Las cortinas de la habitación de Anton estaban echadas, pero el pequeño vampiro encontró una rendija a través de la cual podía observar el interior de la habitación. Vio a Anton sentado en el suelo, inclinado a la luz de la lámpara del escritorio sobre un gran mapa.
Con sus largas uñas el vampiro llamó en el cristal y gritó colocando sus manos alrededor de la boca:
—¡Soy yo, Rüdiger!
Anton levantó la cabeza. Su rostro, que durante un instante había parecido asustado, se despejó. Fue hasta la ventana y la abrió.
—Hola —dijo—. Por un momento pensé que era Tía Dorothee la que había llamado.
—De Tía Dorothee no tienes por qué asustarte hoy. Se ha ido volando a un baile de pueblo —dijo mientras se metía en la habitación.
—¿A bailar?
—Seguro que no. Probablemente estará al acecho delante del local hasta que los primeros invitados se vayan a casa. Y entonces…
Profirió una carcajada como un graznido, y Anton vio sus colmillos: afilados y agudos como una aguja. Como siempre, se le puso carne de gallina.
—Además, ella no soporta en absoluto a esa gente —prosiguió divertido el vampiro—. La última vez habían bebido tanto que Tía Dorothee estuvo dos noches en el ataúd con una intoxicación etílica.
—Iiiiih —dijo Anton en voz baja.
Prefería que no le recordaran de ningún modo que los vampiros, y entre ellos también su mejor amigo, se alimentaban de sangre. Por fortuna, Rüdiger siempre estaba harto cuando venía a su casa.
El pequeño vampiro señaló el mapa:
—¿Deberes?
—No —dijo Anton sombrío—. Esta tarde tuve que ir a ver una granja con mis padres. ¡Aquí, en este villorrio podrido!
Señaló un punto en el mapa, y el vampiro se inclinó para leer el nombre del lugar:
—«Pequeño-Oldenbüttel».
—Sí, así se llama el pueblucho —dijo Anton—. ¡Allí van a pasar mis padres una semana de vacaciones, en una granja!
—¿Solos?
—Yo, naturalmente, tengo que ir con ellos. «Para restablecerme adecuadamente», como dice mi padre. Lejos del ruido de la gran ciudad, respirar buen aire del campo, ir de paseo…
Al pronunciar las últimas palabras su voz sonó tan colérica que el pequeño vampiro tuvo que reírse.
—Tan malo no será —opinó.
—¡¿Sabes lo que dices?! —exclamó Anton, y su cara se puso roja de rabia—. ¡Por todas partes nada más que vacas, gallinas cacareando y caballos relinchando! ¡Allí no se puede hacer nada!
—Quizá montar a caballo…
—¡Bah, montar a caballo! ¡En esos caballos de labor!
—O montar en tractor.
—¡Qué aburrido! A mí me gustaría pasar las vacaciones en algún sitio donde se pueda hacer realmente algo. Pero en Pequeño-Oldenbüttel…
Furioso, pasó el dedo por el mapa.
—Tú escucha sólo cómo se llaman los pueblos vecinos: Gran-Oldenbüttel, Totenbüttel, Viejo-Motten, Nuevo-Motten. ¿Qué es lo que puede haber en esos villorrios?
Se le saltaron las lágrimas y rápidamente se restregó los ojos con la mano para que el pequeño vampiro no se diera cuenta de ello. ¡Sus padres planeaban una semana de vacaciones y ni siquiera se habían molestado en conocer su opinión! ¡Elegían una granja en una región perdida y aún esperaban que él se alegrara de ello!
¡Ah, él sí que hubiera sabido a dónde se podía viajar! ¡Por ejemplo, a un balneario como es debido, donde hubiera una piscina y toda clase de restaurantes, cines, discotecas…! ¡Pero en lo último que ellos pensaban era en él y en sus necesidades!
—Yo me lo imagino bastante agradable —opinó el vampiro.
—¡Pues yo no! —dijo Anton de mal humor.
Luego se quedó perplejo. Se le había ocurrido una idea.
—¿De veras que te lo imaginas así? —preguntó.
—Pues sí. Los nombres de las poblaciones suenan muy prometedores…¡Como si hubiera allí vampiros! ¡Quizá conozcas a un par de ellos si a la caída de la noche te pasas por el cementerio de Totenbüttel
1
!
—¿Yo? —dijo enigmático Anton, y riéndose irónicamente añadió—: ¡Nosotros!
El vampiro puso una cara de no entender nada.
—¿Cómo que nosotros?
—¡Muy fácil! —dijo Anton—. ¡Tú te vienes! ¡Contigo serán las vacaciones más sensacionales de mi vida!
—Pero…
El pequeño vampiro había perdido el habla.
—¿No has dicho que te lo imaginabas bastante agradable? —exclamó Anton.
—Para ti, quería decir.
—Lo que es bueno para mí también es bueno para ti. ¿O no somos amigos?
—Sí…
—¿Y no te ayudé yo cuando tenías prohibición de cripta y estabas con tu ataúd en la calle? ¿Acaso no te escondí en el sótano de mi casa?
—Sí…
—¿Ves? ¡Y ahora tú puedes hacer algo por mí!
El vampiro volvió la cara y empezó a morderse las uñas.
—Esto me pilla de improviso —murmuró quejumbroso—. ¡A nosotros, los vampiros, no nos gustan las decisiones precipitadas!
—¿Y quién ha dicho que ésta lo sea? —exclamó Anton—. Mis padres no se van hasta el domingo próximo. Así que tenemos tiempo de pensar en todo tranquilamente. Por ejemplo, en cómo vamos a llevar tu ataúd hasta Pequeño-Oldenbüttel.
El vampiro se encogió de hombros.
—¿Y si se pierde por el camino? —gritó—. ¡Entonces estoy apañado!
—En efecto. Por eso tenemos que planear todo meticulosamente. Podríamos quizá…
En ese momento oyeron voces en la puerta del piso.
—¡Mis padres! —exclamó asustado Anton—. Ellos no vuelven nunca tan pronto.
El vampiro había saltado de improviso al poyete de la ventana, donde estaba extendiendo su capa.
—¡Vuelve mañana por la noche! —le gritó Anton—. Hablaremos entonces de todo lo demás.
Anton cerró la ventana, echó las cortinas y empezó a doblar el mapa. Su madre llamaría en seguida, ya que habría visto luz por debajo de su puerta.
—Anton, ¿todavía estás despierto? —preguntó, ahora dando golpes en la puerta.
—Humm —gruñó él.
Ella entró y le miró sorprendida.
—¿Todavía no te has desnudado?
—No.
—Y aquí vuelve a haber un aire sofocante. ..
Con pasos rápidos fue hacia la ventana y la abrió de par en par.
—Antes de irte a dormir tienes que dejar que se ventile, Anton. ¡El aire viciado no es sano!
—Sí, sí —dijo Anton, riéndose para sus adentros.
Al fin y al cabo ella no podía saber que era la marca de olor especial de Rüdiger lo que ella había olido.
—¿Por qué habéis vuelto tan temprano? —preguntó.
—Seguro que tú aún tenías algo previsto.
—No. Sólo quería…
—… ver un poco la televisión, ¿no es cierto?
—¿Yo? ¿Ver la televisión? ¡He estado mirando el mapa!
Como de todas maneras no conseguía doblarlo correctamente, volvió a desplegarlo sobre el suelo.
—Quería saber qué hay en los alrededores próximos a Pequeño-Oldenbüttel.
—¿Y qué has encontrado?
—Totenbüttel…, eso suena bastante interesante. ¿Acaso habrá allí… vampiros?
—¡Vampiros, vampiros!
De repente la voz de su madre sonó enfadada.
—¡Tú no debes tener ninguna otra cosa en la cabeza! ¡Eso es sólo por las historias de vampiros que lees continuamente!
Ella fue hasta la estantería de libros y sacó los preferidos de Anton.
—
Drácula
…,
La Venganza de Drácula
…,
Vampiros. Las Doce Historias Más Terribles
…,
En la Mansión del Conde Drácula
…,
Carcajadas desde la Cripta
…
Uno tras otro iba dejando caer los libros encima de la cama.
—Sólo con leer los títulos me corren ya escalofríos por la espalda.
Cada vez que caía un libro en la cama, Anton se estremecía dolorido. Sin embargo, no decía nada sobre ello para no irritar aún más a su madre; si no, quizá le quitara los libros.
—Tienes los nervios irritables, ¿eh? —dijo solamente, mientras cogía los libros y los volvía a colocar cuidadosamente en el estante.
—¿Acaso tú no? ¡Si pudieras oír cómo te quejas y gritas a veces mientras duermes!
—Es porque estoy soñando con el colegio.
—Ya, ya. ¿Tenéis entonces una Dorothee en el colegio?
—¿Dorothee?
Anton se puso pálido.
—La última noche gritabas: «¡Tía Dorothee, por favor, no me muerdas!» ¿Puedes explicarme eso?
—Bueno, ésa… —buscó a trancas y barrancas las palabras—, ésa es la señora de la limpieza. Ella… tiene unos dientes tan puntiagudos… Y hace poco me dejé olvidada la bolsa de deportes en la clase y volví a entrar, y entonces… entonces ella me miró con sus dientes puntiagudos de una manera que…
Había empezado realmente a sudar durante su relato. Su madre simplemente se reía incrédula.
—Tal y como te conozco, tú no moverías un dedo por una bolsa de deporte olvidada.
—Había dinero dentro —dijo rápidamente.
¡Que su madre tuviera que descubrir siempre sus intrigas! Él podía idear las cosas más increíbles, pero a pesar de ello siempre le pillaba. Sólo servía una cosa: decir la verdad.
—Bueno.
Tomó aire profundamente.
—Tía Dorothee es la tía de Rüdiger, el pequeño vampiro, de Ana la Desdentada y de Lumpi el Fuerte. Además, ella es el vampiro más peligroso de la familia von Schlotterstein.
Durante un momento su madre estuvo demasiado desconcertada para poder contestar. Luego sus ojos empezaron a echar chispas, y exclamó:
—¡Ya no puedo soportar más esas eternas historias de vampiros!
—Papá, al parecer, sí —opinó Anton.
—¿Por qué?
Anton señaló con una inclinación de cabeza la puerta entornada.
—Acaba de encender la televisión. Precisamente ponen una película de vampiros: «Drácula, El Caminante Solitario».
El sonido de la televisión llegó suave hasta ellos.
—Estás sospechosamente bien enterado —dijo la madre.
Él notó cómo se ponía colorado. Naturalmente no podía reconocer que ya, durante toda la tarde, se había alegrado por la película.
—Entonces es verdad.
—¿El qué?
—Que querías ver la televisión. Y si nosotros no hubiéramos llegado tan pronto…
—¡Pero, mamá! —se indignó Anton.
—Sí, sí —dijo la madre—. Sólo que esta vez no te saldrás con la tuya, porque ahora te vas a desnudar y te vas a la cama.
—Sí —gruñó Anton, intentando poner una cara compungida.
Sin embargo, tuvo que morderse los labios para no reírse: ¡su madre, al parecer, había olvidado que él tenía una televisión propia en su habitación!
Durante el desayuno del día siguiente dijo su padre:
—¿Y entonces ahora sí que tienes ganas de ir a la granja?
—Humm —murmuró ambiguamente Anton.
—No podía imaginarme otra cosa —declaró el padre.
Se sirvió otra taza de café y dijo apasionadamente:
—El sueño de todo chico de gran ciudad: trepar a los árboles, construir cabañas, cazar con papelillos, caminatas nocturnas…
Anton levantó sorprendido la vista de su plato.
—¿Es que vamos a hacer esas cosas? Yo pensaba que vosotros sólo queríais pasear.
Los padres cambiaron una mirada.
—Naturalmente, sobre todo pasearemos —dijo entonces el padre—. Realmente nos gustaría descansar. Y las cazas con papelillos son quizá algo demasiado agotador para nosotros.
Cuando vio la cara de decepción de Anton añadió rápidamente:
—Pero en la granja hay suficiente variedad para ti. Puedes ayudar a dar de comer a los animales, ir al campo con el granjero… Y, además, están también los hijos de la familia. ¿No tiene el chico la misma edad que tú?
—Anton es un año más pequeño —dijo la madre.
—Bah, ése —dijo Anton, denegando con un ademán—. Ese sólo se interesa por los caballeros. Me ha contado que tiene quinientos en su habitación.
El padre se rió.
—Entonces sí que hacéis buena pareja. ¡El tiene sus caballeros, tú tienes tus vampiros!
Anton jadeó. ¡Eso sí que era monstruoso! ¡Equiparar caballeros con vampiros!
—¡Los caballeros desaparecieron ya hace siglos! —exclamó—. ¡La caballería forma parte de la más sombría Edad Media!
—¿Pero, hay vampiros todavía? —preguntó mordaz la madre.
—Naturalmente que no —dijo, reprimiendo con esfuerzo la risa—. Los vampiros sólo existen en los libros… En los malos libros —completó—. ¿O no?
¿Cómo van de viaje los vampiros? Con ello estuvo Anton quebrándose la cabeza el domingo entero. Pero en lugar de una solución sólo se le ocurrían siempre nuevas dificultades. El problema empezaba con que los vampiros tienen que dormir siempre en su propio ataúd. O sea, que sólo pueden ir de viaje si llevan consigo sus ataúdes. Pero, ¿cómo? En una maleta no cabía. Y llevar el ataúd debajo del brazo mientras volaba tampoco podía hacerlo un vampiro.
«¿Y si lo facturara en el furgón de equipajes?», pensó Anton. Él había leído a menudo en el periódico que a la gente que moría durante los viajes la llevaban de vuelta a su ciudad natal en el ataúd. Sólo que, ¿no desconfiarían los empleados del tren si él, Anton, quisiera entregar un ataúd como equipaje?
Suspiró. ¡Si al menos tuviera a alguien con quien poder hablar de ello! Pero ante sus padres tenía que mantenerlo todo en secreto, y el pequeño vampiro no quería que le importunaran con problemas.
La mirada de Anton cayó sobre sus libros: ¿No habría ninguna historia en la que un vampiro fuera a hacer un viaje y de la que él pudiera aprender cómo organizarlo?
Sí: ¡
Drácula
…, el libro de Bram Stoker! ¡Allí el Conde Drácula quería trasladarse desde su castillo de Transilvania a Inglaterra!
Excitado, Anton cogió el libro de la estantería. Hacía ya un par de meses que lo había leído y no podía acordarse de todos los detalles. Pero aún sabía que en los preparativos del viaje jugaban un papel importante cincuenta grandes cajas. El libro empezaba con las descripciones del diario de Jonathan Harker, un abogado de Inglaterra a quien Drácula había llamado a su castillo.
«30 de junio, por la mañana…», leyó Anton, «la gran caja estaba todavía en el mismo sitio, muy pegada al muro; la tapa ya estaba encima, pero aún no estaba sujeta; los clavos estaban metidos en la madera y sólo había que clavarlos más… Levanté la tapa y la apoyé en la pared… Allí yacía el conde, pero parecía como si su juventud hubiera vuelto de nuevo…r la boca estaba más roja que nunca, pues sobre los labios había gotas de sangre fresca… Mientras escribo esto se oye abajo, en el pasadizo, el ruido de pies que se arrastran y el estrépito de pesadas cargas, por lo visto de las cajas llenas de tierra. Se oye martillear algo; es la caja que la están claveteando…»