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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (20 page)

BOOK: El palacio de los sueños
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Sintió dos manos que lo empujaban brutalmente hacia la puerta del salón adyacente. En el momento en que trasponía el umbral su mirada tropezó con los rapsodas, que continuaban apartados, inmóviles, entre la pequeña multitud de invitados.

—Mark-Alem —escuchó la voz tenue de su madre una vez que estuvo en la otra estancia. Habría esperado un grito o un sollozo pero comprobó con cierto desconcierto que aquella voz era casi apacible—. ¿Qué pasa allí?

Se encogió de hombros, sin responder.

—Estaba pensando en ti —murmuró ella con el mismo sosiego de antes—, ¡Dios, qué es este desastre!

Mark-Alem comprobó entonces que la mayoría de los invitados se había reunido ya en aquel salón. Alguien preguntaba sin cesar: ¿Qué pasa allí? ¿Hasta cuándo va a durar esto?

—¿Se han llevado a Kurt? —preguntó su madre.

—Me parece que sí.

Se domina, pensó él. No en vano era una Qyprilli. De todos modos comprobó que estaba pálida como la cera.

De pronto, al otro lado de las puertas que separaban ambos salones, se escucharon gritos agudos, después golpes y un quejido.

Siguiendo el impulso de todos los demás, Mark-Alem quiso dar un paso en dirección a las puertas, pero su madre lo sujetó por el brazo.

Del otro lado volvieron a oírse gritos y ruido de cuerpos al caer.


Was ist los?
—dijo el austríaco.

—Las puertas están cerradas.

Mark-Alem sentía los dedos de su madre clavados como garras en su brazo. Se escuchó un nuevo grito desgarrador, que se apagó bruscamente.

—¿Quién ha gritado? —dijo alguien—. Esa voz…

—No era el Visir.

Volvió a oírse el ruido sordo de cuerpos derribados y un «aah» estremecedor.

—¡Gran Dios, qué está sucediendo!

Durante unos instantes reinó el silencio. Después una voz lo atravesó:

—Están asesinando a los rapsodas.

Mark-Alem se llevó las manos a la cara. Del gran salón llegaba ahora un taconeo de botas que se alejaban. Alguien movía los picaportes de las puertas.

—¡Abrid, si es que tenéis Dios!

Pero las puertas debían de estar cerradas con llave. Se abrió sin embargo otra que daba a un corredor interior. Alguien decía: «¡Por aquí, por aquí!»

Los invitados salieron uno tras otro como sombras, a excepción de uno que se había derrumbado en el diván. El corredor débilmente iluminado se llenó de pasos. «¿No habrán matado a Kurt?», preguntaba alguno. «No, se lo han llevado.» «Por aquí, señores», decía un criado. La salida es por aquí.


Wo ist Kurt?

La hilera de invitados volvió a salir al pasillo principal, junto al gran salón, detrás de cuyas puertas de cristal opaco se distinguían aún siluetas humanas. Con fuerza, casi con brutalidad, Mark-Alem liberó su brazo de las manos de su madre y se acercó a mirar lo que sucedía en el interior. Una de las hojas estaba entreabierta casi un palmo y a través de la abertura vio una parte del salón en completo desorden. Después sus ojos tropezaron con los cuerpos de dos de los rapsodas, desplomados prácticamente el uno sobre el otro. El tercer cadáver estaba más allá, junto al brasero volcado, con una parte del rostro cubierto de ceniza. Ya no había policías, sólo los criados pisaban silenciosamente sobre la alfombra llena de cristales rotos. Antes de ver al Visir distinguió su sombra inmóvil en la pared, y hubo de empujar un poco la puerta para verlo a él, en la misma actitud rígida de poco antes. Dios mío, todo ha sucedido ante sus ojos, pensó Mark-Alem. Los ojos del Visir tenían algo en común con los cristales rotos, salpicados por el salón.

Sintió la mano de su madre tirando de él con insistencia y no tuvo fuerzas para oponerse. Tenía ganas de vomitar.

El pasillo estaba casi desierto. Por la puerta principal, que habían dejando abierta, se distinguían las linternas encendidas de los carruajes, que se marchaban uno tras otro.

—Se van todos —dijo su madre con voz apagada—. ¿Y nosotros?, ¿qué vamos a hacer nosotros?

Él no respondió.

Uno de los criados apagaba las lámparas de la araña. Tras las puertas del gran salón proseguía el trajín silencioso. Poco después, los criados sacaron los cadáveres de los rapsodas, sosteniéndolos por los brazos y los pies. La cara del tercero de los cuerpos, medio cubierta de ceniza, resultaba particularmente pavorosa. La madre de Mark-Alem volvió la cara hacia otro lado. Él apenas lograba contener los vómitos aunque se sentía incapaz de alejarse de allí. Un último criado salió con los instrumentos musicales en las manos. Casi enseguida regresaron todos al salón.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —susurró su madre.

No sabía qué decirle.

Las puertas del salón estaban abiertas de par en par y pudieron ver cómo los sirvientes recogían la enorme alfombra salpicada de manchas de sangre.

—No puedo seguir presenciándolo —dijo ella—. No tengo fuerzas.

En el salón estaban apagando las lámparas: Mark-Alem volvía la cabeza a un lado y a otro, incapaz de emprender movimiento alguno. Sin duda los invitados se habían marchado ya todos. Quizás ellos debieran hacer lo mismo. ¿O debían quedarse, como hacen los allegados cuando la desgracia se cierne sobre una casa? Pero aunque desearan marcharse, no tenían con qué. Su casa estaba lejos y en una noche como aquélla no se podía ir caminando. En cuanto a encontrar un coche de punto, no merecía la pena intentarlo siquiera.

La mayor parte de las lámparas estaban ya apagadas. Únicamente continuaban alumbrando algunos faroles aquí y allá, en las escaleras y en los pasillos interiores. La gran mansión se llenaba de susurros. Los escasos sirvientes iban y venían como sombras con candelabros en las manos, cuya luz amarillenta temblaba al fondo de los corredores.

—¡Oh, Dios mío! —exclamaba una y otra vez la madre de Mark-Alem—. ¡Qué calamidad es ésta!

Una de las puertas crujió y de la semioscuridad del gran salón salió de pronto el Visir. Caminando a grandes zancadas, como un sonámbulo, ascendió las escaleras con rapidez y atravesó la penumbra.

—El Visir —dijo su madre, cogiendo de la mano a Mark-Alem—. ¿Lo has visto?

Poco después, uno de los criados bajó las escaleras de cuatro en cuatro, pasó como una exhalación junto a ellos, salió con el mismo ímpetu y a poco oyeron el ruido de un carruaje que partía en dirección desconocida.

Mark-Alem y su madre permanecieron largo rato en la penumbra, siguiendo con la mirada las luces de los candelabros que se trasladaban en una u otra dirección, por los recovecos del enorme palacio. Nadie les hizo caso. Sin decir una sola palabra salieron por la puerta entornada y caminaron hacia la cancela exterior. Los centinelas continuaban allí, a ambos lados de las hojas de hierro. Mark-Alem apenas recordaba el camino hacia su casa. Tampoco su madre tenía la menor idea, pues siempre había hecho el recorrido en coche.

Una hora más tarde estaban caminando aún y se preguntaban si lo hacían en dirección a su casa o si se habían extraviado. Se oyó a lo lejos el estrépito de las ruedas de un carruaje que se aproximaba velozmente. Se apartaron contra la pared y cuando la carroza pasó junto a ellos, Mark-Alem creyó distinguir en la oscuridad la
Q
esculpida en la portezuela.

—Me ha parecido una de las carrozas del Visir —dijo en voz baja—. Puede que sea la que salió antes.

Su madre no le respondió. El frío y la humedad de la noche la hacían tiritar.

Pasado cierto tiempo se toparon con otro carruaje, que se acercó a ellos con idéntico apresuramiento y, aunque la calle carecía de toda iluminación, a Mark-Alem le pareció volver a distinguir la
Q
, incluso llegó a tender la mano en la oscuridad con la esperanza de que se detuviera y los llevara hasta su casa. Pero el coche pasó raudo a su lado perdiéndose entre la niebla y él comprendió que era una locura esperar ayuda de nadie en aquella noche de pesadilla, surcada por aquellas
Q
, que zumbaban a sus costados como aves de mal agüero.

Cuando llegaron a casa hacía rato que la medianoche había pasado. Como si presintiera el desastre, Loke no se había acostado. En pocas palabras le contaron lo sucedido, para pedirle a continuación que les hiciera un café para reaccionar. En el brasero quedaba aún un rescoldo, que Loke había cubierto de ceniza para poder encender el fuego por la mañana, como de costumbre, pero resultaba del todo insuficiente para quitarles el temblor que estremecía sus cuerpos.

Mark-Alem no tardó en retirarse a su habitación, pero le fue imposible dormir. Cuando se levantó hacia el amanecer, las encontró a las dos tal como las había dejado, acurrucadas junto al brasero casi frío.

—¿Adónde te propones ir, Mark-Alem? —lo interrogó su madre con voz aterrada.

—A trabajar —respondió él—. ¿Dónde si no?

—Dios mío, ¿estás en tus cabales? En un día así…

Loke y ella se esforzaron por convencerlo de que aquel día, sería sólo aquel día, no fuera a su maldito trabajo, que pretextara cualquier indisposición, que invocara incluso una razón más grave para justificar su inasistencia, pero que no fuera, bajo ningún concepto, de ninguna manera. No hubo modo de convencerlo. Volvieron a rogarle, sobre todo su madre, que le besó las manos, se las regó con sus lágrimas, le argumentó que en semejante día probablemente el Tabir Saray ni siquiera habría abierto sus puertas. Pero cuanto más insistía ella, más irreductible se mostraba él. Logró finalmente desasirse de sus manos y, cerrando la puerta tras de sí, salió a la calle.

La mañana era fría como pocas. Avanzó con paso vivo por la calle que, como de costumbre a aquella hora, estaba casi desierta. Los escasos transeúntes, con los rostros envueltos en bufandas, parecían aún adormilados. Esta vez su cabeza no estaba menos embotada que la de ellos. Todavía no se había repuesto de lo sucedido la víspera. Igual que ciertas criaturas marinas segregan a su alrededor una nube defensiva, al parecer su cerebro había encontrado el modo de precaverse de todo pensamiento preciso. A veces llegaba incluso a dudar que en verdad hubiera sucedido algo. Imaginaba en esos fugaces momentos que todo había sido un delirio, de aquellos que abarrotaban los cartapacios allá en el Tabir Saray. Mas la verdad, como una aguja, conseguía traspasar un instante su cerebro, aunque éste no tardaba en recuperar su embotamiento, para de nuevo, tras un breve respiro, sufrir la misma punzada dolorosa de lucidez. Había observado que con motivo de tormentos de esa naturaleza, el instante inmediato al despertar era particularmente insoportable. Pero él se encontraba ahora en un estado amorfo, ni dormido ni despierto. Y de igual modo le parecía el mundo en torno, los muros de los edificios salpicados de manchas de humedad, los caminantes de rostros grises que se tornaban más numerosos a medida que se aproximaba al centro. No le resultaba difícil distinguir entre ellos a los funcionarios de los ministerios y de las instituciones centrales, que apresuraban el paso de una manera especial, unidos quizá por su común horario de trabajo.

Ante el palacio de Seyhul-Islam divisó a los soldados de la guardia, más numerosos que el día anterior. Sobre sus cascos húmedos por el relente nocturno flotaban reflejos turbios. También había soldados en la encrucijada frente a la Banca. Al parecer, continuaba el estado de emergencia. No, nada había sido un delirio. Y Kurt se encontraba en prisión… Incluso… La alfombra ensangrentada que los criados habían enrollado ante sus ojos se empecinaba en envolver todos sus pensamientos. Cómo podría en adelante pisar una alfombra sin sentir vértigo. Conservaba todavía el sabor de los vómitos en el fondo de su garganta.

El Palacio de los Sueños está abierto, se dijo, al divisar desde lejos las puertas. Los funcionarios las atravesaban en grandes grupos. La mayor parte no se conocían entre sí, de modo que ni siquiera se saludaban, mucho menos conversaban. Ni siquiera en el pasillo que conducía al departamento de Interpretación se encontró con ningún conocido. Afortunadamente su vecino estaba allí, en la mesa.

—Eh —dijo éste cuando Mark-Alem tomó asiento junto a él—. ¿Te has enterado de algo?

—No, no sé nada —mintió Mark-Alem—. Acabo de llegar. ¿Qué ha sucedido?

—Tampoco yo sé nada concreto, pero es evidente que ha ocurrido algo importante. ¿Has visto a los soldados en la calle?

—Sí. Tanto anoche como ahora.

El otro, simulando ocuparse de su expediente, acercó un poco más la cabeza.

—Parece que les ha sucedido algo a los Qyprilli. Pero no se sabe qué.

Mark-Alem sintió que los latidos de su corazón se amortiguaban.

Idiota, dijo para sí. Tú lo sabes todo, ¿por qué te asustas de las palabras de otro? No obstante preguntó:

—¿Entonces?

Su voz sonó apagada, como si temiera que lo sucedido sólo pudiera acabar de materializarse al ser expresado por alguien.

—No sé nada seguro. Es sólo un rumor. Quizá sea un chisme.

—Quizá —dijo Mark-Alem y se inclinó sobre su legajo mientras se repetía: idiota, ¿crees que las cosas van a remediarse así?

Sus ojos eran incapaces de leer. Era un sueño demente al que él, diez veces más demente, debía proporcionar un sentido. Los demás funcionarios estaban encorvados sobre sus legajos. Se oía sin cesar el murmullo de las hojas que pasaban.

—Continúa percibiéndose cierta inquietud aquí —susurró su vecino—. Algo va a suceder, seguro.

¡Qué más puede suceder! pensó Mark-Alem.

La cabeza le pesaba como el plomo. Sentía que estaba a punto de quedarse dormido allí mismo, sobre el cartapacio abierto, y de derramar directamente en él su propio sueño, fresco aún, como el rocío recién caído. Insensateces, se dijo, frotándose la frente con la mano. Insensateces y nada más. Puede que no debiera haber venido hoy.

Nunca había ansiado tanto el anuncio del descanso. Sus ojos se entrecerraban sobre un sueño ajeno, descrito en la hoja de papel que tenía delante. Un poco más y su sueño se fundiría con aquel otro para formar uno solo, del mismo modo que se unen ciegamente los destinos de las personas.

La campana del descanso lo hizo estremecerse. Con paso torpe se incorporó al gentío que descendía a los sótanos. Imperaba en él la algarabía acostumbrada de todos los días, como si nada hubiera sucedido. En realidad nada les había sucedido a ellos. Se esforzó por atrapar alguno de los cuchicheos que lo rodeaban, pero no tenían relación alguna con lo ocurrido. A fin de cuentas, qué falta me hace, pensó. Nadie sabía más que él acerca de ello. De modo que no tenía ninguna necesidad de sus ociosos chismorreos.

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