—Debes postrarte ante tu dios.
La orden tardó un instante en penetrar en la bruma de miedo y de temor reverencial en la que estaban envueltos los pensamientos de Gwydion, hasta que finalmente parpadeó, balbució una muda plegaria y apoyó la frente sobre el terso suelo de mármol. El dios dejó que Gwydion permaneciera en esa incómoda postura durante largo rato.
—Puedes mirarme, Gwydion —dijo por fin, y el mercenario alzó tímidamente la cabeza.
Sus ojos tardaron algún tiempo en adaptarse a la deslumbrante claridad que inundaba la cámara, pero cuando lo consiguieron, Gwydion vio que el extranjero era alto, con una estatura que duplicaba la suya con creces. La figura cubierta con una armadura irradiaba oleadas de poder, de férrea autoridad, como irradia calor un fuego rugiente. Alzó una mano cubierta con un guantelete y las heridas del mercenario se curaron de forma instantánea. El miedo y la confusión le desaparecieron de la mente engullidas por el conocimiento divino. Una fría claridad mental se asentó sobre Gwydion, y esta nueva comprensión le hizo ver palpablemente la realidad innegable que sacudió el centro mismo de su ser: estaba en presencia de Torm el Veraz, dios del Deber, patrono de la Lealtad. De eso no le cupo la menor duda.
La ornamentada armadura de Torm, más antigua que cualquiera de las que se conservaban en Faerun, era de un color púrpura desvaído, y en ella estaban reflejadas las costumbres de los más grandes guerreros dedicados a su causa. Puntas de lanza talladas con los huesos del primer dragón malvado muerto en su nombre sobresalían de las articulaciones de codos y rodillas. Del peto crepuscular que le cubría el pecho brotaban destellos, como si en él llevara incrustada una miríada de estrellas. Los ojos brillaban como dos soles gemelos dentro del yelmo de Torm mientras el dios apuntaba con su espada corta de color carne al pecho de Gwydion. La hoja palpitaba con el ritmo de un corazón latiente.
—Los hombres me llaman Torm el Veraz porque valoro la lealtad por encima de todo. Me llaman Torm el Valiente porque estoy dispuesto a afrontar cualquier peligro para probar mi respeto por el deber. —El dios tocó el hombro del mercenario con su rosácea espada—. Quien quiera llamarse seguidor mío debe hacer lo mismo.
—Por supuesto, s-s-santidad —tartamudeó Gwydion mientras sentía que un estremecimiento de terror le recorría la columna vertebral—. Lo entiendo.
—En una época lo entendías —dijo Torm, tajante—, pero te has apartado mucho de la senda de la obediencia y el deber.
Las palabras resonaron dentro del yelmo del dios como una ominosa advertencia salida del interior de un sepulcro.
—Cuando luchaste bajo el estandarte del rey Azoun entendías lo que es el honor. Me honraste sobremanera batallando contra los bárbaros tuiganos y brillaste entonces como un verdadero caballero de mi Iglesia. Pero después dejaste a los Dragones Púrpura, diste la espalda a tu deber de defender la ley y la justicia, y todo ¿para qué?, para convertirte en mercenario, en un aventurero que sólo va en pos de riquezas. —Al ver que Gwydion inclinaba la cabeza avergonzado, Torm prosiguió.
»Viniste a Thar en busca del tesoro de los gigantes de la escarcha, pero descubriste que la única recompensa que ofrecen a los tontos avariciosos es una muerte rápida. Para tus aliados ya es demasiado tarde, pero para ti todavía hay una oportunidad, una forma de recuperar el honor.
—Lo que sea, santidad —dijo Gwydion. Lágrimas de arrepentimiento le corrieron por las mejillas mientras trataba de ponerse de pie.
—Contempla entonces el descanso final de Alban Onire, Santo Caballero del Deber, conocido en su día como enemigo de todos los gigantes del mal.
Torm flotó hacia un lado, dejando ver a un agraciado joven que yacía dignamente sobre una losa de piedra. Llevaba una armadura muy parecida a la del dios. La malla parecía recién pulida y de las correas que sujetaban la armadura y del cinturón de cuero del que pendía la vaina de la espada llegaba un olor a aceite fresco.
Gwydion se pasó nerviosamente la lengua por los labios.
—He oído historias de Alban Onire, pero... —Echó una mirada a la armadura reluciente, a la expresión apacible de las facciones del cadáver—. Pero murió hace siglos.
—Este lugar se consagró en honor de las grandes hazañas de Alban —dijo Torm, que también se volvió a mirar al caballero caído—. Su alma descansa en paz, pero su cuerpo no volverá al polvo hasta que surja alguien digno que ocupe su lugar como azote de gigantes y dragones. —Lentamente tendió una mano a Gwydion—. En otra época gozaste de mi favor, y puedes volver a hacerlo, pero sólo si te sacudes la cobardía y asumes el peso del legado de Alban.
El mercenario trató sin éxito de que el rostro no reflejara su sorpresa. Por más que le daba vueltas en la mente, no se le ocurría ninguna razón por la que Torm lo hubiera elegido a él. Había luchado valientemente como Dragón Púrpura, enfrentándose a la muerte una docena de veces en la cruzada. Tal vez bastara con eso. Repasó mentalmente las historias de otros guerreros santificados, leyendas de hombres y mujeres a quienes los dioses habían dado poder para actuar como agentes suyos en Faerun. Muy pronto, esas visiones de gloria superaron sus dudas.
—Señor, yo no soy digno —dijo Gwydion, a pesar de que ahora tenía la certeza de que era merecedor de todos los honores con que Torm pudiera bendecirlo. Con gesto solemne, hincó rodilla en tierra como muestra de humildad.
Torm hizo un movimiento con su rosada espada.
—Levanta, heredero de la grandeza de Alban, y reclama su espada. Algunos bardos la llaman
Matatitanes
, y no les faltan razones. Un toque de su acero encantado puede hacer caer al titán más poderoso. Haz buen uso de ella.
Gwydion se acercó a la losa de mármol, levantó la vaina y sacó la espada. El arma tenía el peso perfecto y sintió su empuñadura sólida y segura en la mano. Cortó el aire con ella y la hoja se movió como una extensión de su brazo o incluso de su mismísima alma. Sonrió y mantuvo a
Matatitanes
en alto para ver cómo bailaba la luz sobre el filo de la hoja del color de la plata. Con esta espada podría hacerse un lugar en la historia de Faerun, es decir, un lugar más grande para Torm, se corrigió inmediatamente.
—Gracias, santísimo s... —las palabras se le atragantaron mientras miraba atónito en derredor.
Torm había desaparecido, lo mismo que el cuerpo de Alban Onire. Gwydion se encontró solo en una pequeña caverna oscura iluminada únicamente por la luz que entraba desde la superficie por el tobogán. Tendió los dedos helados hacia la losa de mármol y sólo encontró una piedra de áspero granito sobre la cual había unos cuantos huesos antiguos y algunas piezas de armadura oxidadas. «He hecho posible que Alban pueda descansar por fin», pensó con orgullo el mercenario.
Apretó la empuñadura de la espada y, confortado por su peso, se dirigió hacia el tobogán. Un círculo de luz tenue señalaba la entrada. La luz del sol, pensó el mercenario, sobresaltado. El dios del Deber y la afilada hoja de
Matatitanes
lo habían entretenido más tiempo del que había imaginado.
Afirmando las piernas contra una de las paredes y la espalda contra la otra, Gwydion empezó a trepar por el hueco. La piedra estaba mojada, lo cual hacía que el ascenso resultara peligroso. Resbaló dos veces, y las dos veces retrocedió unos palmos antes de poder frenar la caída.
Matatitanes
se deslizó de la funda, pero consiguió coger la empuñadura antes de que la espada fuera engullida otra vez por la oscuridad. Mientras envainaba cuidadosamente el arma, el mercenario tuvo una fugaz visión de la ira de Torm. Tardó un buen rato en dominar su cuerpo tembloroso y poder continuar.
Por fin salió del tobogán a la fisura en la que se había refugiado inicialmente de Thrym. Estaba cansado por el largo ascenso, pero la expectativa del inminente enfrentamiento le daba fuerzas renovadas. Se asomó por la grieta rocosa y vio a su enemigo.
Thrym estaba disfrutando del sol mañanero, sentado contra la pared del acantilado. Los pocos cuervos que quedaban en el claro le picoteaban los brazos y las piernas alimentándose de los insectos que pululaban por encima de su mugrienta vestimenta. Un ratón se asomó por debajo del peto del gigante dando lugar a una febril actividad. Los cuervos se lanzaron en persecución del ratón, pero Thrym se despertó ante tan inusitado revuelo. Apartó a las aves de un manotazo y éstas se dispersaron por el cielo. Sólo cuando los sonoros ronquidos de Thrym volvieron a sacudir los arbustos y sofocaron el murmullo del río, los cuervos volvieron y reanudaron su festín.
—¡En nombre de Torm, ponte de pie y enfréntate a mí!
Lentamente, el gigante abrió los ojos azul hielo y miró al insignificante hombre que tenía de pie ante sí. Después de un instante se frotó la cara con una de sus manazas, y cuando Thrym volvió a mirar descubrió sorprendido que el ladrón seguía allí.
—Es mi deber como caballero de Torm darte ocasión de rendirte —dijo Gwydion.
El gigante se puso de pie trabajosamente y el mercenario tuvo que luchar contra el impulso de salir corriendo para refugiarse otra vez en el agujero subterráneo. En lugar de eso, Gwydion recurrió a la reserva de valor que tanto tiempo llevaba sin usar. Sintió que las frías aguas de la determinación aquietaban el temblor de su alma y apagaban el ascua de pánico que le quemaba el pecho.
—Debo advertirte —anunció Gwydion con aire grandilocuente—. Mi mano sujeta a
Matatitanes
, azote de todos los gigantes malvados. No puedes herirme mientras tenga esta espada. —Alzó el arma en alto admirado de los destellos que le arrancaba la luz del sol.
Thrym entrecerró los ojos, confundido. Echó mano de su hacha, que descansaba contra el acantilado como un árbol caído, y se aprestó a atacar con ella.
—Loco como una cabra —musitó mientras descargaba el hachazo.
Gwydion vio que el brazo con el que sostenía la espada rebotaba en el suelo un instante antes de sentir cómo el hacha se le hundía en el hombro. La extremidad experimentó una gran sacudida y los dedos dejaron caer el largo y ennegrecido hueso que sostenían con desesperación. No había ni
Matatitanes
ni regalo alguno de los dioses. Sintió entonces un dolor que le atenazaba el pecho y tuvo la certeza de estar tirado en la nieve cubierto con su propia sangre.
—Torm —musitó Gwydion mientras el gigante se aprestaba a darle el golpe de gracia.
Donde un viaje inesperado conduce a Gwydion el Veloz hasta el causante de su perdición, y el poderoso y tenaz Torm intenta una defensa del honor del hombre muerto.
Voces entusiastas llenaban el aire. Gritos de alegría, susurros de esperanza y murmullos cargados de un desesperado anhelo de salvación se fundían hasta convertirse en un manto sonoro que se extendía por el Plano del Olvido. Las voces entremezcladas tenían una extraña fuerza, apaciguadora en su constancia, enfervorizante en su optimismo sin límites. Así eran las plegarias de los muertos recientes.
—¡Silvanus, poderoso Padre Roble! ¡Admíteme en el gran círculo de árboles que es el corazón de nuestra casa en Concordant!
—Somos los hijos del señor de la Mañana, renacidos en su amor eterno. ¡Alcémonos, Lathander, como el sol en un amanecer de primavera, para renovar nuestros espíritus a tu lado!
—¡Oh, Mystra, divina señora de los Misterios, este servidor de tu gran iglesia solicita humildemente ser iniciado en los secretos de la magia, ser integrado en el tejido de poder mágico que rodea al mundo!
En el cielo despejado que cubre la planicie interminable de color blanco tiza, un estallido de luz anunció la llegada del heraldo de algún dios. La enorme criatura, semejante a un gólem, era un marut, tallado de un bloque de ónix tan grande como cualquier castillo de Cormyr, y estaba sujeto a un encantamiento para ejecutar el mandato de su divino creador. Levitó por encima de la muchedumbre y estudió a las almas allí reunidas con un par de ojos que ardían como zafiros en la redonda cara de piedra. Las anchas placas de armadura y bandas de oro martilleado con intrincadas tallas no podían ocultar los anchos hombros del marut ni sus gruesos y musculosos brazos. Su aura de firme poder, de fuerza irresistible, tampoco era capaz de enmascarar el brillo de sabiduría de su inflexible mirada.
Las almas que llenaban el plano interminable alzaban los ojos expectantes hacia el marut. El heraldo extendió una enorme mano en señal de bendición. Al extender los dedos anchos y romos, un nimbo blanquiazul apareció en la palma oscura del marut. El suave resplandor se intensificó, formando un círculo de estrellas. Una niebla rojiza se propagó en una tenue corriente desde el centro del círculo.
Las sombras reconocieron el símbolo sagrado. Desde todo el Plano del Olvido surgió un grito:
—¡Mystra!
Unos rayos luminosos surgieron de cada una de las mil estrellas y atravesaron el plano en una lluvia repentina de relámpagos. Los rayos incidieron sobre los adoradores de la diosa de la Magia, eliminando todos los cuidados y preocupaciones que se habían endurecido como costras sobre sus almas en sus años de vida mortal. Los servidores de Mystra gritaron gozosos. Empapados en el poder y amor de la señora de los Misterios, tendieron los brazos y flotaron hacia el círculo de luz. Uno por uno, los fieles de Mystra se convirtieron en rutilantes estrellas. Cuando todos se hubieron despegado de la muchedumbre, el heraldo cerró la mano y desapareció.
Como una sola voz, las almas del Plano del Olvido reanudaron sus cánticos.
—¡Oye el sonido de mi espada sobre mi escudo! Yo te invoco, oh señor de las Batallas, y solicito ser admitido en tu gran ejército del Limbo. Mis victorias en tu nombre son legendarias, las huestes enviadas a este campo de los muertos antes que yo son innumerables. Astolpho de Highpeak cayó víctima de una afilada espada, y Frode Silverbeard. Magnes, hijo de Edryn, y Hemah, terrible caballero de Talos...
Gwydion el Veloz observaba al hombre vestido con armadura que golpeaba la espada contra el abollado escudo. El guerrero bramaba una lista aparentemente interminable de nombres, y sólo hacía pausas para reclamar que Tempus lo rescatase de este horrible lugar. Gwydion había avanzado a tumbos entre los demás adoradores del dios de la Guerra en el Plano del Olvido. Todos eran iguales, se ufanaban de sus victorias y se mostraban ansiosos de incorporarse al ejército del dios, donde podían pasar el resto de la eternidad en un glorioso e interminable combate.