Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
—Ya me levanto yo —susurré besándola en la frente.
Bea respondió dándose la vuelta y cubriéndose la cabeza con la almohada. Me detuve a saborear la curva de aquella espalda y su dulce descender, que ni todos los camisones del mundo habrían conseguido domar. Llevaba casi dos años casado con aquella prodigiosa criatura y todavía me sorprendía despertar a su lado sintiendo su calor. Empezaba a retirar la sábana y a acariciar la parte posterior de aquel muslo aterciopelado cuando la mano de Bea me clavó las uñas en la muñeca.
—Daniel, ahora no. El niño está llorando.
—Sabía que estabas despierta.
—Es difícil dormir en esta casa, entre hombres que no saben dejar de llorar o de magrearle el trasero a una pobre infeliz que no consigue juntar más de dos horas de sueño por noche.
—Tú te lo pierdes.
Me levanté y recorrí el pasillo hasta la habitación de Julián, en la parte de atrás. Poco después de la boda nos habíamos instalado en el ático del edificio donde estaba la librería. Don Anacleto, el catedrático de instituto que lo había ocupado durante veinticinco años, había decidido retirarse y volver a su Segovia natal a escribir poemas picantes a la sombra del acueducto y a estudiar la ciencia del cochinillo asado.
El pequeño Julián me recibió con un llanto sonoro y de alta frecuencia que amenazaba con perforarme el tímpano. Lo tomé en brazos y, tras olfatear el pañal y confirmar que, por una vez, no había moros en la costa, hice lo que haría todo padre novicio en su sano juicio: murmurarle tonterías y danzar dando saltitos ridículos alrededor de la habitación. Estaba en ese trance cuando descubrí a Bea contemplándome desde el umbral con desaprobación.
—Dame, que lo vas a despertar aún más.
—Pues él no se queja —protesté cediéndole el niño.
Bea lo tomó en sus brazos y le susurró una melodía al tiempo que lo mecía suavemente. Cinco segundos más tarde Julián dejó de llorar y esbozó aquella sonrisa embobada que su madre siempre conseguía arrancarle.
—Anda —dijo Bea en voz baja—. Ahora voy.
Expulsado de la habitación y tras haber quedado claramente demostrada mi ineptitud en el manejo de criaturas en edad de gatear, regresé al dormitorio y me tendí en la cama sabiendo que no iba a pegar ojo el resto de la noche. Un rato más tarde, Bea apareció por la puerta y se tendió a mi lado suspirando.
—Estoy que no me tengo en pie.
La abracé y permanecimos en silencio unos minutos.
—He estado pensando —dijo Bea.
Tiembla, Daniel, pensé. Bea se incorporó y se sentó en cuclillas sobre el lecho frente a mí.
—Cuando Julián sea algo mayor y mi madre pueda cuidarlo unas horas durante el día, creo que voy a trabajar.
Asentí.
—¿Dónde?
—En la librería.
La prudencia me aconsejó callar.
—Creo que os vendría bien —añadió—. Tu padre ya no está para echarle tantas horas y, no te ofendas, pero creo que yo tengo más mano con los clientes que tú y que Fermín, que últimamente me parece que asusta a la gente.
—Eso no te lo voy a discutir.
—¿Qué es lo que le pasa al pobre? El otro día me encontré a la Bernarda por la calle y se me echó a llorar. La llevé a una de las granjas de la calle Petritxol y después de atiborrarla a suizos me estuvo contando que Fermín está rarísimo. Al parecer desde hace unos días se niega a rellenar los papeles de la parroquia para la boda. A mí me da que ése no se casa ¿Te ha dicho algo?
—Alguna cosa he notado —mentí—. A lo mejor la Bernarda le está apretando demasiado…
Bea me miró en silencio.
—¿Qué? —pregunté al fin.
—La Bernarda me pidió que no se lo dijese a nadie.
—¿Que no dijeses el qué?
Bea me miró fijamente.
—Que este mes lleva retraso.
—¿Retraso? ¿Se le ha acumulado la faena?
Bea me miró como si fuese idiota y se me encendió la luz.
—¿La Bernarda está embarazada?
—Baja la voz, que vas a despertar a Julián.
—¿Está embarazada o no? —repetí, con un hilo de voz.
—Probablemente.
—¿Y lo sabe Fermín?
—No se lo ha querido decir todavía. Le da miedo que se dé a la fuga.
—Fermín nunca haría eso.
—Todos los hombres haríais eso si pudieseis.
Me sorprendió la aspereza en su voz, que rápidamente endulzó con una sonrisa dócil que no había quien se la creyera.
—Qué poco que nos conoces.
Se incorporó en la penumbra y, sin mediar palabra, se alzó el camisón y lo dejó caer a un lado de la cama. Se dejó contemplar unos segundos y luego, lentamente, se inclinó sobre mí y me lamió los labios sin prisa.
—Qué poco que os conozco —susurró.
A
l día siguiente, el efecto reclamo del pesebre iluminado confirmó su eficacia y vi a mi padre sonreír por primera vez en semanas mientras anotaba algunas ventas en el libro de contabilidad. Desde primera hora de la mañana iban goteando algunos viejos clientes que hacía tiempo que no se dejaban ver por la librería y nuevos lectores que nos visitaban por primera vez. Dejé que mi padre los atendiese a todos con su mano experta y me di el gusto de verle disfrutar recomendándoles títulos, despertando su curiosidad e intuyendo sus gustos e intereses. Aquél prometía ser un buen día, el primero en muchas semanas.
—Daniel, habría que sacar las colecciones de clásicos ilustrados para niños. Las de ediciones Vértice, con el lomo azul.
—Me parece que están en el sótano. ¿Tienes tú las llaves?
—Bea me las pidió el otro día para bajar no sé qué cosas del niño. No me suena que me las devolviera. Mira en el cajón.
—Aquí no están. Subo un momento a casa a buscarlas.
Dejé a mi padre atendiendo a un caballero que acababa de entrar y que estaba interesado en adquirir un libro sobre la historia de los cafés de Barcelona y salí por la trastienda a la escalera. El piso que Bea y yo ocupábamos era alto y, amén de más luz, venía con subidas y bajadas de escaleras que tonificaban el ánimo y los muslos. Por el camino me crucé con Edelmira, una viuda del tercero que había sido bailarina y que ahora pintaba vírgenes y santos a mano en su casa para ganarse la vida. Demasiados años sobre las tablas del teatro Arnau le habían pulverizado las rodillas y ahora necesitaba agarrarse a la barandilla con las dos manos para negociar un simple tramo de escaleras, pero aun así siempre tenía una sonrisa en los labios y algo amable que decir.
—¿Cómo está la guapa de tu mujer, Daniel?
—No tan guapa como usted, doña Edelmira. ¿La ayudo a bajar?
Edelmira, como siempre, declinó mi oferta y me dio recuerdos para Fermín, que siempre la piropeaba y le hacía proposiciones deshonestas al verla pasar.
Cuando abrí la puerta del piso, el interior todavía olía al perfume de Bea y a esa mezcla de aromas que desprenden los niños y su
attrezzo.
Bea solía madrugar y sacaba a Julián de paseo en el flamante carrito Jané que nos había regalado Fermín y al que todos nos referíamos como
el Mercedes.
—¿Bea? —llamé.
El piso era pequeño y el eco de mi voz regresó antes de que pudiese cerrar la puerta a mi espalda. Bea había salido ya. Me planté en el comedor intentando reconstruir el proceso mental de mi esposa y deducir dónde habría guardado las llaves del sótano. Bea era mucho más ordenada y metódica que yo. Empecé por repasar los cajones del mueble del comedor donde solía guardar recibos, cartas pendientes y monedas sueltas. De ahí pasé a las mesitas, fruteros y estanterías.
La siguiente parada fue la cocina, donde había una vitrina en la que Bea acostumbraba a poner notas y recordatorios. La suerte me fue esquiva y terminé en el dormitorio, de pie frente a la cama y mirando a mi alrededor con espíritu analítico. Bea ocupaba un setenta y cinco por ciento del armario, cajones y demás instalaciones del dormitorio. Su argumento era que yo siempre me vestía igual y que con un rincón del guardarropa tenía bastante. La sistemática de sus cajones era de una sofisticación que me sobrepasaba. Una cierta culpabilidad me asaltó al recorrer los espacios reservados de mi mujer pero, tras infaustos registros de todos los muebles a la vista, seguía sin encontrar las llaves.
«Reconstruyamos los hechos», me dije. Recordaba vagamente que Bea había dicho algo de bajar una caja con ropa de verano. Había sido un par de días atrás. Si no me fallaba la memoria, aquel día Bea llevaba el abrigo gris que le había regalado por nuestro primer aniversario. Sonreí ante mis dotes de deducción y abrí el armario para buscar el abrigo entre el vestuario de mi mujer. Allí estaba. Si todo lo aprendido leyendo a Conan Doyle y sus discípulos era correcto, las llaves de mi padre estarían en uno de los bolsillos de aquel abrigo. Hundí las manos en el derecho y di con dos monedas y un par de caramelos mentolados como los que regalaban en las farmacias. Procedí a inspeccionar el otro bolsillo y me complací en confirmar mi tesis. Mis dedos rozaron el manojo de llaves.
Y algo más.
Había una pieza de papel en el bolsillo. Extraje las llaves y, dudando, decidí sacar también el papel. Probablemente era una de las listas de recados que Bea solía prepararse para no olvidar detalle.
Al examinarlo con más atención vi que se trataba de un sobre. Una carta. Iba dirigida a Beatriz Aguilar y el matasellos la fechaba una semana atrás. Había sido enviada a la dirección de los padres de Bea, no al piso de Santa Ana. Le di la vuelta y, al leer el nombre del remitente, las llaves del sótano se me cayeron de la mano:
Pablo Cascos Buendía
Me senté en la cama y me quedé mirando aquel sobre, desconcertado. Pablo Cascos Buendía era el prometido de Bea en los días en que habíamos empezado a tontear. Hijo de una acaudalada familia que poseía varios astilleros e industrias en El Ferrol, aquel personaje, que nunca había sido santo de mi devoción ni yo de la suya, estaba por entonces haciendo el servicio militar como alférez. Desde que Bea le había escrito para romper su compromiso no había vuelto a saber de él. Hasta entonces.
¿Qué hacía una carta con fecha reciente del antiguo prometido de Bea en el bolsillo de su abrigo? El sobre estaba abierto, pero durante un minuto los escrúpulos me impidieron extraer la carta. Me di cuenta de que era la primera vez que espiaba a espaldas de Bea y estuve a punto de devolver la carta a su lugar y salir por pies de allí. Mi momento de virtud duró unos segundos. Todo asomo de culpabilidad y vergüenza se evaporó antes de llegar al final del primer párrafo.
Querida Beatriz:
Espero que te encuentres bien y que seas feliz en tu nueva vida en Barcelona. Durante estos meses no he recibido contestación a las cartas que te envié y a veces me pregunto si he hecho algo para que ya no quieras saber de mí. Comprendo que eres una mujer casada y con un hijo, y que es tal vez impropio que te escriba, pero tengo que confesarte que, por mucho que pase el tiempo, no consigo olvidarte, aunque lo he intentado, y no me da pudor admitir que sigo enamorado de ti.
Mi vida también ha tomado un nuevo rumbo. Hace un año empecé a trabajar como director comercial de una importante empresa editorial. Sé lo mucho que significaban los libros para ti y poder trabajar entre ellos me hace sentirme más cerca de ti. Mi despacho está en la delegación de Madrid, aunque viajo a menudo por toda España por motivos de trabajo.
Pienso en ti constantemente, en la vida que podríamos haber compartido, en los hijos que podríamos haber tenido juntos… Me pregunto todos los días si tu marido sabe hacerte feliz y si no te habrás casado con él forzada por las circunstancias. No puedo creer que la vida modesta que él pueda ofrecerte sea lo que tú deseas. Te conozco bien. Hemos sido compañeros y amigos, y no ha habido secretos entre nosotros. ¿Te acuerdas de aquellas tardes que pasamos juntos en la playa de San Pol? ¿Te acuerdas de los proyectos, de los sueños que compartimos, de las promesas que nos hicimos? Nunca me he sentido con nadie como contigo. Desde que rompimos nuestro noviazgo he salido con algunas chicas, pero ahora sé que ninguna se puede comparar a ti. Cada vez que beso otros labios pienso en los tuyos y cada vez que acaricio otra piel siento la tuya.
Dentro de un mes viajaré a Barcelona para visitar las oficinas de la editorial y tener una serie de conversaciones con el personal sobre una futura reestructuración de la empresa. La verdad es que podía haber solucionado esos trámites por correo y teléfono. El motivo real de mi viaje no es otro que la esperanza de poder verte. Sé que pensarás que estoy loco, pero prefiero que pienses eso a que creas que te he olvidado. Llego el día 20 de enero y estaré hospedado en el hotel Ritz de la Gran Vía. Por favor, te pido que nos veamos, aunque sólo sea un rato, para que me dejes decirte en persona lo que llevo en el corazón. He hecho una reserva en el restaurante del hotel para el día 21 a las dos. Estaré allí, esperándote. Si vienes me harás el hombre más feliz del mundo y sabré que mis sueños de recuperar tu amor tienen esperanzas.
Te quiere desde siempre,
P
ABLO
Por espacio de unos segundos me quedé allí, sentado en el lecho que había compartido con Bea apenas unas horas antes. Volví a meter la carta en el sobre y al levantarme sentí como si me acabasen de propinar un puñetazo en el estómago. Corrí al baño y vomité el café de aquella mañana en el lavabo. Dejé correr el agua fría y me mojé la cara. El rostro de aquel Daniel de dieciséis años al que le temblaban las manos la primera vez que acarició a Bea me observaba desde el espejo.
C
uando bajé de nuevo a la librería mi padre me lanzó una mirada inquisitiva y consultó su reloj de pulsera. Supuse que se preguntaba dónde había estado la última media hora, pero no dijo nada. Le tendí la llave del sótano, intentando no cruzar los ojos con él.
—Pero ¿no ibas tú a bajar a buscar los libros? —preguntó.
—Claro. Perdona. Ahora mismo voy.
Mi padre me observó de reojo.
—¿Estás bien, Daniel?
Asentí, fingiendo extrañeza ante su pregunta. Antes de darle ocasión de repetirla me encaminé al sótano a recoger las cajas que me había pedido. El acceso al sótano quedaba al fondo del vestíbulo del edificio. Una puerta metálica sellada con un candado situada bajo el primer tramo de escaleras daba a una espiral de peldaños que se perdían en la oscuridad y olían a humedad y a algo indeterminado que hacía pensar en tierra batida y flores muertas. Una pequeña hilera de bombillas de parpadeo anémico pendía del techo y confería al lugar un aire de refugio antiaéreo. Descendí las escaleras hasta el sótano y una vez allí palpé la pared en busca del interruptor.