ha dicho la señora del segundo, que es muy de fiar, y si ella lo dice, pues será por algo, que ella no va diciendo las cosas porque sí, aunque también es verdad que le gusta mucho aparentar cuando no tiene tanto que aparentar, que si tuviera los millones que dice que tiene no estaría viviendo en nuestro barrio, que es un barrio honrado, pero humilde, no nos engañemos.
Bienvenido no pudo hacer mucho por rebatir estos testimonios: apenas pudo confundirles preguntándoles si sabrían distinguir un ruido fuerte y seco de un disparo, a lo que todos contestaron que sí, porque tampoco era plan de quedar como unos idiotas. Ni siquiera tuvo éxito con la portera, ya que apenas pudo poner en duda su calidad de tal:
—¡Protesto! –Protestó mi abogado en cuanto el fiscal la llamó a declarar—. El edificio en el que residen el acusado y su familia no tiene ni ha tenido nunca portera.
—Señoría –explicó el fiscal—, esta señora es una portera por vocación de Porteras sin Fronteras, organización sin ánimo de lucro. Esta señora tiene asignados los edificios de los números impares de la calle en cuestión y ejerce su profesión en fincas que no se lo pueden permitir.
—Se rechaza la protesta.
Los abogados quisieron aprovechar que ya llevábamos catorce horas de juicio y había terminado el desfile de los primeros testigos para pedir un receso, pero el juez Lozano no se atrevía a admitir que no sabía exactamente el significado de la palabra receso (¿descanso? ¿Pero por un rato, un día, un año? ¿O igual sirve para dar por concluido el juicio? A ver si están haciendo trampas y quieren ganar el juicio por algún tecnicismo de esos), así que dijo que de ahí no se movía nadie hasta que se consiguiera una sentencia. Eso sí, dio permiso a los alguaciles para ir vaciando los orinales y para ir llamando a la pizzería más cercana, dejando bien claro que nada de piña en la pizza, que esto es España.
Después de los vecinos, le tocó declarar al forense, que subió al estrado con cara de aburrimiento y fastidio. Se veía que estaba pensando algo similar a ya me dirás tú qué hago yo aquí, si total, ya tienen un informe que les hice de casi dos páginas, qué ganas tiene la gente de hacerme perder el tiempo.
El doctor Doctor explicó con voz arrastrada e impaciente que podía confirmar que yo estaba muerto, cosa que provocó murmullos de condena entre el público y alguna mirada despectiva por parte del jurado. También explicó que se había encontrado un agujero en mi cabeza, sangre en mi cuerpo y un remiendo de tercera en los pantalones, valoración que indignó a mi madre, porque había pagado tres euros por ese remiendo. Los murmullos se incrementaron, “está claro –se oía—, si estaba solo, se manchó de sangre y se murió, es porque se mató, no hay muchas más opciones”. El murmullo se aplacó con un “orden, orden” por parte del juez Lozano, que añadió que “ya sabemos todos que el suicida no es precisamente un presunto de cinco jotas, pero a ver si por lo menos guardamos un poco las formas”.
Bienvenido intentó contrarrestar las declaraciones del doctor con argucias retóricas, pero lo cierto es que él no estaba hecho para los juicios, sino para cobrar, como todos los abogados.
—¿No es menos cierto que...? Un segundo: si pregunto no es menos cierto, y me dicen que sí es menos cierto, es que es mentira; y si me dicen que no es menos cierto, es que es verdad... Por lo tanto, ¿qué quiero que me responda? ¿Qué sí o que no?
El forense seguía las divagaciones de Bienvenido. Por algún motivo, le hipnotizó aquella palabrería que intentaba desentrañar los misterios de una forma de hablar que no usaba nadie sin acabar con lesiones cerebrales, hasta que algo en el cerebro del forense hizo clic y de repente lo comprendió todo.
Cuando digo “todo” estoy exagerando. No comprendió por ejemplo la teoría de supercuerdas, más que nada porque ni siquiera había oído hablar de ella, ni tampoco acabó de comprender la expresión “no es menos cierto que”, —porque además, seguía Bienvenido, es que es un comparativo, eso no es menos cierto que qué otra cosa; a qué me refiero cuando pregunto si es menos que qué—, lo que comprendió o, mejor dicho, recordó, fue por qué le gustaba tanto coser y tan poco su trabajo y por qué había acabado de forense, justamente de forense.
Ocurría que él no era forense. No. Sólo creía serlo. Se había despertado un día en la morgue del hospital y un enfermero le había preguntado si se había echado una siesta, doctor. Miro una tarjetita que llevaba en la solapa de la bata y sí, era doctor, joder, pues vaya, con lo que me marea la sangre. Y a partir de entonces todo fueron autopsias y qué va a hacer uno, si no; pues lo que le toca: ir a trabajar cada mañana, asumir que a cada cual le corresponde lo suyo y a él le correspondía hurgar en los cuerpos de los cadáveres, abrirlos, toquetearlos, determinar la hora y la causa de la muerte y al menos, porque eso sí que lo tenía, volverlos a coser con cierta gracia y elegancia, disfrutando ese pequeño momento de libertad y de satisfacción personal que era más o menos cierto que algo, vete a saber el qué.
Pero con ese clic producido por aquella hipnosis no menos cierta, ni mucho menos, había recordado lo anterior. Había recordado que él había sido sastre. Confeccionaba trajes de caballero en un pequeño local del Ensanche barcelonés. Pero todo el mundo sabe que el oficio de sastre es sacrificado y estresante. Hay que acabar los esmóquins antes de las bodas y los trajes antes de las puestas de largo. No resultaba fácil aguantar esa presión. Por eso, cuando notó un dolor intenso en el pecho y cómo le costaba cada vez más respirar, no se sorprendió. Ya lo veían venir sus amigos, incluso su mujer, porque resultaba que era más cierto que estaba hasta casado, y se lo advertían y le decían baja el ritmo y abre una camisería, olvida los trajes, pero cómo dejar atrás la sensación de trazar los patrones con la tiza y el ruido de las tijeras rasgando la lana de merino.
Cuando despertó, le seguía doliendo el pecho, además de la cabeza, y tenía la lengua como un estropajo. Estaba tumbado y un médico estaba inclinado sobre él. Se dio cuenta con alivio no sólo de que estaba vivo, sino de que además estaban cuidando de él.
Sin embargo, notó algo que no le acababa de gustar de ese médico. Concretamente, la sierra circular que el hombre acercaba a su cuerpo y cuyo ruido le había despertado.
—Quieto, quieto... —acertó a decir—. ¿Qué es eso?
—Una sierra. Para abrirle.
—¿Abrirme...? ¿Sin anestesia?
—¿Para qué quiere anestesia? Esto es una autopsia.
—Pero es que... Es que yo estoy vivo.
El médico apagó la sierra, se bajó la mascarilla y miró una carpeta que tenía a un lado.
—No, no lo está.
—¿Cómo?
—Que no está vivo. Fíjese. Lo pone aquí.
El doctor le mostró al sastre su certificado de defunción. Sí, la verdad era que parecía que todo estaba en orden. Bueno, igual sí que se había muerto. Y le tenían que hacer la autopsia y enterrarle y todo lo demás.
Pero aquello no acababa de cuadrar, así que decidió cerciorarse, aun a riesgo de quedar como un pesado.
—Oiga, pero yo estoy respirando. ¿Es normal que los muertos respiren?
—Buf, no sé. Yo sólo hago autopsias, de los certificados se encarga un compañero.
—¿Pero usted ha visto a muchos muertos que respiren? No es que no me fíe, ¿eh?, no se piense. Es que quiero estar seguro.
—Pues la verdad es que no lo sé. Nunca me había fijado.
—Ya... Bueno, pues nada... Supongo que da lo mismo. Adelante...
—Muy bien.
—Espere. ¿Y que hablen? ¿Hay muertos que hablen?
—Oiga, que yo me tengo que ir a comer con la autopsia hecha y así no acabaremos nunca.
—Disculpe, es que nunca me había muerto antes, y tenía entendido que los muertos no hablan.
—Bueno, usted desde luego no calla mucho.
—Es que no sé si lo estoy haciendo bien.
—Mire, por mi experiencia, lo que tiene que hacer un muerto es tumbarse, cerrar los ojos y nada más.
—Ya.
—Es muy sencillo.
—Me hace la autopsia y ya está.
—Sí, luego lo enterrarán y a descansar. No crea que no le envidio. Ahí, tumbado como los señores, sin tener que madrugar ni nada. Y eso si no le queman y arrojan sus cenizas al mar, por ejemplo, que viene a ser como estar toda la eternidad de vacaciones en la playa.
—Ya puede ser, ya. En fin.
Y el médico se ajustó la mascarilla y encendió la sierra. Al sastre aquello le parecía una putada. Muerto. No era viejo. Y encima eso de la muerte no se parecía en nada a lo que le habían explicado. Se parecía más bien a ir al dentista. Igual hasta le dolía. Joder, eso no. No le dolería, ¿no? A los muertos no les duele nada, ¿no?
Decidió preguntárselo al doctor, y para hacerlo primero le sujetó el brazo que ya bajaba con la sierra, pero con tan mala suerte que el doctor no se lo esperaba y reaccionó con un grito de susto y un movimiento reflejo que acabó con la sierra clavada en su cara, la del doctor, no la del sastre, y con su cuerpo, también el del doctor, en el suelo.
El sastre se incorporó, tropezó, se volvió a incorporar. Estaba mareado, notaba los miembros entumecidos, le pareció oír pasos y un “¿todo bien, doctor?”. Como no quería acabar en la cárcel, estuviera muerto o no, actuó casi sin pensar: dijo que sí, que todo iba bien, que se había caído una bandeja, apagó la sierra, le quitó la ropa al médico, se la puso, ensangrentada y todo, y colocó el cuerpo del médico sobre la misma superficie metálica.
Cuando acabó, casi no podía ni respirar y el martilleo en la cabeza era insoportable. Se sentó en una silla y se durmió, agotado, enfermo, mareado. Al despertar, no recordaba nada, apenas tenía imágenes sueltas y confusas acerca de lo que había pasado.
—Doctor Doctor, ¿está usted bien?
Era un enfermero, que acababa de entrar.
—Sí, sólo... descansaba...
—¿Me llevo el cuerpo? ¿Ha acabado la autopsia?
—Er... ¿La...?
—Veo que no, sólo ha comenzado a abrirle la cabeza. Volveré luego.
El sastre que no recordaba serlo se miró la bata y la acreditación. ¿Era médico? Le acababan de llamar doctor. Dos veces, además. Sacó la billetera del bolsillo de su pantalón y vio un DNI y un carnet del Colegio de Médicos de Barcelona. Sí, serían suyos. él era médico. ¿Y qué le había pasado? No se acordaba. Igual podía hacer memoria mientras le hacía la autopsia a aquel cadáver. ¿Y cómo se hace una autopsia? Bueno, lo había visto en películas. Además, el enfermero había dicho algo de “abrirlo”. Y allí había una sierra.
Varias horas y tres vomitonas después, quien había sido sastre consiguió llegar a casa yendo a la dirección que había en su DNI, o sea en el DNI del médico. Luego se vería en el espejo y se daría cuenta de que la foto era diferente, pero como su mujer, es decir, la del médico, no parecía darle mucha importancia a su cambio físico, él decidió que tampoco se la daría. Comprensible: era bastante más guapo y seguía contando con un sueldo de médico. ¿Para qué darle vueltas a aquello que en el fondo no era más que una mejora?
Y así hasta entonces.
Hasta que resultó que algo no era menos cierto que otra cosa que estaba implícita en la frase, digo yo que será eso, y eso o lo que fuera le hizo clic en el cerebro.
Al recobrar la memoria, notó una sensación de alivio, de descanso, de entusiasmo, incluso. él no era el doctor Juan Doctor. Él era el sastre Juan Sastre. Y podía dedicarse a coser y a cantar. Por fin se había acabado la pesadilla.
—En definitiva –concluyó Bienvenido—, ¿es o no es menos cierto que es verdad que en realidad no es cierto que se encontrara la bala?
—Er... –el sastre levantó la cabeza. Todo el mundo le miraba, esperando que contestara a aquella pregunta. No supo ni pedir que se la repitieran.
—Señoría, que conste en acta que el testigo no ha entendido la pregunta —dijo el fiscal.
—Bueno, va, que conste. Pero yo tampoco, que conste.
—Ni yo, que conste —remató Bienvenido—. Es que me he liado.
—El fiscal se presenta voluntario para explicársela a los presentes.
—No te pases de listo.
—Perdón.
—¡Ja!
—Tú tampoco. Venga, palurdo –dijo el juez—. Repite la pregunta de forma clara. Aunque no sé para qué, porque tu cliente ya está respondiendo con esa mirada de culpable que tiene.
Antes de proseguir, Bienvenido me miró con odio, como regañándome por mi escasa colaboración.
—Pues eso… Que si encontró alguna bala en la cabeza de mi acusado.
—¿Bala? No, no había ninguna bala. Y ahora si me disculpan…
El sastre Sastre se puso en pie y se marchó, decidido a comprar varios metros de tela príncipe de Gales y a ponerse en seguida a trabajar.
Dado que hasta el propio juez se estaba quedando dormido, nadie prestó mucha atención a aquella marcha súbita, excepto Bienvenido, que planeaba acabar con un “no hay más preguntas” de aquellos que dejan a todo el mundo patidifuso y pensando “joder, los ha pillado bien, qué grande, el tío, qué figura”.
Sin embargo, vio con frustración cómo el testigo daba por finalizado el interrogatorio él mismo, sin darle tiempo a lucirse ni siquiera un poco así. Frunció el ceño de la rabia y se sentó de nuevo, con tan mala suerte que tropezó con uno de los orinales y se salpicó los pantalones.
[13]
La siguiente fase del juicio fue durilla, sobre todo para los demás, que estaban vivos y mantenían por tanto ciertas ganas de irse a dormir de vez en cuando. Y es que la acusación se dedicó a presentar las pruebas, que no eran pocas. Al principio el juez Lozano no se cortaba y soltaba expresiones de ánimo con cada objeto, como “ajá” o “ésta es buena, a ver cómo la explicas, Salvador” o incluso “no sé por qué no le declaramos culpable y lo colgamos de una vez”. Pero poco a poco los ánimos fueron decayendo. Al fin y al cabo, no se trataba más que de una sucesión de objetos guardados en bolsas de plástico.
—He aquí la pistola.
—He aquí los restos de pólvora que confirman que se disparó recientemente.
—He aquí la camisa que llevaba el acusado la noche de los hechos. Está manchada de sangre.
—He aquí las pruebas médicas que certifican que la sangre de la camisa es del acusado.
—He aquí…
Un alguacil iba guardando todas esas pruebas identificadas con etiquetas: la A, la B, la C… Y así hasta llegar a la Bzu-62.