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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (30 page)

Durante estas conversaciones yo me hinchaba de orgullo. Me sentaba junto a Mitka, recostándome contra su fuerte brazo, escuchando atentamente su voz, para no perder una palabra de lo que decía o de las preguntas que le formulaban los otros. Si la guerra duraba hasta que yo tuviera edad suficiente para participar en ella, quizá podría convertirme en tirador de precisión, en un héroe del que los trabajadores hablarían a la hora de la comida.

El fusil de Mitka era blanco de una admiración constante. Cediendo a las continuas peticiones lo sacaba de la funda y soplaba motas invisibles de polvo de la mira y la culata. Los soldados jóvenes se inclinaban sobre el fusil, temblando de curiosidad, con la misma veneración que demuestra un sacerdote en el altar. Los soldados veteranos, de grandes manos callosas, alzaban el arma con la culata prolijamente lustrada como una madre alza a su hijito de la cuna, y contenían la respiración para examinar las lentes cristalinas de la mira telescópica. Ese era el ojo que Mitka utilizaba para ver al enemigo. Esas lentes le acercaban los blancos hasta el punto de que podía ver los rostros, los gestos, las sonrisas. Le ayudaban a apuntar infaliblemente al lugar, situado debajo de las barras de metal, donde latía el corazón alemán.

Las facciones de Mitka se ensombrecían mientras los soldados admiraban su fusil. Se tocaba instintivamente el costado dolorido y rígido donde aún estaban incrustados los fragmentos de una bala alemana. El proyectil había puesto fin a su carrera de francotirador, un año atrás. Le atormentaba diariamente. Le había trasformado de
Mitka el Cuclillo
, como le habían apodado antes, en Mitka el Maestro, como le llamaban ahora con más frecuencia.

Seguía siendo el instructor de tiro de precisión del regimiento, y les enseñaba su arte a los jóvenes soldados, pero no era eso lo que anhelaba su corazón. Por la noche, a veces veía cómo sus ojos muy abiertos miraban el techo triangular de la tienda. Probablemente revivía aquellos días y noches en que, oculto entre las ramas o las ruinas, en plena retaguardia alemana, esperaba el momento justo para apuntarle a un oficial, a un mensajero del Estado Mayor, a un piloto o a un tanquista. Cuántas veces debía de haber mirado al enemigo en la cara, siguiendo sus movimientos, midiendo la distancia, corrigiendo una vez más la mira. Cada una de sus balas certeras reforzaba a la Unión Soviética al eliminar a uno de los oficiales enemigos.

Patrullas alemanas especiales, con perros adiestrados, habían buscado sus escondites, y las cacerías abarcaban círculos muy amplios. ¡Cuántas veces había pensado que nunca regresaría! Sin embargo, yo sabía que ésos debieron de ser los días más felices de la existencia de Mitka. Seguro que no habría cambiado por nada aquellos tiempos en que era a la vez juez y verdugo. Solo, guiado por la mira telescópica de su fusil, privaba al enemigo de sus mejores hombres. Los reconocía por sus condecoraciones, por la insignia de su rango, por el color de sus uniformes. Antes de apretar el disparador, debía de preguntarse si ese individuo era digno de morir abatido por una bala del fusil de
Mitka el Cuclillo
. Quizá debería esperar una víctima de más categoría: un capitán en lugar de un teniente, un mayor en lugar de un capitán, un piloto en lugar del artillero de un tanque, un oficial del Estado Mayor en lugar de un comandante de batallón. Cada uno de esos disparos podía provocar no sólo la muerte del enemigo sino también la suya propia, privando así al ejército rojo de uno de sus mejores soldados.

Al pensar en todo esto, admiraba cada vez más a Mitka. Allí, tendido en el lecho a pocos pasos de mí, estaba un hombre que trabajaba por un mundo mejor y más seguro, y no lo hacía rezando en los altares de las iglesias sino descollando por su puntería. Ahora el oficial alemán del magnífico uniforme negro, que pasaba su tiempo matando prisioneros indefensos o decidiendo el destino de pulguitas oscuras como yo, me parecía terriblemente insignificante en comparación con Mitka.

Cuando los soldados que se habían escabullido fuera del campamento para ir a la aldea no volvieron, Mitka se inquietó. Se aproximaba la hora de la inspección nocturna y podrían descubrir su ausencia en cualquier momento. Estábamos en la tienda. Mitka se paseaba nerviosamente, frotándose las manos humedecidas por el nerviosismo. Eran sus mejores amigos: Grisha, un buen cantor, a quien Mitka acompañaba con su acordeón; Lonka, que provenía de la misma ciudad; Antón, un poeta, que recitaba mejor que nadie; y Vanka, que según afirmaba Mitka, le había salvado la vida en una oportunidad.

Se había puesto el sol y habían cambiado la guardia. Mitka miraba sin cesar la esfera fosforescente de su reloj, que había conquistado como botín de guerra.

Afuera se produjo una conmoción entre los centinelas. Alguien comenzó a pedir a gritos un médico mientras una motocicleta enfilaba a toda velocidad hacia el cuartel general, en medio de grandes estampidos de su tubo de escape.

Mitka salió a la carrera, arrastrándome tras de sí. Otros también nos siguieron corriendo.

Muchos soldados ya se habían reunido cerca de la guardia. Varios de ellos, cubiertos de sangre, estaban arrodillados o en pie alrededor de cuatro cuerpos inmóviles acostados sobre el suelo. Nos explicaron, con palabras incoherentes, que habían asistido a una fiesta en una aldea vecina, y que algunos campesinos borrachos, llevados de los celos, los habían atacado. Los campesinos les superaban en número y los desarmaron. Luego mataron a hachazos a cuatro soldados e hirieron gravemente a otros.

Llegó el segundo comandante del regimiento, seguido por otros altos oficiales. Los soldados les abrieron paso y se cuadraron. Los hombres heridos intentaron levantarse, pero fue en vano. El segundo comandante, pálido pero sereno, escuchó el informe de uno de los heridos y a continuación dio las órdenes. A los heridos los trasladaron inmediatamente al hospital. Algunos podían caminar lentamente, apoyándose los unos en los otros y limpiándose con las mangas la sangre del rostro y del cabello.

Mitka se agachó junto a los muertos, mirando en silencio sus rostros mutilados. Otros soldados estaban visiblemente nerviosos.

Vanka yacía de espaldas, con la cara pálida vuelta hacia los testigos que le circundaban. Bajo la luz mortecina de una lámpara se veían regueros de sangre coagulada sobre su pecho. El rostro de Lonka había sido partido en dos por un hachazo. Los huesos astillados del cráneo estaban mezclados con colgajos de músculos del cuello. Las facciones maltratadas e hinchadas de los otros dos apenas resultaban reconocibles.

Llegó una ambulancia. Mitka me apretó coléricamente el brazo mientras se llevaban los cadáveres.

Se hizo mención de la tragedia en el parte vespertino. Los hombres tragaron trabajosamente al escuchar las nuevas órdenes que prohibían todo contacto con la población local hostil, así como cualquier acto que pudiera agravar sus relaciones con el ejército rojo.

Esa noche Mitka no cesó de susurrar y farfullar para sus adentros, golpeándose la cabeza con el puño, y después se sentó sumido en un silencio caviloso.

Transcurrieron varios días. La vida del regimiento volvía a la normalidad y los soldados mencionaban con menos frecuencia los nombres de los muertos. Empezaron a cantar de nuevo y se prepararon para la visita de un teatro de campaña. Pero Mitka estaba indispuesto y otro hombre le reemplazaba en sus tareas de adiestramiento.

Una noche, Mitka se despertó antes de que amaneciera. Me dijo que me vistiera rápidamente y no agregó nada más. Cuando estuve listo le ayudé a vendarse los pies y a calzarse las botas. Lanzaba gemidos de dolor pero se movía de prisa. Cuando estuvo vestido verificó que los otros dormían y luego sacó el arma de detrás de la cama. Extrajo el fusil de la funda marrón y se lo echó al hombro. Volvió a colocar cuidadosamente la funda vacía detrás de la cama, asegurando los cierres para que pareciera que el arma todavía estaba dentro. A continuación destapó la mira telescópica y se la deslizó en el bolsillo junto con un pequeño trípode. Revisó la canana, descolgó del gancho un par de prismáticos y ciñó la correa alrededor de mi cuello.

Salimos silenciosamente de la tienda, dejando atrás la cocina de campaña. Cuando terminaron de pasar los centinelas, corrimos velozmente hacia los matorrales, atravesamos el campo vecino y pronto estuvimos fuera del campamento.

El horizonte seguía velado por la bruma nocturna. La franja blanca de un sendero rural reptaba entre las capas difusas de niebla que flotaban sobre los campos. Mitka se enjugó el sudor del cuello, tiró de su cinturón hacia arriba y me palmeó la cabeza al tiempo que corríamos hacia los bosques.

Yo ignoraba adonde íbamos, y la razón de esa salida. Pero conjeturaba que Mitka iba a hacer algo por su cuenta, algo que no estaba autorizado a hacer, algo que podría costarle el lugar que ocupaba en el ejército y en la consideración pública.

Pero aunque comprendía todo esto, me llenaba de orgullo que yo fuera la persona elegida para acompañarlo y para ayudar a un Héroe de la Unión Soviética en su misión misteriosa.

Marchábamos de prisa. El cansancio de Mitka se evidenciaba en su forma de cojear y de acomodar el fusil que se le resbalaba constantemente del hombro. Cada vez que tropezaba, farfullaba maldiciones que en general no toleraba en los otros soldados, y al darse cuenta de que yo las había oído me ordenaba que las olvidara inmediatamente. Yo asentía, aunque habría pagado cualquier cosa por recuperar el habla con el único objetivo de repetir esas formidables blasfemias rusas, tan jugosas como ciruelas maduras.

Pasamos sigilosamente por una aldea dormida. No salía humo de las chimeneas, y los perros y los gallos no alborotaron. Las facciones de Mitka se pusieron rígidas y sus labios se secaron. Abrió un termo de café caliente, bebió un trago y me cedió el resto. Apresuramos el paso.

Era de día cuando nos internamos en el bosque, pero en su seno reinaba aún la oscuridad. Los árboles se elevaban como monjes siniestros de hábito negro, resueltos a amparar los descampados y calveros con las anchas mangas de sus ramas. A veces el sol encontraba una pequeña abertura en la copa de los árboles y los rayos brillaban a través de las palmas abiertas de las hojas de castaño.

Después de reflexionar un poco, Mitka eligió un árbol alto y corpulento próximo a los campos que lindaban con el bosque. El tronco era resbaladizo, pero había nudos y gruesas ramas a escasa altura del suelo. Mitka me ayudó primeramente a montar sobre una de las ramas y luego me pasó el fusil, la mira telescópica y el trípode, que fui colgando delicadamente. Luego me tocó el turno de izarlo. Cuando Mitka me alcanzó en la rama, gruñendo, resoplando y empapado en sudor, yo trepé a la siguiente. Así, auxiliándonos el uno al otro, llegamos casi hasta la copa del árbol, con el rifle y el resto del equipo.

Tras un momento de reposo, Mitka dobló hábilmente algunas de las ramas que nos entorpecían la visual, cortó varias de ellas y amarró las otras. Pronto dispusimos de un asiento bastante cómodo y bien disimulado. En el follaje aleteaban pájaros invisibles.

Cuando me acostumbré a la altura, distinguí los contornos de los edificios de la aldea que teníamos enfrente. Los primeros penachos de humo empezaban a remontarse hacia el cielo. Mitka acopló al fusil la mira telescópica y montó sólidamente el trípode. Luego se recostó hacia atrás y apoyó cuidadosamente el arma sobre el soporte.

Pasó un largo rato enfocando la aldea con los prismáticos. A continuación me los pasó y empezó a ajustar la mira del fusil. Yo escudriñé la aldea a través de los binoculares. Las casas, con sus dimensiones pasmosamente aumentadas, parecían estar justo enfrente del bosque. La imagen era tan nítida y clara que casi podía contar las pajas de los techos. Veía a las gallinas picoteando en los patios y a un perro holgazaneando bajo el tenue resplandor del alba.

Mitka me pidió los prismáticos. Antes de devolvérselos tuve otra rápida visión de la aldea. Vi a un hombre alto que salía de una casa. Se desperezó, bostezó y miró el cielo despejado. Su camisa estaba totalmente abierta a la altura del pecho y sus pantalones presentaban grandes remiendos a la altura de las rodillas.

Mitka cogió los prismáticos y los colocó fuera de mi alcance. Estudió la escena con atención a través de la mira telescópica. Yo forcé los ojos pero, sin los prismáticos, sólo veía las casas empequeñecidas a lo lejos.

Sonó un disparo. Me sobresalté y los pájaros aletearon en la espesura. Mitka levantó la cara congestionada, cubierta de sudor, y masculló algo. Estiré la mano hacia los prismáticos pero él me detuvo con una sonrisa compungida.

La negativa de Mitka me fastidió, pero adiviné lo que había sucedido. Vi, mentalmente, cómo el campesino se tambaleaba, alzaba las manos sobre su cabeza como si buscara apoyo en una barra invisible, y se derrumbaba sobre el umbral de su casa.

Mitka volvió a cargar el fusil, guardando la cápsula vacía en el bolsillo. Inspeccionó plácidamente la aldea con los prismáticos, silbando por lo bajo entre los labios apretados.

Procuré imaginar lo que veía allí. Una vieja envuelta en harapos de tono marrón que salía de la casa, miraba al cielo, se santiguaba, y al mismo tiempo descubría el cuerpo del hombre tendido sobre el suelo. Al acercarse con pasos torpes, vacilantes, y al inclinarse para volver hacia ella la cara del caído, veía la sangre y corría gritando hacia las casas vecinas.

Alarmados por sus gritos, los hombres que aún no habían terminado de ponerse los pantalones y las mujeres que sólo se habían despertado a medias, salían atropelladamente de sus casas. Pronto la aldea se convertía en un hormiguero de gente que se precipitaba de un lado a otro. Los hombres se agachaban sobre el cadáver, haciendo ademanes enloquecidos y mirando impotentemente en todas direcciones.

Mitka se movió un poco. Tenía el ojo pegado a la mira telescópica y apretaba la culata del fusil contra su hombro. Sobre su frente brillaban gotas de transpiración. Una de ellas se desprendió, rodó entre sus espesas cejas, reapareció en la base de la nariz y siguió deslizándose por el surco trasversal de la mejilla rumbo al mentón. Antes de que llegara a los labios, Mitka disparó tres veces en rápida sucesión.

Cerré los ojos y volví a imaginar la aldea, donde se desplomaban los tres cuerpos. Los restantes campesinos, que no oían los estampidos lejanos, se dispersaban despavoridos, mirando atónitos en torno y preguntándose de dónde partían los disparos.

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