—Guárdelas en el cajón junto con las demás.
Montalbano pareció sorprenderse.
—¿Dos balas? ¿Efectuó dos disparos?
—No, señor
Dottore
, sólo uno.
—Pues entonces, ¿por qué Adragna te ha dado dos?
—
Dottore
, éstas son de las que teníamos nosotros. Verá, he pensado que si le pedía prestados a mi compadre el proyectil y el mensaje, él desplegaría las antenas y empezaría con razón a preguntar por qué nos interesaba tanto la muerte de un elefante. En cambio, le expliqué que había ido a Fiacca a ver a un amigo y aprovechaba para saludarlo. Conseguí hacerlo hablar del asunto del circo y él me enseñó la bala y la nota. Como tuvo que salir un momento del despacho, la comparé con las que yo llevaba. Idénticas. Esta vez la nota dice: «Estoy a punto de terminar de contraerme».
—Sí, ya lo sé, lo han dicho en la televisión.
—Me pregunto qué coño ocurrirá cuando termine de contraerse —dijo Mimì en tono pensativo.
—¿Adragna te ha contado si alguien ha visto u oído algo extraño durante la noche? —preguntó Montalbano.
—Nada. Las jaulas de los animales están situadas lejos de las caravanas donde duermen los asistentes y los artistas. La domadora oyó esas cosas que hacen los elefantes...
—¿Barrites?
—Sí, señor, pero como es algo que hacen a menudo cuando se ponen nerviosos, porque a lo mejor alguien está pasando por allí cerca, no le dio demasiada importancia.
—¿Nadie oyó el disparo?
—Nadie; debió de utilizar un silenciador. Y debía de llevar también una linterna muy potente porque Adragna me dijo que por la zona de las jaulas está muy oscuro.
—Pero ¿cómo demonios lo hizo?
—
Dottore
, hay que tener en cuenta que ese tío dispara bien. Como no podía usar un rifle de caza mayor, pues el estruendo habría despertado a todo el pueblo, se encaramó por los barrotes de la jaula hasta casi la altura de los elefantes y disparó contra el animal prácticamente a medio metro de distancia.
—¿Y cómo lo han sabido?
—Adragna ha descubierto el barro de la suela de los zapatos. Parece que encendió la linterna, apuntó al ojo del elefante más cercano y apretó el gatillo.
—Debe de disparar muy bien, pero menudo morro tiene —comentó Mimì. Y añadió—: Ahora ya sólo le falta la «o» de
Dio
.
Montalbano lo miró, preocupado.
—¿Queréis que os diga una cosa? Creo que sólo disponemos de tiempo hasta el domingo por la noche para impedir un homicidio.
El hombre llevaba tres horas leyendo sin apartar los ojos del libro cuyas páginas pasaba con delicadeza y temblor.
Unido está Él a la Potencia tal como una llama unida está a sus colores; sus fuerzas emanan de su Unidad tal como de la oscura pupila brota la luz de la mirada.
Emanan la una de la otra como el perfume de un perfume y la luz de una luz.
En lo Emanado existe toda la Potencia del Emanador, pero el Emanador no sufre por esta causa menoscabo alguno.
Al llegar a ese punto, el hombre ya no consiguió seguir leyendo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. De alegría. Más aún, de júbilo. Un júbilo sobrehumano. Consultó el reloj: las tres de la madrugada. Se abandonó a un llanto convulso, dominado por la emoción. Temblaba como si tuviese fiebre. Se levantó sin que apenas lo sostuvieran las piernas, se acercó a la ventana y la abrió. Soplaba un viento helado. Respiró hondo y lanzó un grito. Un grito tan prolongado que sonó como un aullido. Inmediatamente después notó como si le hubieran cercenado de golpe las piernas. Ya no pudo mantenerse en pie, cayó de hinojos con la pechera de la camisa empapada de lágrimas.
Faltaban sólo siete días para la Aparición.
Montalbano consultó su reloj: las tres de la madrugada. ¿Qué sentido tenía permanecer acostado sin lograr conciliar el sueño? Se levantó, se dirigió a la cocina y preparó café.
Tres preguntas seguían rondándole:
¿Por qué razón aquel sujeto actuaba siempre en lunes, a primera hora de la madrugada, al comienzo del nuevo día?
¿Por qué tenía tanto empeño en comunicar a todo el mundo que en él se estaba produciendo un proceso de contracción? ¿Qué coño se estaba contrayendo?
¿Qué significaba para el loco el verbo «contraerse»? ¿Tenía el sentido de encogerse, empequeñecerse, tal como decía Mimì Augello, o un sentido convencional y explicable tan sólo con aquello que pasaba por la mente enferma del desconocido?
Montalbano creía que para comprender la intención última del loco y saber adónde quería ir a parar, era indispensable interpretar debidamente aquel verbo.
¿Había una respuesta posible? No la había.
* * *
A primera hora de la mañana siguiente, martes, se presentó en el despacho con los ojos enrojecidos a causa de la falta de sueño y con un humor ya malo de por sí, pero elevado al cubo por el viento y el frío.
—Prestad atención —les dijo a Augello y Fazio—. He estado pensando mucho acerca de toda esta historia. Prácticamente toda la noche. El fanático, porque a estas alturas ya no cabe la menor duda de eso, de nada sirve ocultarlo, es con toda certeza alguien que ha nacido y se ha criado en Vigàta.
—¿Por qué? —preguntó Augello.
—Reflexiona, Mimì. En primer lugar, sabe perfectamente quiénes son los propietarios de ciertos animales y sus apellidos. Esos datos figuran en los registros municipales o se saben por conocimiento directo.
—Reflexiona tú —replicó ofendido Mimì Augello—. ¿Qué se necesita para saber que en el restaurante había un estanque con peces? ¿O que en una granja de cría de pollos hay pollos?
—Ah, ¿sí? ¿Y tú sabías que el señor Ottone tenía una cabra y De Dominici, un asno?
Augello no contestó.
—¿Puedo seguir? —dijo Montalbano—. Repito: es alguien de Vigàta y probablemente no muy joven.
—¿Por qué? —preguntó Mimì.
—Porque conoce a jubilados, gente mayor...
—Bueno...
Montalbano no quiso discutir y añadió:
—Y es una persona culta. Su caligrafía es la propia de alguien acostumbrado a escribir.
—Un momento —terció Fazio—, tan mayor no puede ser. No es fácil que alguien de cierta edad se ponga a romper cerrojos, recorrer la campiña de noche, encaramarse a una jaula...
—Por de pronto es un fanático, de eso no cabe la menor duda.
—Sí, Salvo, pero la pregunta de Fazio era... —terció Augello.
—He comprendido muy bien la pregunta. Y la estoy contestando. El fanatismo lleva a cometer actos impensables, te confiere una fuerza que no imaginabas tener, un valor que ni soñabas. Y, además, no está claro que actúe él personalmente. Puede enviar a alguien provisto de una pistola y una nota. Un adepto.
—¡¿Qué?! —dijo Fazio.
—Adepto quiere decir seguidor, no es una palabrota. Ahora vamos a hacer una cosa. Tú, Mimì, te vas al registro civil y pides la lista de todos aquellos cuyo apellido empieza con la letra «O». No serán cien mil.
—Cien mil no, pero muchos sí. Yo, por ejemplo, conozco a Mario Oneto y a Stefano Orlando —replicó.
—Yo conozco a tres —dijo Fazio—. Onesti, Onofri, Orrico.
—Sin contar —insistió Mimì— con que Stefano Orlando tiene diez hijos, cinco varones y cinco chicas. Y que tres de los chicos están casados y tienen hijos a su vez.
—Me importan un carajo los abuelos, los hijos y los nietos, ¿entendido? —estalló el comisario—. Quiero la lista completa para mañana por la mañana, incluidos los recién nacidos.
—¿Y después qué vas a hacer con ella?
—Si antes del domingo por la mañana no hemos resuelto el asunto, los reunimos a todos en un lugar y montamos guardia.
—Reunámoslos a todos en el campo de deportes, tal como hacía el general Pinochet —dijo irónicamente Augello.
—Mimì, me dejas verdaderamente de piedra. De que eras un cabrón no tenía la menor duda, pero jamás habría imaginado que pudieras alcanzar cotas tan altas. Mi más sincera felicitación. «Para cosas más grandes he nacido», tal como dice san Agustín. Y ahora no me toques más los cojones.
Augello se levantó y se retiró.
—¿Y yo qué hago? —preguntó Fazio.
—Te vas a pasear por el pueblo. Trata de averiguar si los asesinatos de los animales han trascendido y, en caso afirmativo, qué piensa la gente al respecto. Ah, y otra cosa: coloca a uno de los nuestros detrás de Ottone, el de la cabra. Tiene la desgracia de que su apellido empieza por «O». No quisiera que el fanático regresara y se lo cargara, incluso antes del lunes; de esa manera se ahorraría el tiempo y el esfuerzo de buscar.
Regresó a Marinella casi a las diez de la noche. No le apetecía comer, se notaba la boca del estómago contraída. Estaba preocupado, pero, sobre todo, descontento de sí mismo. Cierto que había logrado descubrir la conexión entre los hechos y había podido (tal vez) prever la siguiente jugada del fanático, pero todo ello no le serviría de nada si no conseguía averiguar la idea obsesiva, la pretensión que había anidado en el putrefacto cerebro del desconocido y que lo impulsaba a actuar.
Y no es que estuviera convencido de que en la base de todos los delitos hubiese necesariamente un móvil determinado y racional. A ese respecto, una vez había leído un librito de Max Aub, «Crímenes ejemplares», que, una vez superado el solaz, le había resultado más útil que un tratado de psicología. Pero no era menos cierto que cuanto más sabes acerca de la persona que buscas, más probabilidades tienes de encontrarla.
Sonó el teléfono.
—Bueno pues, ¿podrás arreglártelas para venir el sábado?
Con varios y complejos pretextos, merecedores de un futuro premio Nobel del embuste, había logrado aplazar de semana en semana el prometido viajecito a Boccadasse, intuyendo, sin embargo, que Livia estaba cada vez más mosqueada. Puede que lo mejor fuera contarle toda la verdad. Respiró hondo y soltó las palabras de carrerilla.
—Con toda sinceridad, Livia, no creo que pueda.
—Pero ¿puedo por lo menos saber qué te está pasando?
—Livia, ¿es que no sabes a qué me dedico? ¿Lo has olvidado? Yo no puedo tener los horarios y los tiempos de un empleado. Llevo entre manos una investigación muy pero que muy complicada. Ha habido una serie de asesinatos...
—¿Un asesino en serie? —preguntó Livia asombrada.
Montalbano vaciló.
—Bueno, en cierta manera sí.
—¿Y a quién ha matado?
—Bueno, empezó por un pez, concretamente un
muletto
.
—¡¿Cómo?!
—Sí, un mújol, pero de agua dulce. Después mató a un pollo y a continuación...
—¡Cabrón!
—Livia, escúchame... ¿Oye? ¿Oye?
Había colgado. ¿Sería posible que jamás lo creyeran, ni cuando decía la verdad ni cuando no la decía? Quizá debería haber colocado las palabras en un orden distinto, utilizar otras...
Las palabras. ¡Las palabras, Dios bendito!
Había elegido las más acertadas hablando del asesino de animales, lo había calificado de loco religioso, fanático, alguien que se creía Dios o que, por lo menos, mantenía relaciones directas con Él, ¡y no había sabido sacar las consecuencias de sus propias palabras! ¡Qué imbécil había sido! Aquél era el camino que había que seguir sin pérdida de tiempo. Marcó muy alterado un número de teléfono. Se equivocó a causa del nerviosismo. Lo consiguió al tercer intento.
—¿Nicolò? Soy Montalbano.
—¿Qué quieres? Estoy a punto de salir en antena.
—Sólo un momento.
—No lo tengo. Si me preparas un plato de pasta, voy a verte pasada la medianoche a Marinella, después del último telediario.
El periodista Nicolò Zito se encontró delante un plato de espaguetis aliñados con el llamado
oglio del carrettiere
, «aceite del carretero», y queso de oveja; y de segundo, diez
passuluna
, es decir, una variedad de gordas aceitunas negras, y lonchas de
caciocavallo
, el típico queso del sur de Italia.
—¡Te has pasado! —exclamó.
—Es que no tengo apetito, Nicolò.
—¿Y por eso te crees que yo tampoco tengo? ¿Qué te ocurre? Me preocupa que precisamente tú vengas a decirme que no tienes apetito. Adelante, habla.
Y Montalbano se lo contó todo. A medida que hablaba, Zito lo iba escuchando con creciente atención.
—Esta historia —dijo cuando el comisario terminó— sólo puede terminar de dos maneras: o como una farsa o como una tragedia. Pero creo que, tal como están las cosas, es más probable lo segundo.
—Yo también lo creo —admitió con semblante sombrío el comisario.
—¿Por qué me has llamado?
—Puedes serme útil.
—¿Yo?
—Sí. Necesito urgentemente que me pongas en contacto con Alcide Maraventano.
El hombre con quien el comisario quería reunirse era una persona de increíble erudición que unos años atrás le había echado una mano en el caso conocido como «El perro de terracota». Vivía en Gallotta, un pueblecito cerca de Montelusa, y puede que fuera un padrino o puede que no lo fuera, pero el caso es que la cabeza le funcionaba con corriente alterna. Vestía siempre una especie de túnica que, de negra que era inicialmente, con el tiempo había adquirido un tono verde moho; al ser muy delgado, parecía un esqueleto recién salido de la tumba, pero misteriosamente vivo. Su casa era una especie de enorme choza medio en ruinas, sin teléfono ni electricidad, pero en compensación estaba tan atestada de libros que ni sitio había para sentarse. Mientras hablaba, solía beber leche con un biberón infantil.
Al oír el nombre, Zito hizo una mueca.
—¿Qué ocurre? —preguntó Montalbano.
—No sé, precisamente ayer un amigo mío me contó que fue a verlo, pero Alcide no quiso abrir y le habló a través de la puerta.
—¿Por qué?
—Le dijo que está a punto de morir y que por tanto no dispone de tiempo para perder. Dice que el poco aliento que le queda lo necesita para respirar durante los pocos días que le restan.
—¿Está enfermo? —A Montalbano los moribundos le daban miedo.
—Vete tú a saber. Claro que ya tiene sus años. Debe de tener más de noventa.
—Tú inténtalo a pesar de todo, hazme este favor.
Hacia el mediodía del día siguiente, al no haber tenido ninguna noticia de Zito, decidió llamarlo.
—Nicolò, soy Montalbano. ¿Te has olvidado del ruego que te hice anoche?
A Nicolò pareció haberle picado una avispa.
—¿Que si me he olvidado? ¡Una mañana entera estoy perdiendo! ¿Acaso no sabes que Alcide no tiene teléfono y que hay que enviar a alguien para que hable con él?