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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (26 page)

Levantose renqueando, entumecido y medio muerto de hambre; se lavó en el río, tomó un tentempié de uno o dos cuartillos de agua y se encaminó con trabajos hacia Westminster, reprendiéndose a sí mismo por haber perdido tanto tiempo. Ahora el hambre lo ayudó a forjar un nuevo plan; trataría de hablar con el viejo sir Humphrey Marlow y le pediría unos cuantos marcos, y… pero con esto bastaba al plan por el momento; tiempo habría de ampliarlo cuando esta primera etapa estuviera cumplida.

Cerca de las once se acercó al palacio, y aunque se vio rodeado de un grupo de personas lujosamente ataviadas que iban en su misma dirección, no pasó desapercibido, de ello se encargó su traje. Observó atentamente los rostros de estas personas, esperando hallar alguno caritativo cuyo dueño estuviera dispuesto a llevar su nombre al viejo teniente, porque el intentar introducirse él mismo en el palacio no había ni que pensarlo.

De pronto pasó a su lado el «niño de azotes», dio media vuelta y escrutó atentamente su figura, diciéndose:

—Si no es ése el mismísimo vagabundo que tanto preocupa a Su Majestad, entonces soy un asno… aunque me parece que ya antes lo he sido. Responde a las señas totalmente. Que Dios hubiera hecho a dos tales sería abaratar los milagros por su inútil repetición. Si pudiera dar con una excusa para hablarle…

Miles Hendon le ahorró el trabajo, porque luego se volvió, como generalmente hará un hombre cuando alguien le magnetiza mirándolo insistentemente desde atrás; y al observar un fuerte interés en los ojos del muchacho, avanzó hacia él y dijo:

—Acabas de salir de palacio. ¿Vives en él?

—Sí, vuestra merced.

—¿Conoces a sir Humphrey Marlow?

El niño se sobresaltó y díjose:

«¡Cielos! ¡Mi difunto padre!». Y contestó en voz alta:

—Muy bien, vuestra merced.

—¡Bien! ¿Está dentro?

—Sí —dijo el niño—. Y añadió para sí: «Dentro de su tumba».

—¿Puedo pedirte el favor de que vayas a decirle mi nombre, y que le ruego me permita hablar un momento con él?

—Despacharé el asunto de buen grado, bien, señor.

—Entonces dile que Miles Hendon, hijo de sir Ricardo, está aquí fuera. Te quedaré obligado en gran medida, mi buen muchacho.

El niño parecía desencantado.

—El rey no lo ha llamado así —se dijo—; pero no importa, éste es su hermano gemelo, y apuesto a que puede dar Su Majestad noticias del otro Caballero de los Jirones y los Guiñapos. Así que dijo a Miles: —Entrad allí un momento, buen señor, y esperad a que os traiga noticias.

Hendon se retiró al lugar indicado, que era un hueco en la pared de palacio, con un banco de piedra, que servía de refugio a los centinelas cuando hacía mal tiempo. Apenas se había sentado, unos alabarderos, al mando de un oficial, pasaron por allí. El oficial lo vio, detuvo a sus hombres y ordenó a Hendon que lo siguiera. Él obedeció, y al instante lo arrestaron como individuo sospechoso que rondaba por las inmediaciones de palacio. Las cosas empezaban a ponerse feas. El pobre Miles iba a explicarse, pero el oficial le hizo callar ásperamente y ordenó a sus hombres que lo desarmaran y lo registrasen.

—Conceda el Dios misericordioso que encuentren algo —dijo el pobre Miles—. Bastante he registrado yo, sin conseguirlo, y eso que mi necesidad es mayor que la de ellos.

No le encontraron más que un documento. El oficial lo abrió y Hendon sonrió al reconocer los «garabatos» de su perdido amiguito en aquel negro día de Hendon Hall. El rostro del oficial se ensombreció al leer los párrafos ingleses; y Miles palideció intensamente al escuchar sus palabras.

—¡Otro nuevo pretendiente a la corona! —Exclamó el oficial—. En verdad que hoy crecen como conejos. Prended al tunante, muchachos, y ved de tenerle sujeto, mientras yo llevo adentro este precioso papel y se lo mando al rey.

Alejose de prisa, dejando al preso en manos de los alabarderos. —Ahora ha terminado al fin mi mala suerte —murmuró Hendon—, porque con seguridad he de pender del extremo de una cuerda por ese pedacito de papel. ¡Y qué será de mi pobre muchacho!, ¡ah, sólo el buen Dios lo sabe!

Pronto vio que volvía el oficial, con gran prisa; hizo acopio, pues, de valor, proponiéndose hacer frente a la situación como correspondía a un hombre. El oficial ordenó a sus hombres que soltaran al preso y le devolvió su espada; luego se inclinó respetuosamente y dijo:

—Señor, servíos seguirme.

Siguiole Hendon, diciéndose:

—Si no me viera camino de la muerte y del juicio final, y por lo tanto en la necesidad de ahorrarme los pecados, estrangularía a este bribón por su burlona cortesía.

Atravesaron los dos un patio lleno de gente y llegaron a la entrada principal del palacio, donde el oficial, con otra reverencia, entregó a Hendon en manos de un palaciego espléndidamente ataviado, quien lo recibió con profundo respeto y lo condujo por un gran vestíbulo a cuyos lados se alineaban magníficos lacayos (que hicieron reverentes cortesías al pasar los dos, pero que aguantaron con angustia las carcajadas ante nuestro majestuoso espantapájaros apenas éste volvió la espalda), y lo llevó por una amplia escalera entre multitud de gente refinada; y finalmente lo condujo a un gran aposento, le abrió paso a través de la nobleza de Inglaterra, allí reunida, luego hizo una reverencia, le recordó que se quitara el sombrero, y lo dejó en medio de la estancia, blanco de todas las miradas, de muchos ceños indignados y de bastantes sonrisas divertidas y burlonas.

Miles Hendon estaba completamente aturdido. Allí estaba sentado el joven rey, bajo un majestuoso dosel, a cinco pasos de distancia, con la cabeza inclinada hacia un lado, hablando con una especie de ave del paraíso humana, tal vez un duque; Hendon se dijo que ya era bastante duro verse sentenciado a muerte en plena flor de la vida, sin que se sumara a ello esta singular humillación pública. Deseaba que el rey se apresurase, pues algunas de las vistosas gentes que estaban cerca se tornaban ya bastante ofensivas. En aquel momento, el rey levantó ligeramente la cabeza, y Hendon pudo ver su cara con claridad. La visión casi le quitó el aliento. Quedose mirando el hermoso y joven rostro como traspasado, y de pronto exclamó:

—¡
Cátate
! ¡El señor del Reino de los Sueños y las Sombras en su trono!

Balbució algunas palabras entrecortadas, aún mirando y maravillándose; luego volvió los ojos en torno escudriñando la espléndida muchedumbre y él suntuoso salón, murmurando: —¡Pero éstos son reales, en verdad que son reales; ciertamente esto no es un sueño! —Miró al rey de nuevo y pensó—: ¿Es un sueño… o es él el verdadero soberano de Inglaterra y no el pobre loco desamparado por el que lo tomé? ¿Quién me resuelve este acertijo?

Centelleó en sus ojos una idea repentina, y se dirigió a grande zancadas hacia la pared, agarró una silla, regresó con ella, la plantó en el suelo ¡y se sentó en ella!

Un zumbido de indignación estalló; una mano cayó bruscamente sobre él y una voz exclamó:

—¡Arriba; payaso descortés! ¿Os sentáis en presencia del rey?

La conmoción atrajo la atención de Su Majestad, quien extendió la mano y gritó:

—¡No lo toquéis! ¡Está en su derecho!

La multitud retrocedió estupefacta. El rey prosiguió:

—Sabed todos, damas, lores y caballeros, que éste es mi fiel y bien amado servidor, Miles Hendon, que interpuso su buena espada y salvó a su príncipe del daño corporal y posiblemente de la muerte; y por eso es caballero por nombramiento del rey. Sabed también que, por un servicio más señalado, en que salvó a su soberano de los azotes y de la vergüenza, tomándolos sobre sí, es par de Inglaterra, conde de Kent, y tendrá el oro y las tierras que convienen a su rango. Más aún: el privilegio que acaba de ejercer es suyo por concesión real, porque hemos ordenado que él y sus principales descendientes tengan y conserven el derecho de sentarse en presencia de la majestad de Inglaterra de hoy en adelante, generación tras generación, mientras subsista la corona. No lo molestéis.

Dos personas que, por retraso, apenas habían llegado del campo aquella mañana, y que llevaban sólo cinco minutos en la sala, se quedaron escuchando aquellas palabras y mirando al rey, y después al espantapájaros, y luego otra vez al rey, en una especie de torpe aturdimiento. Éstos eran sir Hugo y lady Edita. Pero el nuevo conde no los vio. Estaba aún con la vista fija en el monarca, en forma ofuscada, y diciéndose:

—¡Cuerpo de mí! ¡Éste mi mendigo! ¡Éste mi lunático! Éste es aquel a quien yo iba a enseñarle lo que era grandeza, en mi casa de setenta habitaciones y veintisiete criados! ¡Éste es el que no había conocido nunca más que andrajos por vestido, puntapiés por consuelo y bazofias por alimento! ¡Éste es el que yo adopté y al qué haría respetable! ¡Si Dios me diera un saco para esconder la cabeza!

De pronto recordó sus modales y cayó de rodillas con las manos entre las del rey, y le juró fidelidad y le rindió homenaje por sus tierras y sus títulos. Luego se levantó y se retiró respetuosamente a un lado, blanco aún de todos los ojos, y de muchas envidias también.

Ahora el rey reparó en sir Hugo, y dijo, con airada voz y mirada encendida:

—Despojad a ese ladrón de su falso boato y de sus bienes robados, y encerradlo con llave hasta que yo lo requiera.

Sir Hugo, sir hasta hacía poco, fue retirado. Se sintió bullicio en el otro extremo del salón. Apartáronse los concurrentes, y Tom Canty, extrañamente vestido, pero con gran lujo, avanzó, por entre aquellos muros vivientes, precedido de un ujier. Se arrodilló delante del rey, quien le dijo:

—Me han contado lo ocurrido en estas últimas semanas y estoy muy complacido contigo. Has gobernado el reino con gentileza y compasión verdaderamente reales. ¿Has hallado de nuevo a tu madre y a tus hermanas? Bien. Se cuidará de ellas, y tu padre será colgado, si tú lo deseas y la ley lo permite. Sabed, todos los que oís mi voz, que, desde este día, los que estén amparados en el Hospicio de Cristo y comparten la bondad del rey, recibirán alimento para el alma y el corazón, lo mismo que para el cuerpo; y este niño morara allí y tendrá el primer puesto en su honorable cuerpo de gobernadores, de por vida. Y porque ha sido rey, conviene que se le deba más que el acatamiento común; por tanto, fijaos en el traje de gala que lleva, porque por él será conocido, y nadie podrá copiarla; y a dondequiera que vaya recordará a la gente que ha sido rey, y nadie podrá negarle la reverencia que merece ni dejar de saludarlo. Tiene la protección del trono, tiene el apoyo de la corona; será conocido y llamado con el honorable título de «Protegido del Rey»
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.

El dichoso y ufano Tom Canty se levantó y besó la mano del rey, y fue retirado de su presencia.

No perdió el tiempo; voló hacia su madre, a contarle todo a ella y a Nan y a Bet, y para que compartieran con él el júbilo de la gran noticia.

Conclusión:
Justicia y retribución

Cuando todos los misterios se aclararon, salió a relucir, por confesión de Hugo Hendon, que su esposa había repudiado a Miles por orden suya aquel día en Hendon Hall, orden apoyada por la promesa, perfectamente digna de crédito, de que si ella no negaba que aquél era Miles Hendon, y se mantenía firme en esto, le quitaría la vida, a lo cual respondió ella: «Tomadla», porque no la apreciaba y no quería negar a Miles; entonces el marido dijo que a ella le perdonaría la vida, ¡pero haría asesinar a Miles! Esto era cosa distinta, así que la dama dio su palabra y la mantuvo.

Hugo no fue perseguido por sus amenazas ni por apropiarse de los estados y títulos de su hermano, porque ni la esposa ni el hermano quisieron testificar contra él, y a la primera no se le habría permitido hacerlo, aunque hubiese querido. Hugo abandonó a su mujer y partió para el Continente, donde murió al poco tiempo, y a poco el conde de Kent se casó con su viuda. Hubo grandes festejos y regocijos en el pueblo de Hendon cuando la pareja hizo su primera visita a la casa señorial.

Del padre de Tom Canty nunca se volvió a saber nada.

El rey buscó al labriego que había sido marcado y vendido como esclavo, lo apartó de su camino de perdición al lado de la cuadrilla de Ruffler y lo puso en vía de ganarse cómodamente la vida.

También sacó de la cárcel al viejo abogado, a quien perdonó la multa. Dispuso buenos hogares para las hijas de las dos mujeres anabaptistas a quienes vio quemar en la hoguera, y castigó debidamente al alguacil que descargó sobre las espaldas de Miles Hendon los inmerecidos azotes.

Salvó de las galeras al muchacho que había capturado al halcón perdido, y también a la mujer que había robado un retazo de paño a un tejedor; pero llegó demasiado tarde para salvar al hombre que había sido acusado de matar a un ciervo en el bosque real.

Mostró su favor al juez que se apiadó de él cuando lo acusaron de haber robado un cerdo, y tuvo la alegría de verlo crecer en la estimación pública y convertirse en un hombre insigne y honorable.

Mientras vivió, al rey le complacía contar la historia de sus aventuras, de principio a fin, desde la hora en que él centinela lo apartó con una manotada de la puerta del palacio hasta la noche final en que se mezcló mañosamente en una cuadrilla de presurosos obreros, y así se deslizó en la Abadía y trepó y se ocultó en la tumba del Confesor, y luego durmió tanto tiempo al día siguiente, que por poco pierde enteramente la Coronación. Decía que el referir con frecuencia su valiosa lección lo mantenía firme en su propósito de hacer que sus enseñanzas redituaran beneficios a su pueblo, y así, mientras tuviese vida, continuaría refiriendo la historia para mantener sus tristes acontecimientos frescos en la memoria y los manantiales de la piedad bien llenos en su corazón.

Miles Hendon y Tom Canty fueron siempre favoritos del rey, en su breve reinado, y lo lloraron sinceramente cuando murió. El buen conde de Kent tenía bastante sentido común como para abusar de su singular privilegio, pero lo ejerció dos veces, después de la ocasión que hemos visto, antes de dejar el mundo: una, cuando el ascenso al trono de la reina María, y otra cuando el ascenso de la reina Isabel. Un descendiente suyo lo ejerció cuando ascendió al trono Jaime I. Había transcurrido casi un cuarta de siglo antes de que el hijo de aquel descendiente deseara ejercer el privilegio, y el «privilegio de los Kent» se había borrado de la memoria de casi todas las gentes, de manera que, cuando el Kent de entonces compareció ante Carlos I y su corte y se sentó en presencia del soberano, para afirmar y perpetuar el derecho de su casa, se produjo, ciertamente, un verdadero revuelo. Pero el asunto fue aclarado de inmediato y confirmado el derecho. El último conde de su estirpe cayó peleando por el rey en las guerras de la república, y el singular privilegio termino con él.

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