Y presta atención a cómo lo sientes… En tu puño hay ahora muchísima tensión…, y en tu antebrazo… Bien, y ahora suelta otra vez los dedos de tu mano derecha, sueltos, muy sueltos. Fíjate en la sensación: ¡cómo tus dedos se vuelven a soltar!; ¡esa sensación, completamente diferente, de relajación! Y otra vez…
—¡Ay! —exclamó el pequeño vampiro—. ¡Cómo duele!
—¿Te duele? —preguntó sorprendido el señor Schwartenfeger.
—¡Se…, se me ha agarrotado la mano! —se lamentó el vampiro sacudiendo el brazo derecho—. Y además, esto no puedo soportarlo: ¡estar tumbado aquí sin hacer nada siendo plena noche!…
—Tú no estás acostumbrado a esto, lo sé —dijo el señor Schwartenfeger sin el más mínimo enfado.
Realmente tenía que tener más paciencia que un santo… ¡o por lo menos actuaba como si la tuviera!
—Sin embargo, a ti te gustaría perder tu miedo a los rayos del sol, ¿no es verdad? —preguntó.
—¡Sí! —gruñó el vampiro.
—Quiere hacerlo por Olga —intervino Anton.
—¿Por Olga? —preguntó sonriendo satisfecho el señor Schwartenfeger—. ¿Tienes una amiguita, Rudolf?
—¡Sí! —dijo el vampiro.
Ya Anton le bufó:
—Traidor.
—Pero no tienes por qué molestarte —repuso el señor Schwartenfeger—. Todo lo contrario: si sabes por quién lo haces, cogerás el entrenamiento con muchas más ganas y mucho más entusiasmo.
—¡Exactamente! —dijo el pequeño vampiro lanzándole a Anton una mirada triunfal.
—¿Hacemos otro ejercicio… por Olga? —preguntó el psicólogo.
Aquello surtió el mismo efecto que una fórmula mágica: el pequeño vampiro se puso colorado y asintió con vehemencia:
—Oh, sí. ¡Por Olga, siempre!
—Bien —dijo el señor Schwartenfeger—. Entonces vuelve a apoyar los brazos en los brazos de la silla. Y ahora dobla los codos y tensa tus músculos… ¡Más fuerte, más fuerte aún! Fíjate en la sensación de tensión… Ahora tus músculos están tensísimos… Extiende ahora los brazos y vuelve a soltarlos. Déjalos colgando, muy sueltos… Concéntrate en esa sensación de relajamiento… Así. Y ahora otra vez…
—¡Ay, los brazos me pesan como el plomo! —gimió el vampiro.
Aquellos pocos ejercicios parecían haberle agotado ya. A Anton, por el contrario, las indicaciones del psicólogo le habían parecido más bien casi un juego: doblar los brazos, mantener la tensión, soltar…
«¿Será quizá que el pequeño vampiro tensa sus músculos con demasiada fuerza?», pensó. ¡Al fin y al cabo, los vampiros tienen una fuerza extraordinaria!
—¡Si ya no quieres seguir, lo dejamos ahora mismo! —dijo el señor Schwartenfeger.
—Yo…, yo creo que para ser la primera vez es suficiente —musitó el pequeño vampiro.
—¡Claro que sí! —le confirmó el señor Schwartenfeger—. Tú no tienes más que decírmelo.
«¡Así de rápido deberían acceder también mis padres en casa a mis deseos!», pensó con envidia Anton. Pero es que ellos no eran psicólogos…
—Para ser la primera sesión, realmente hemos hecho un montón de cosas —dijo elogioso el señor Schwartenfeger.
«¿Un montón?», pensó Anton poniéndolo en duda. ¡Las clases de gimnasia en su colegio eran más cansadas!
—En las próximas sesiones aprenderás otros ejercicios de relajamiento —explicó el señor Schwartenfeger—. Y será después cuando empiece el auténtico programa de entrenamiento: la desensibilización.
—Cómo, ¿hasta entonces nada?
—No. Ahora seguro que comprendes por qué necesitamos tiempo para el programa.
—Humm, sí —dijo el pequeño vampiro.
—Bien. ¡Y para terminar esta sesión de prueba hablemos del color amarillo! —anunció el señor Schwartenfeger.
Cogió la bolsa de Anton y sacó consecutivamente las gafas de sol —¡sorprendentemente aún estaban intactas!—, los calcetines, la banda de la frente, el aceite bronceador, la crema solar y el chándal.
—¡Brrr, puf! —voceó el pequeño vampiro.
—De momento, el color amarillo todavía te produce miedo —dijo el señor Schwartenfeger asintiendo con la cabeza—. Pero créeme, cuando hayas aprendido a relajarte bien, ¡perderás ese miedo!
Para asombro de Anton volvió a meter las cosas en la bolsa. La fuerte aversión de Rüdiger parecía haberle convencido de que por el momento no era muy beneficioso proseguir con aquella parte del entrenamiento.
—A mi otro paciente, Igno Rante, al principio tampoco le gustaba el amarillo —dijo.
—¿A su otro paciente?
El pequeño vampiro hizo rechinar sus afilados colmillos.
—Ese Igno Rante… —empezó a decir tras pensárselo un poco—. Anton me ha contado que ni siquiera usted mismo sabe muy bien si es un vampiro o no.
—Sí… —dijo el señor Schwartenfeger haciendo chirriar su silla—. Hay muchos argumentos
a favor
de que lo sea. Pero él dice que no es
ningún
vampiro. ¡Probablemente no puede aceptarse a sí mismo como vampiro!
—¿Qué quiere decir con eso?
—Me imagino que será así: debe de haber tenido alguna vez una experiencia horrible… Un trauma, como decimos nosotros los psicólogos. Presumiblemente, ese trauma sigue teniendo hoy sus efectos y eso le empuja a no reconocer que es un vampiro.
El pequeño vampiro puso cara de consternación.
—¿Se habrá encontrado acaso con… cazadores de vampiros?
—Pudiera ser —dijo el señor Schwartenfeger—. ¡Quizá fueran, efectivamente, unos cazadores de vampiros!
—¡Olga! —exclamó el pequeño vampiro—. Ella también tuvo una de esas experiencias horribles… ¡En Transilvania, en su Castillo Seifenschwein!
El señor Schwartenfeger escribió algo en su libreta negra.
—¿Es que Olga es un vampiro? —preguntó.
—¡Sí! —contestó el pequeño vampiro, y prorrumpiendo en sollozos volvió la cara hacia la pared.
—¿Y tampoco ella quiere reconocer que es un vampiro? —siguió preguntando el señor Schwartenfeger.
Rüdiger volvió la cara.
—¡¿Cómo se le ocurre pensar eso?! —exclamó mirando al señor Schwartenfeger con unos ojos que echaban chispas de furia—. ¡Olga está incluso muy orgullosa de ser un vampiro! ¡Y tiene mucha razón para estarlo, pues los Von Seifenschwein son una de las familias de vampiros más antiguas que existen!
«¿Son?», pensó Anton. Probablemente sería más acertado decir «eran». Por lo que él sabía, Olga era la última de los Von Seifenschwein; ¡y no representaba precisamente una honra para la familia!
Pero, como es sabido, aquello el pequeño vampiro lo veía de un modo muy diferente.
—¿Crees tú que podrías traer a Olga? —se interesó el señor Schwartenfeger.
—¡Ja, ¿y cómo?! —dijo el pequeño vampiro—. ¡Si está en Viena!… Y desde Viena hasta aquí hay un buen trecho volando.
El psicólogo volvió a anotar algo en su libreta.
—Pero sí que es verdad que tú quieres hacer el programa por Olga, ¿no? —preguntó entonces.
El pequeño vampiro contrajo sus estrechos y bastante exangües labios.
—Sí —siseó, luchando, a todas luces, por controlarse.
El señor Schwartenfeger escribió algo más y luego cerró la gruesa carpeta negra.
—¡Bueno! Pues ya es bastante por hoy —declaró recostándose en su silla giratoria.
—¿Y cómo sigue ahora el programa de desensi…, eh…, el programa? —preguntó Anton, ya que ni el pequeño vampiro ni el señor Schwartenfeger decían nada.
—¿Que cómo sigue? —dijo el psicólogo dirigiendo un gesto provocativo hacia el pequeño vampiro—. ¡Eso ahora tiene que decidirlo sólo Rudolf!
El pequeño vampiro salió sobresaltado de sus pensamientos.
—¿Quién?
—¡Pues tú, Rudolf! —contestó el señor Schwartenfeger—. Yo propongo que te lo vuelvas a pensar todo con calma y que nos volvamos a ver dentro de una semana aquí, en mi consulta, a la misma hora de hoy. ¿Estás de acuerdo?
El pequeño vampiro asintió con la cabeza.
—Entonces os voy a acompañar hasta la puerta. —dijo el psicólogo. Y bromeando añadió—: Si no, os vais a equivocar de camino y vais a aterrizar en la sala de estar, que es donde está mi mujer. ¡Y mejor será que no la molestemos!
—¿Su mujer? —dijo con voz ronca el pequeño vampiro relamiéndose arrobado los labios con la punta de la lengua.
—No, de ninguna manera —dijo apresuradamente Anton—. ¡Vamos, Rüdiger!
—¿Cómo dices? ¿Rüdiger? —preguntó sorprendido el señor Schwartenfeger—. ¿Tu amigo no se llamaba Rudolf?
Anton se puso pálido.
Sin embargo, se sobrepuso rápidamente y dijo:
—¡Sí, sí, se llama Rudolf, Rudolf Camembert! Sólo que… ¡Rüdiger suena más moderno! ¡Por eso!
El señor Schwartenfeger se levantó de su silla giratoria con una sonrisa satisfecha.
—¿Más moderno? —dijo.
—¡Sí! —declaró Anton—. También los vampiros van con los tiempos.
—¡Exactamente! —graznó el pequeño vampiro—. Cuando ya es tiempo se van. ¡Vámonos, Anton!
Se volvió a poner sus zapatos de tela y tras una rápida y anhelante mirada a la ventana desfiló hacia la puerta, que el señor Schwartenfeger ya les había abierto para que salieran. Cruzaron el pasillo en silencio y bajaron las escaleras dirigiéndose hacia la salida.
Ya en la puerta de la casa, el señor Schwartenfeger les dio, primero a Anton y luego a Rüdiger, su mano grande y carnosa.
—¡Oh, pero si estás helado! —dijo sorprendido cuando apretó la huesuda mano del vampiro—. ¿Tienes problemas de circulación de la sangre?
—¿Que si tengo problemas de circulación? —exclamó el vampiro soltando una risotada gutural—. ¡Oh, sí! Ahora, por ejemplo, necesito urgentemente algo líquido para activar nuevamente mi… ¡circulación sanguínea!
Anton sintió un escalofrío.
Sin embargo, el señor Schwartenfeger parecía no haberse dado cuenta en absoluto de a qué problemas se refería el pequeño vampiro, pues con gesto serio y de advertencia contestó:
—¡Si tu circulación no está en orden, tienes que decírmelo! Hay determinados ejercicios que no podríamos hacer.
—Esos problemas no los tengo siempre —repuso el pequeño vampiro mirando acechante al psicólogo.
—¿No siempre los tienes?
—No, sólo a veces.
El pequeño vampiro volvió a soltar una ronca risa vampiresca.
—Sí, pero ¿cuándo exactamente? —siguió preguntando tenaz el señor Schwartenfeger.
—¡Ahora tenemos que irnos! —le urgió Anton—. Anda, ven, Rüdiger.
—¡Esperad! —repuso el señor Schwartenfeger—. El asunto de los problemas con la circulación sanguínea quiero aclararlo antes de que os vayáis.
—¿De verdad quiere aclararlo? —preguntó el pequeño vampiro mirando fijamente el fuerte cuello del psicólogo con unos ojos muy abiertos y con un brillo fuera de lo normal—. ¡Eso sería muy amable por su parte, de veras!
—¡Venga, Rüdiger, vámonos! —dijo Anton en voz alta y exigente, y sin vacilar le agarró al vampiro de la capa y tiró de la agujereada tela.
Confiaba en que de esa forma podría conseguir que Rüdiger se despertara de la rigidez en la que caía siempre que se trataba de… sangre.
Y realmente su tirón pareció surtir efecto: el pequeño vampiro se volvió furioso hacia él y gruñó:
—¡Eh, que me estás rompiendo la capa! ¡Patoso! Y es de una tela especial que ya no se puede comprar en ningún sitio… ¡Idiota!
Anton aguantó sin pestañear el chaparrón de insultos de Rüdiger. Como él había supuesto, el señor Schwartenfeger se sintió obligado a poner paz.