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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (24 page)

La construcción cotidiana de una fortuna gracias —en gran medida— a aquello que los consumidores mexicanos viven, padecen, toleran. Gracias —en gran medida— a lo que autoridades regulatorias doblegadas o cómplices permiten. El redondeo y el sobrecobro mediante el cual Telcel obtiene miles de millones de pesos. El pago excesivo por una serie de servicios que en otros países con competencia verdadera cuestan menos. Cargos de
roaming
aunque las llamadas se hagan dentro de la red Telcel. Prohibiciones para que los usuarios de Prodigy no pudieran usar telefonía por internet como Skype o Vonage. El mayor número de quejas ante la Profeco por el mal servicio de Telcel y la negativa a ofrecer una bonificación cuando ese servicio “se cae”. Abusos y perjuicios que llevan al
Economist Intelligence Unit
a afirmar que “en cualquier otro país, Telmex hubiera sido fragmentada hace años”.

Ante la evidencia acumulada de prácticas anti competitivas y rapaces, quizá lo más insultante —desde la perspectiva del comsumidor— es cómo los funcionarios de Telmex insisten lo contrario. “Telmex no incurre en ninguna práctica monopólica” afirma el vocero de Telmex, Arturo Elías, cuando la Comisión Federal de Competencia ha documentado múltiples casos. “Las tarifas son baratas” insiste, cuando estudios que lo sugieren —elaborados a instancias de Telmex— tienen sesgos y errores importantes. “No hay por dónde regularnos mejor” repite, cuando el reporte de Del Villar sugiere que el precio tope de las tarifas debería haberse ajustado a la baja hace mucho tiempo. “Ya todos los litigios se han resuelto” afirma Elias, cuando esa afirmación esconde que la Comisión Federal de Competencia no ha podido hacer valer sus resoluciones ante los tribunales, y Telmex se ha amparado. “No somos un monopolio” argumenta, sólo porque los reguladores no logran encontrar jueces con el valor de declarar a Telmex “empresa dominante” en el mercado. “No hay nada qué hacer” enfatiza, cuando debería exigírsele a Telmex al menos, un pago para incursionar en la televisión.

Telmex puede decir lo que dice y actuar como lo hace porque el gobierno, con demasiada frecuencia, ha claudicado ante un poder que debía acotar. Allí está el caso del ex titular de la
SCT
, Pedro Cerisola, incumpliendo sus obligaciones legales al demorar la aprobación de licencias para posibles competidores y según
The Economist
, filtrándole a Telmex los planes de su competencia. Allí está Eduardo Ruiz Vega —ex comisionado de la Cofetel— comparando tramposamente la caída del servicio de Telcel en 2007 con los ataques del 11 de septiembre, con lo que justificó que no se debería sancionar a la empresa. Allí está la Cofetel misma, ocultando las violaciones al título de concesión de Telmex e ignorando las sanciones que deberían aplicarse. Allí están las autoridades regulatorias, una y otra vez, actuando para favorecer a la empresa por encima de sus usuarios.

El ascenso vertiginoso de Carlos Slim en la escena nacional y global no puede atribuirse tan sólo a las cualidades que indudablemente posee. Su avance no es nada más un reflejo de sus instintos. La construcción de lo que el politólogo George Grayson llama “Slimlandia” ha sido posible gracias al modelo económico del país y los problemas que presenta. Gracias a la falta de leyes que existen para el control y la alimentación de las ballenas. La debilidad institucional, la captura regulatoria, la concentración de la riqueza en la élite empresarial y las políticas públicas contrarias al interés público que todo esto produce.

Felipe Calderón y Carlos Slim.

En México, los intereses particulares han logrado poner a ciertas ramas del gobierno bajo su control, y quizá no hay ejemplo más claro de esto que en las telecomunicaciones. Sexenio tras sexenio, la Cofetel ha incurrido en omisiones o ha promovido acciones que benefician al señor Slim a costa de los consumidores. Ha convertido a los ciudadanos en plancton con el cual se alimenta un mamífero cada vez más grande, cada vez más presente, cada vez más facultado para dictar los términos del juego económico del país y establecerlos en su favor.

Carlos Slim no ha tenido que romper reglas porque las que existen lo benefician. No ha tenido que adelgazar porque quienes están montados sobre la chinampa, viven muy bien recostados bajo su sombra. Una sombra que crece con cada nueva entrega de la lista Forbes y con cada alza de la Bolsa. Una sombra que oscurece el hecho ineludible que incluso los defensores del señor Slim deberían reconocer: la economía mexicana está cayendo en los principales indicadores de competitividad, en importante medida debido a lo que ocurre en las telecomunicaciones. Conforme la ballena se expande, el país pierde terreno.

Y por ello, el papel de Carlos Slim en México es un papel ambiguo, ambivalente. Intenta presentarse como un promotor del desarrollo, pero muchas de sus prácticas empresariales lo inhiben. Busca presentarse como un filántropo notable que regresa algo al país que lo produjo, mientras sigue extrayendo rentas de allí. Slim encarna las contradicciones del capitalismo de baja calidad, en un país donde los “campeones nacionales” son aplaudidos aunque sus prácticas anti competitivas coarten el crecimiento. Pero esas contradicciones no serán resueltas hasta que los consumidores mexicanos pesen más que el monopolista que han contribuido a crear. Hasta que los capitanes de la chinampa obliguen a la ballena a bajar de peso, en lugar de celebrar cuánto la han ayudado a engordar. Hasta que el empuje pro competencia de tiempos recientes —ejemplificado por la multa que la Cofeco le impone a Telcel— sea una práctica consistente y sostenida.

TELEVISA: EL PRIMER PODER

A veces parece que en México no gobiernan los representantes de la población sino los dueños de la televisión. Frente a una clase política cada vez más adicta a la popularidad hay medios cada vez más dispuestos a venderla. Frente a un poder mediático cohesionado hay poderes políticos fragmentados. Y adictos. Día tras día, decisión tas decisión, los políticos de México demuestran que prefieren salir en la pantalla antes que proteger el interés público. Que prefieren escuchar las demandas de los cabilderos televisivos antes que atender las necesidades de la población. Antes que hacer prefieren aparecer. Están sometidos, doblegados, empantallados.

Las lazos entre la televisión y la política son densos, estrechos, umbilicales. En una era de presidencias públicas y campañas mediáticas, la televisión se vuelve indispensable para ganar puestos y conservarlos, para apelar directamente a los votantes y asegurar su anuencia. En una era en la cual 90 por ciento de la población obtiene información política a través de la televisión, los políticos se ven obligados a posicionarse en la pantalla. En una era en la que nada es real hasta que aparece en la televisión, quien aspira al poder tiene que domesticarla.

En el nuevo
dictum
de la política posmoderna, el poder ya no surge de la punta de una pistola o del esfuerzo movilizador de los partidos. El poder proviene del ángulo de la cámara. Antes, los dirigentes partidistas elegían temas y candidatos; ahora la televisión lo hace. Los productores y los locutores definen la agenda para el público y deciden quién hablará en favor de ella. Los comentaristas nos dicen lo que la gente razonable debería pensar y después llevan a cabo una encuesta para determinar qué pensamos sobre lo que nos acaban de decir. Y después los políticos ansiosos auscultan los resultados y hacen públicas sus posiciones al respecto. Recortan su conciencia para adecuarla al tamaño de la pantalla.

En la última década, el gobierno mexicano ha ido perdiendo terreno frente al poder creciente de las televisoras, a las que no logra —o no quiere— controlar, regular o sancionar. A diferencia de hace diez años, como lo afirma José Carreño Carlón, los políticos necesitan más a los medios que los medios a los políticos. Esa cesión de espacio entraña riesgos para una democracia que enfrenta un proceso de consolidación cuesta arriba. Y esa genuflexión afecta la calidad de la democracia. La debilita, la merma, la condiciona, la limita.

La televisión con frecuencia actúa como un poder en sí mismo, a su libre albedrío, con su propia agenda, persiguiendo sus propios intereses. Se erige en Poder Judicial. Se convierte en juez. Inicia juicios mediáticos y los lleva a cabo sin rendir cuentas por ello. Peor aún, la televisión tiene la capacidad de remodelar la agenda legislativa según convenga a sus intereses: promoviendo algunas iniciativas y congelando otras. Como cualquier otro poder sin restricciones, el poder de los medios se ha vuelto abusivo.

Basta con recordar la llamada ley Televisa aprobada en el 2006. Una ley que corría en contra del interés público. Una ley que dañaba al consumidor. Un dictamen votado en siete minutos, sin un voto en contra, sin una abstención. Una iniciativa que olía mal. Una iniciativa que aparentaba ser lo que no era y debería ser: una reforma integral y democrática capaz de fomentar la competencia real, la desconcentración verdadera, la regulación auténtica, la ciudadanización necesaria, la rendición de cuentas completa. Una reforma que colocaría el interés público por encima de los intereses privados. Una reforma que le devolvería a los ciudadanos parte del poder que han adquirido los concesionarios. Pero el dictamen que los diputados aprobaron con tanta celeridad estuvo lejos de ser eso.

Más bien olía a intereses coludidos. Olía a diputados rendidos. Olía a disciplina partidista impuesta por intereses mediáticos. Porque la iniciativa fue impulsada por un diputado del Partido Verde protegido y promovido por Televisa. Porque el periódico
Reforma
reportó reuniones de ejecutivos de la empresa con coordinadores de los grupos parlamentarios. Porque la propuesta tuvo como objetivo brillar como oro cuando era poco más que latón.

De eso se trataba la ley Televisa: de cambiar un poco para preservar mucho. De darle una maquillada a la ley para evitar una cirugía plástica mayor. Porque artículo tras artículo la iniciativa demostró qué intereses defendía y de qué lado estaba parada. Eliminaba la posibilidad de radios comunitarias. Evadía la construcción de contrapesos. Eludía el tema de sanciones a concesionarios cuando venden apariciones en los noticieros o llevan a cabo
vendettas
contra sus enemigos. Evitaba hablar de un órgano regulador ciudadano, como los que existen y funcionan en otros países. No incluía el derecho de réplica por parte de quienes han sido mancillados por los medios. Y al aprobarla después como lo hicieron, 327 diputados colocaron un manojo de intereses por encima de millones de mexicanos.

Quizá pocos momentos tan ilustrativos del estudio de nuevos balances de poder entre los políticos y la televisión que cuando Felipe Calderón —como candidato presidencial del
PAN
— decidió apoyar la ley Televisa. Cuando dio instrucciones a la bancada del
PAN
en el Senado en ese sentido. Pocas cosas tan dolorosas en este episodio como contemplar la cara desencajada de varios senadores del
PAN
cuando salieron de la reunion con su coordinador parlamentario, donde se les dijo que Felipe necesitaba remontar los diez puntos de distancia que lo separaban de
AMLO
. Y que para ello era necesario que se le tratara bien en programas como
La parodia
y en
El Privilegio de Mandar
. Y que para ello era necesario que Calderón claudicara antes de ganar. Pocas cosas tan lamentables como enterarse de la participación de su coordinadora de campaña Josefina Vázquez Mota, en esa operación. Pensando, ellos, que todo se valía para arribar a la presidencia. Ignorando que con esta decisión ya habían limitado el margen de acción que tendrían allí.

Felipe Calderón con Emilio Azcárraga.

Algún día, como dice la experta en medios Fátima Fernández Christlieb, se contará la verdadera historia detrás del comportamiento de la Cámara de la Industria de la Radio y la Televisión en ese episodio lamentable. De la oposición inicial de algunos al apoyo generalizado de todos, incluso de aquellos —los jugadores pequeños en el sector— a los cuales les perjudicaba la ley. Algún día se sabrá cómo los presionaron y cómo los chantajearon. Algún día se sabrá por qué comenzó la ofensiva privada en un espacio público. Hora tras hora, día tras día, los
spots
diseminados en la radio y la televisión, en favor de la ley.
Spots
tramposos que hablaban del fin de la discrecionalidad presidencial.
Spots
deshonestos que presentaban a los opositores de la ley como defensores del autoritarismo.
Spots
mañosos que vendían la ley como un avance pero escondían para quién lo era en realidad. Pero peor aún fue el uso que hicieron los conductores de noticias de un espacio público concesionado para defender un interés empresarial. Con ello expusieron la magnitud del conflicto de interés. La dimensión del problema. El peso del monstruo que el país ha contribuido a crear.

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