Kip emprendió la huida mientras el sol bermellón prendía fuego a la bruma.
Un somnoliento Gavin Guile echó un vistazo a las hojas de papel que se deslizaron bajo su puerta y se preguntó por qué querría castigarlo esta vez Karris. Aunque sus aposentos ocupaban la mitad de la planta más alta de la Cromería, las ventanas panorámicas se habían cegado para que, en caso de que lograra conciliar el sueño, pudiera dormir allí. El sello de la carta palpitaba de forma tan sutil que Gavin no era capaz de distinguir el color con el que había sido trazado. Se incorporó a medias en la cama para ver mejor y dilató las pupilas para absorber tanta luz como fuera posible.
Supervioleta. Oh, por todos los…
A su alrededor, las ennegrecidas ventanas que se extendían hasta el techo se hundieron en el suelo, bañando la estancia de luz en todo su espectro al revelarse el sol que coronaba el horizonte sobre las islas gemelas. Con los ojos tan dilatados como los tenía, la magia inundó a Gavin. Contenerla era tarea imposible.
La luz explotó desde él en todas direcciones, atravesándolo en oleadas sucesivas desde el supervioleta hacia abajo. El subrojo fue el último en salir, corriendo por su piel como una llamarada. Se levantó de la cama de un salto, empapado de sudor. Pero con todas las ventanas abiertas, el viento helado de esa mañana de verano entró en tromba en la habitación, dejándolo aterido. Soltó un gritito y volvió a encaramarse a la cama de un respingo.
Debía de haber sido lo bastante alto como para que Karris lo oyera y supiera que su truculento despertar había tenido éxito, porque su inconfundible risa llegó a oídos de Gavin. Puesto que Karris no era supervioleta, debía de haberle pedido a alguien que la ayudara con esta travesura. Un rápido disparo de luxina supervioleta a los controles de la habitación cerró las ventanas y reguló los filtros a la mitad. Gavin extendió una mano para abrir la puerta de golpe, pero se contuvo. No pensaba darle esa satisfacción a Karris. Se suponía que su asignación como chica de los recados de la Blanca debía enseñarle humildad y seriedad. La lección había resultado ser un fracaso, hasta la fecha, aunque la Blanca nunca mostraba todas sus cartas de golpe. Así y todo, Gavin no pudo reprimir una sonrisita mientras se levantaba y recogía los papeles doblados que Karris había introducido bajo la puerta.
Se acercó a esta y encontró una bandeja de desayuno en una mesita de servicio que alguien había dejado justo al otro lado. Todas las mañanas lo mismo: dos barras cuadradas de pan y vino incoloro en una copa de cristal transparente. El pan estaba hecho de trigo, cebada, judías, lentejas, mijo y espelta, sin levadura. Se podía sobrevivir con tan solo ese pan. De hecho, había quien estaba sobreviviendo con tan solo ese pan. Solo que no era Gavin. En vez de eso, se le revolvía el estómago nada más verlo. Nada le impedía encargar un desayuno distinto, por supuesto, pero nunca lo hacía.
Lo llevó adentro y dejó los papeles encima de la mesa, junto al pan. Uno de ellos era curioso, una simple nota que no parecía escrita en ninguna de las hojas personales de la Blanca, ni en ningún otro tipo de papel oficial blanco empleado en la Cromería. Le dio la vuelta. La oficina de mensajería de la Blanca lo había marcado como recibido de «ST, Rekton»: Satrapía de Tyrea, ciudad de Rekton. Le sonaba de algo; ¿quizá una de esas poblaciones próximas a la Roca Hendida? Claro que, en su día, había habido muchas ciudades allí. Lo más probable era que se tratase de alguien que solicitaba audiencia, aunque en teoría esas cartas se seleccionaban y procesaban de forma independiente.
En cualquier caso, lo primero era lo primero. Abrió ambas hogazas para comprobar que no se ocultara nada en su interior. Satisfecho, sacó un bote del tinte azul que guardaba en un cajón y echó unas gotitas al vino. Agitó la bebida para que se mezclase bien y levantó la copa contra el cielo azul granito de un cuadro colgado en la pared que empleaba a modo de referencia.
El resultado era perfecto, por supuesto. Llevaba casi seis mil mañanas repitiendo este ritual. Casi dieciséis años. Mucho tiempo para alguien que solo contaba treinta y tres de edad. Derramó el vino sobre los pedazos de pan, tiñéndolo de azul… y volviéndolo inofensivo. Una vez a la semana, Gavin preparaba queso azul o fruta del mismo color, pero requería más tiempo.
Cogió la nota de Tyrea.
«Me muero, Gavin. Ha llegado el momento de que conozcas a tu hijo, Kip. —Lina»
¿Hijo? Pero si yo no tengo ningún…
Se le formó un nudo en la garganta de repente, y sintió como si su corazón se expandiera en el pecho, por mucho que los cirujanos le aseguraran que eso era imposible. Relájate, le decían. Eres joven y robusto como un corcel de guerra, le decían. Lo que no le decían era que le echara pelotas. Te apoyan un montón de amigos, tus adversarios te temen y no tienes rival. Eres el Prisma. ¿De qué tienes miedo? Hacía años que nadie le hablaba de esa manera. A veces deseaba que lo hicieran.
Por Orholam, la nota ni siquiera estaba sellada.
Gavin salió al balcón de cristal, comprobando subconscientemente su trazo como hacía todas las mañanas. Fijó la mirada en su mano mientras dividía la luz solar en sus componentes cromáticos como solo él era capaz de hacer, llenando cada dedo de color uno por uno, desde por debajo del espectro visible hasta muy por encima de él: subrojo, rojo, naranja, amarillo, verde, azul, supervioleta. ¿Había notado un tirón al trazar el azul? Volvió a comprobarlo, entornando brevemente la mirada hacia el sol.
No, seguía siendo fácil dividir la luz, seguía sin cometer ningún error. Liberó la luxina y todos los colores escaparon y se disiparon como humo bajo sus uñas, emitiendo el familiar ramillete de fragancias resinosas.
Volvió el rostro hacia el sol, cuya tibieza recordaba a la caricia de una madre. Gavin abrió los ojos y se empapó de cálido rojo balsámico. Adentro y afuera, al compás de su respiración entrecortada, obligándoles a frenar. Dejó escapar el rojo y absorbió un azul oscuro glacial. Sintió como si se le congelaran los ojos. Como de costumbre, el azul le reportó claridad, orden y paz. Pero ningún plan, no con tan poca información. Soltó los colores. Seguía estando bien. Seguían quedándole al menos cinco de sus siete años. Tiempo de sobra. Cinco años, cinco grandes propósitos.
Bueno, tal vez «grandes» no fuese la palabra adecuada.
Aun así, de sus predecesores en los últimos cuatrocientos años, sin contar a quienes habían muerto asesinados o debido a causas naturales, los demás habían servido durante siete, catorce o veintiún años, ni uno más ni uno menos, tras convertirse en Prismas. Gavin había rebasado ya el umbral de los catorce. De modo que tenía tiempo de sobra, y ningún motivo para suponer que él fuera a ser una excepción. O no muchos, al menos.
Cogió la segunda nota y rompió el sello de la Blanca. La vieja bruja lo sellaba todo, a pesar de que compartía la otra mitad de esta planta y Karris entregaba sus mensajes en persona. Pero todo debía estar en su sitio y hacerse correctamente. No cabía duda de que provenía del Azul.
La nota de la Blanca rezaba: «A menos que prefieras llegar tarde a la recepción de los nuevos alumnos esta mañana, estimado lord Prisma, ten la bondad de reunirte conmigo en el tejado».
Gavin miró más allá de los edificios y la ciudad de la Cromería, en dirección a los buques mercantes que se guarecían en la bahía de la isla del Gran Jaspe. Una balandra atashiana de aspecto destartalado maniobraba en esos momentos para atracar al lado mismo de uno de los embarcaderos.
La recepción de los nuevos alumnos. Increíble. No es que estuviese por encima de algo así… bueno, a decir verdad, sí que lo estaba. Se suponía que él, la Blanca y el Espectro debían contrarrestarse mutuamente. Pero aunque el Espectro lo temía más que nadie, lo cierto era que la vieja bruja se salía con la suya más a menudo que Gavin y los siete Colores combinados. Esta mañana debía de sentir deseos de experimentar con él otra vez, y si Gavin quería evitar algo más oneroso, como dar clase, haría bien en acudir a lo alto de la torre.
Gavin trazó su cabello rojo en una coleta apretada y se vistió con el atuendo que su esclava de cámara le había preparado: una camisa marfileña y unos pantalones de lana negros, cortados a medida, con un gran cinturón tachonado de gemas, botas con brocados argénteos, y una capa negra con prominentes y antiguos diseños rúnicos ilytianos bordados con hilo de plata. El Prisma pertenecía a todas las satrapías, por lo que Gavin se esforzaba por honrar las tradiciones de todas las tierras, incluso de aquellas habitadas en su mayoría por piratas y herejes.
Titubeó un momento antes de abrir un cajón y sacar su colección de pistolas ilytianas. Su diseño, característico de Ilyta, era el más avanzado que Gavin hubiera visto jamás. El mecanismo de disparo, denominado «de espoleta», era mucho más fiable que los de mecha. Cada una de las pistolas lucía una larga cuchilla debajo del cañón, e incluso una trabilla para que, cuando las enganchara en el cinturón a su espalda, se sostuvieran con firmeza y reposaran en diagonal a fin de no sufrir ningún corte al sentarse. Los ilytianos pensaban en todo.
Tampoco convenía olvidar que las pistolas ponían nerviosos a los Guardias Negros de la Blanca. Gavin esbozó una sonrisa.
Cuando se giró hacia la puerta y vio el cuadro de nuevo, su sonrisa se desvaneció.
Regresó a la mesa con el pan azul. Agarró una esquina del cuadro, desgastada por el uso, y tiró. El cuadro se abatió silenciosamente para revelar una estrecha rampa.
El conducto no tenía nada de amenazador. Era demasiado pequeño como para que alguien escalara por él, aun después de haber superado cualquier otro obstáculo. Podría tratarse de una rampa para la colada. A Gavin, sin embargo, le parecía más bien la boca del infierno, las mismas fauces de la noche eterna abriéndose de par en par para él. Arrojó uno de los trozos de pan a su interior y esperó. Oyó un topetazo cuando el pan duro golpeó la primera compuerta, un tenue siseo cuando se abrió y volvió a cerrarse, a continuación un topetazo más quedo cuando golpeó la siguiente compuerta, e instantes después un último topetazo. Todas las compuertas seguían funcionando. Todo estaba en orden. Seguro. Se habían producido errores en el transcurso de los años, pero nadie tenía por qué morir esta vez. No hacía falta ponerse paranoicos. A punto estuvo de escapársele un gruñido mientras cerraba el cuadro de golpe.
Tres topetazos. Tres siseos. Tres compuertas entre él y la libertad. La rampa escupió un trozo de pan a la cara del prisionero. Lo atrapó al vuelo, casi sin mirar. Sabía que era azul, el azul sereno de un lago profundo al amanecer, cuando la noche tiñe aún el firmamento y el viento no osa acariciar la piel del agua. Sin adulterar por ningún otro color, trazar ese azul era complicado. Peor aún, trazarlo hacía que el prisionero se sintiera aburrido, desapasionado, en paz, en armonía incluso con ese lugar. Y hoy necesitaba el fuego del odio. Hoy pensaba escapar.
Después de todos los años que llevaba allí, a veces ni siquiera conseguía ver el color, como si se hubiera despertado en un mundo pintado en la escala de grises. El primer año había sido el peor. Sus ojos, tan acostumbrados a los matices, tan expertos en analizar todos los espectros lumínicos, habían empezado a engañarlo. Había sufrido espejismos cromáticos. Intentó trazar esos colores en las herramientas que necesitaba para escapar de esa prisión. Pero la imaginación no bastaba para crear magia, se necesitaba luz. Luz de verdad. Había sido un Prisma, por lo que cualquier color serviría, desde los que estaban por encima del violeta hasta los que quedaban por debajo del rojo. Había reunido el calor mismo de su cuerpo, se había empapado los ojos con esos subrojos, y había arrojado eso contra las tediosas paredes azules.
Paredes que, como cabía esperar, estaban blindadas contra unas cantidades de calor tan patéticas. Había trazado una daga azul y se había cortado la muñeca. Donde la sangre goteaba en el suelo de piedra, perdía inmediatamente su color. La segunda vez había copado la sangre en sus manos en un intento por trazar el rojo, pero no logró extraer color suficiente puesto que la única luz que había en la celda era azul. Mojar el pan con sangre tampoco había dado resultado. Su marrón natural siempre estaba teñido de azul, por lo que añadir rojo tan solo producía un morado parduzco. Imposible de trazar. Por supuesto. Su hermano había pensado en todo. Como siempre.
El prisionero se sentó junto al sumidero y empezó a comer. El calabozo tenía la forma de una pelota aplastada: las paredes y el techo componían una esfera perfecta, el suelo era menos empinado pero aun así caía hacia el centro. Las paredes estaban iluminadas desde dentro, todas las superficies emitían una claridad uniforme. La única sombra que había en el calabozo era el propio prisionero. Solo había dos aberturas: la rampa sobre su cabeza, por la que caía la comida y un reguero constante de agua que debía lamer para saciar la sed, y el sumidero del suelo para los desperdicios.
Carecía de utensilios, sus únicas herramientas eran sus manos y su voluntad, siempre su voluntad. Gracias a ella podía trazar lo que quisiera del azul, aunque se disolviera en cuanto su voluntad lo liberara, dejando tan solo polvo y un tenue olor mezcla de mineral y resina.
Pero hoy sería el día en que diera comienzo su venganza, su primer día de libertad. Este intento no fracasaría (se negaba a considerarlo incluso un mero «intento»), y tenía trabajo por delante. Debía hacer las cosas en orden. No lograba recordar si siempre había sido así o si llevaba tanto tiempo empapándose de azul que el color había alterado una parte fundamental de su ser.
Se arrodilló junto al único elemento de la celda que no había creado su hermano. Una solitaria depresión poco profunda en el suelo, una concavidad. Primero frotó la hendidura con las manos desnudas, impregnando la piedra con los aceites corrosivos de las yemas de los dedos durante tanto tiempo como fue capaz. El tejido cicatricial no producía grasa, por lo que hubo de parar antes de dejarse los dedos en carne viva. Pasó dos uñas por el surco que discurría entre su nariz y su pómulo, y dos más entre las orejas y la cabeza, reuniendo más grasa. Recogió aceites de todos los rincones de su cuerpo donde lo hubiera, y untó la hendidura con ellos. Aunque no se produjera ningún cambio discernible, con el paso de los años el hoyo se había vuelto lo suficientemente profundo como para introducir un dedo hasta la segunda falange. Su carcelero había incrustado las piedras infernales que absorbían el color formando una cuadrícula en el suelo. Todo lo que se extendía hasta el punto de cruzar una de esas líneas perdía todo su color prácticamente al instante. Pero la piedra infernal era tremendamente cara. ¿Hasta qué profundidad llegaría?