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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro en la granja (11 page)

BOOK: El pequeño vampiro en la granja
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—¿Vas a volver a llevar el ataúd a la cripta? —exclamó perplejo Anton—. Pero…, ¿por qué?

—Es por Stöbermann. Rüdiger no ha pegado ojo en todo el día y ahora quiere volverse a casa de todas todas.

—¿Y por qué no me lo dice él mismo?

—Porque tiene miedo. Es que piensa que Stobermann estará fuera en el jardín.

—Pero sin mí no encontrará nunca el camino de vuelta…

—¿Tú crees? —dijo irónica Anna—. ¡Me tiene a mí! Yo sé orientarme muy bien en la oscuridad. Y, al fin y al cabo, ya encontré el de ida.

—¡Pero vosotros no conocéis los peligros del campo! ¡Aquí incluso hay gente que todavía cree en vampiros!

Anna le miró con ternura.

—¿Te preocupas por mí?

—¡Yo…, so… sólo quiero que no os pase nada! —tartamudeó.

Los grandes ojos de Anna resplandecieron.

—Ay, Anton —suspiró volviendo luego rápidamente la cabeza—. Por mí nunca se había preocupado nadie —dijo en voz baja.

Anton tosió sonrojándose.

—Puedo llevaros hasta la estación —dijo para desviar la conversación hacia un tema menos embarazoso—. Desde allí podéis ir volando a lo largo de los raíles.

—¡No es necesario! —repuso ella.

—¡De todas formas! —dijo Anton—. Más valen tres que dos.

—Está bien —dijo ella.

Y mientras le miraba fijamente añadió dulce:

—¡Así estaremos juntos un rato más!

—Ahora…, ahora deberíamos irnos —murmuró.

—¿En pijama? —dijo ella riéndose.

Anton se miró y se sobresaltó: ¡Hasta ahora no se había dado cuenta de que estaba en pijama delante de Anna!…

¡Su viejo, ajado y raído pijama! Anna pareció no advertir su turbación. Trepó al poyete de la ventana y dijo:

—Te esperamos en la pocilga. Luego salió volando de allí.

Novedades de la cripta

Anton se puso su jersey más grueso y se enrolló una bufanda al cuello. Sus dolores de garganta se habían hecho aún mayores…, a pesar de las pastillas que le había dado Stöbermann.

«Probablemente sean pastillas para otra cosa», pensó cáustico. «Contra el catarro intestinal o los hongos en los pies.»

A pesar de ello se metió otra pastilla en la boca antes de irse para abajo.

Se quedó parado delante de la casa y acechó.

El jardín, por suerte, estaba al otro lado de la casa. Desde allí sonaba la música y oyó reírse a una voz de mujer.

¡Ojalá durara la fiesta mucho tiempo aún! ¡Por lo menos hasta que él hubiera regresado de la estación! Y si no… ¡ya se le ocurriría alguna excusa!

Anna y Rüdiger ya le estaban esperando en la puerta de la pocilga, en cuya sombra habían dejado el ataúd sobre el suelo.

—¿Vienes de una vez? —gruñó el pequeño vampiro.

—¡No seas tan grosero con Anton! —le reprochó Anna—. Después de todo quiere ayudarte.

—¡Sí, sí! ¡Primero me enreda para venir aquí y encima tengo que estar agradecido!

—¿Que yo te he enredado para venir aquí? —dijo indignado Anton—. ¿Y quién era el que tenía que huir de Jorg el Colérico?

El vampiro sonrió ampliamente.

—Nadie, Jorg el Colérico se ha ido de la cripta.

Anton resopló de indignación por la forma en que el vampiro volvía a tergiversar los hechos.

—¡Eso sí que no es verdad!

—¿Ah, sí? —se rió entre dientes el vampiro—. Pregúntale a Anna si no es ver-dad que se ha ido.

—¡No me refiero a eso! —dijo colérico Anton.

Naturalmente Rüdiger sabía de qué estaba hablando Anton…, pero con lo egoísta que era no lo reconocería. Y ahora no tenía sentido discutir con él sobre ello.

—De verdad que se ha ido —dijo Anna que no podía imaginarse de qué iba la cosa—. Jorg el Colérico quería recuperar el alfiler de corbata que le había regalado a Lumpi. Pero Lumpi no quiso devolvérselo y le echó de la cripta.

Ella se rió entre dientes.

—¿Lo ves? —dijo triunfante el pequeño vampiro—. ¡Bueno, y ahora puedes ayudar a Anna a llevar el ataúd!

—¿Y tú qué harás? —preguntó Anna.

—Yo os indicaré el camino.

—¡Eso es lo que tú quisieras! ¡O llevas el extremo delantero o yo no agarro!

—¿Y Anton? —criticó el vampiro.

—Anton nos señalará el camino —aclaró yendo hacia el extremo trasero del ataúd—. ¿Qué pasa? ¿Quieres que deje tu ataúd aquí tirado?

—Ya voy —gruñó malhumorado el vampiro, y levantó el extremo delantero del ataúd.

—Ya estamos listos —sonrió ella a Anton, que se había asegurado una vez más de que no había nadie por allí cerca.

—¡Bien! —dijo él—. ¡No hay moros en la costa!

Tensión baja

Rodearon el pajar y atravesaron el patio, en el que estaba el coche de los pa-dres de Anton y la furgoneta azul clara de los Hering. Atravesando por medio de los altos árboles llegaron a la Calle Vieja del pueblo.

Después de haber andado un rato el pequeño vampiro dejó en el suelo su extremo del ataúd.

—Me duele la espalda —gimió.

—¡Tú lo que quieres es que Anton lleve el ataúd por ti! —le increpó Anna.

—No he dormido en todo el día —se quejó—. Y tampoco he comido. Se me nubla la vista.

—Eso no hay quien se lo crea —dijo ella solamente.

—¡Tengo la tensión baja! —exclamó el pequeño vampiro—. ¡Y por eso puedo des-mayarme muy fácilmente!

—Ya —dijo incrédula Anna—. ¿Y cómo sabes que tienes la tensión baja?

—Eso lo nota uno.

—Yo sólo noto que tú eres un vago —repuso colérica.

El vampiro puso una cara ofendida.

—Tú no tienes derecho a opinar. Al fin y al cabo todavía eres casi un bebé.

—¿Tú crees, abuelito? —contestó Anna dejando caer con estrépito su extremo del ataúd sobre los pies de Rüdiger.

—¿Te has vuelto loca? —gritó el vampiro.

Con un gesto desfigurado por el dolor empezó a saltar a la pata coja.

—¡Os habéis vuelto locos los dos! —siseó Anton—. ¡Hacéis tanto ruido como si estuvierais solos en el mundo!

Anna y Rüdiger se asustaron. De pronto se quedaron sin decir esta boca es mía.

—¿Nos ha oído alguien? —preguntó preocupado el vampiro.

Anton señaló con una inclinación de cabeza una casa que estaba oculta detrás de un alto seto y de la que sólo podía verse una ventana de la buhardilla iluminada.

—Es muy posible…

—¡Tenemos que seguir! —apremió Anna.

—No, espera —dijo el vampiro—. Quizá pueda cobrar fuerzas allí detrás…

—Yo no lo haría —dijo Anna.

—¡Pero yo sí! —replicó el vampiro—. ¡Luego también me resultará mucho más fácil llevar el ataúd…!

Con los labios entreabiertos y la mirada fija y perdida caminó lentamente hacia la casa.

Anna arrastró a toda prisa el ataúd detrás de un arbusto.

—Ven, vamos detrás de él —le susurró a Anton—. ¡Si no, todavía va a ocurrir una desgracia!

Espías

El pequeño vampiro no se molestó en tomar nota de la parte delantera. Firmemente resuelto se dirigió a la parte trasera de la casa.

—Se cree que todo el mundo se olvida de cerrar la entrada trasera —dijo Anton en voz baja a Anna.

Ella le miró sorprendida.

—¿Es cierto eso?

—No. Pero ya se dará cuenta él mismo.

—¿No vamos detrás de él?

—Prefiero quedarme detrás de los matorrales —contestó Anton—. Además, de todas formas volverá en seguida.

Después de una pausa dijo Anna:

—A mí me gustaría mirar lo que hay dentro. Es que me interesa la decoración de interiores.

—¿Acaso quieres entrar?

—No. Sólo mirar por la ventana —dijo ella—. ¿Me esperas mientras?

Anton asintió con la cabeza. Ella corrió rápidamente hacia la casa y espió por las ventanas.

Luego volvió con expresión decepcionada.

—¡Puf, qué decoración más aburrida! —dijo—. En la habitación de la izquierda sólo hay una mesa de comedor con cuatro sillas. En la habitación de la derecha hay un escritorio junto a la puerta, y también hay estantes para libros.

Anton bostezó para demostrarle lo poco que le interesaba aquello.

—Y al lado está la sala de estar —prosiguió ella—-, con un sofá, una mesa y dos sillones. Ah, sí, y pegada a la pared hay una vitrina.

Anton sólo había escuchado a medias. No se asustó hasta que ella dijo:

—Y en la vitrina hay muchísimas mariposas.

—¿Qué hay en la vitrina? —preguntó— ¿Mariposas?

—Sí. He podido verlas muy bien porque la luz de la luna entraba en la habitación. E imagínate: ¡Alguien las ha atravesado con cerillas!

—¡Oh, no! —se quejó Anton—. ¡Entonces es la casa de Stöbermann!

Los ojos de Anna se agrandaron del susto,

—¿La casa de Stöbermann? ¿Y Rüdiger…?

—Ojalá estuviera cerrada la puerta de atrás —dijo apagado Anton.

Ahora oyeron un furioso ladrido que venía de la parte trasera de la casa.

Anton se quedó rígido.

—¡El perro de Stöbermann! ¡La bestia negra!

—Voy a ver si le ha pasado algo a Rüdiger —declaró Anna queriendo mar-charse.

—¡Un momento! —dijo Anton sujetándola de la capa.

Excitada preguntó:

—¿Tienes una idea mejor?

—¡No debemos precipitarnos! —dijo suplicante—. ¿O quieres que Stöbermann te atrape también a ti?

—¿Crees acaso qué…?

Dejó la frase sin acabar, pues en ese momento se encendió la luz en la habitación de la derecha: el gabinete de trabajo.

Y lo que allí vieron les cortó la respiración: el señor Stöbermann entró en la habitación… ¡empujando delante de él al pequeño vampiro! Rüdiger tenía la cabeza agachada como un animal que llevan al matadero.

—¡Oh, qué horrible! —susurró Anna—. ¿Qué es lo que va a hacer ahora con él?

Como si hubiera oído sus palabras, el señor Stöbermann cerró las cortinas de un tirón.

—Primero le sonsacará —aventuró Anton—. Sí, y luego…

No siguió hablando. La idea era demasiado horrorosa. Con toda claridad Anton había visto las afiladas estacas de madera que asomaban del bolsillo de la chaqueta de Stöbermann…

—¡Lo que yo haría sería romper la ventana! —dijo Anna agitando sus peque-ños puños.

—Eso no serviría de nada —contestó Anton—. Tenemos que hacerlo de otra forma, con más astucia. Y ya sé también cómo…

—¿Cómo? —preguntó Anna con los ojos muy abiertos.

—Llamaré al timbre. Entonces Stöbermann vendrá hasta la puerta…

—…Y Rüdiger podrá escaparse! —añadió excitada—. ¡Oh, Anton, tengo miedo!

«¡Yo también!», pensó Anton, pero prefirió no decirlo.

Adelantó decidido su barbilla y fue hacia la puerta de la casa con gesto arrogan- te…; se sentía como un torero entrando en el ruedo.

—¡Mucha suerte! —le gritó Anna.

—Gracias —dijo en voz baja antes de apretar el timbre.

No son horas de consulta

Anton oyó cómo sonaba dentro de la casa. En sus oídos sonó agudo y desentonado, y su corazón empezó a latir aceleradamente.

Pero no se sentía ningún ruido. Tragó saliva. Volvió a llamar al timbre.

Ahora se acercaron unos pasos.

Anton hubiera preferido darse la vuelta y salir corriendo de allí… pero pensó en el pequeño vampiro y apretó los dientes.

El señor Stöbermann abrió la puerta, pero sólo una rendija. Miró desconfiado a Anton engurruñando los ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó huraño.

—Yo…

Anton se había pensado antes qué era lo que iba a decir exactamente, pero ante la mirada inquisitiva de Stobermann empezó a tartamudear.

—Yo…, es por mis… ¡mis dolores de garganta!

El gesto reservado de Stobermann se aclaró.

—Ah, vaya… Ahora te reconozco: ¡tú eres el niño veraneante de la faringitis!

Abrió la puerta hasta la mitad.

—Dime, ¿qué estás haciendo aquí fuera? ¿Cómo es que no estás en la cama?

—Mi… mi madre me ha enviado —mintió Anton—. Para… para buscar otras pastillas. Las que usted me ha dado no hacen nada.

—¡Tampoco pueden hacerte nada saliendo por la noche! —dijo indignado el señor Stöbermann—. Pero a pesar de todo te daré otras. ¡Espera aquí!

—¡Un mo… momento! —tartamudeó Anton.

Notó cómo empezaba a sudar. ¡Tenía, como fuera, que mantener a Stöbermann más tiempo aún en la puerta si quería que la fuga del pequeño vampiro tuviera éxito!

—¡Mi… mi madre ha dicho que también tenía usted que mirarme la garganta!

—¿Para eso te manda tu madre hasta aquí con el frío aire de la noche? —dijo el señor Stöbermann sacudiendo la cabeza—. ¡Qué estupidez! Si no tuviera visita en este momento, llamaría a tu madre por teléfono para que viniera y te recogiera. Pero, como he dicho, tengo visita… —prosiguió con la voz cambiada mirando nervioso detrás como si esperara la aparición del vampiro…, ¡que presumiblemente ya se habría escapado!

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