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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (32 page)

—No estoy segura —respondió en un susurro tenso. Incluso a través del nebuloso velo, se advertían sus ojos abiertos de par en par—. Pero es muy hermoso, ¿verdad?

Al otro lado de la niebla se levantó un fuerte viento que la evaporó en cuestión de segundos y que dejó tras de sí algo semejante a una gigantesca cicatriz que calcinaba un amplio orificio rectangular abierto en el pétreo muro. Al otro lado, se agitaba la bruma púrpura y verde en un túnel informe.

Asidos de la mano, Saltatrampas y Damaris se aproximaron al acceso. Phineas, horrorizado, los vio avanzar sin mover un músculo; sólo fue capaz de gritar.

—¡Deteneos! ¡No entréis!

Como cabía esperar de dos kenders, no refrenaron su marcha.

—¡Vamos a ser hechizados! —Fue todo cuanto dijeron mientras desaparecían en la niebla.

A pesar del terror que atenazaba sus miembros, la mente del humano discurría a toda carrera. Se vio con dos opciones: una de ellas era regresar al pie de la torre y enfrentarse a un ogro feo y encolerizado, quien, en principio, no sentía tanto aprecio por los humanos como por los kenders. La otra era zambullirse en la niebla en pos de Saltatrampas y Damaris, quienes en apariencia disfrutaban de una suerte poco común, al menos en lo concerniente a la vida y la muerte.

Phineas se mordió los labios, y obligó a sus piernas a que bordearan la escribanía. De forma inconsciente, inhaló una profunda bocanada de aire, contuvo la respiración, y se lanzó en medio de la fría y arremolinada bruma.

18

«Querido Flint»,
escribió Tasslehoff; trazaba cada letra con primor. Hizo una pausa, levantó el papel y estudió con ojo crítico su caligrafía, de la que se sentía orgulloso. El kender se golpeó con suavidad en el pómulo con la punta de la pluma, sin saber muy bien qué escribir a continuación. Nunca había redactado una carta de «adiós final», como la había llamado Ligg cuando le proporcionó la pluma, la tinta y el papel de pergamino que Tas solicitara con amabilidad.

Woodrow y Winnie yacían en el extremo oscuro de la sala, junto a los pilares, dormidos todavía a pesar de que había amanecido hacía un buen rato. La noche anterior les habían preparado una deliciosa cena, compuesta de pollo adobado al horno, nabos cocidos, bollos de pan, y cerveza casera. De hecho, Woodrow había perdido el conocimiento; por fin había llevado el consejo de Gisella, «¡Relájate, Woodrow!», hasta las últimas consecuencias. Según sus propias palabras, el joven nunca bebía salvo algún que otro sorbito de cerveza en la mesa familiar, por lo que en realidad no hacía falta mucho para tumbarlo y ahora se hallaba despatarrado en el suelo, los brazos doblados en un extraño ángulo, la mejilla izquierda aplastada contra las losas frías; el rubio cabello le abanicaba el rostro al subir y bajar con el ritmo de sus ronquidos.

Recostado sobre los codos en su jergón de paja, Tasslehoff pateó con la punta de los pies el pétreo muro en una cadencia sincopada. La vasta sala vacía estaba sumida en el silencio, salvo por el soniquete de sus botas al repiquetear contra la pared, los intermitentes ronquidos de Woodrow, y la acompasada y profunda respiración de Winnie.

El kender mordisqueó el extremo de la pluma y luego apretó la punta sobre el pergamino.
«Adiós para siempre.»
Al momento sacudió la cabeza y tachó las últimas palabras. Demasiado depresivas, decidió para sus adentros. Estrujó el papel y arrojó la bola al centro de la habitación.

Tomó otro pliego, escribió con rapidez el saludo inicial, y prosiguió:
«Eres mi mejor amigo y te echaré de menos.»
De nuevo sacudió la cabeza con tanta energía que el copete rebotó contra sus hombros menudos. Muy sensiblero. Sin duda, aquello fastidiaría al viejo enano gruñón. Una vez más, Tas arrugó la hoja y la lanzó por el aire.

Llegó a la conclusión de que no era fácil dirigirse a Flint y que habría tenido que meditar sobre el contenido de la misiva antes de escribirla.

Extrajo el pliego siguiente. Al hacerlo, descubrió alarmado que no le quedaban más que tres.

«Querido Tanis», comenzó esta vez. Supo de forma instintiva que podría decir cualquier cosa al semielfo, que éste lo comprendería.

Woodrow y yo —conociste a Woodrow, ¿recuerdas? es el humano que trabaja para Gisella Hornslager, la enana pelirroja que vino a buscarme para que regresara a Kendermore. El caso es que puede hablar con los animales (me refiero a Woodrow), y sabe un montón sobre barcos. ¡Ah! Y también me grita y me regaña, como Flint.

Tas se quedó en suspenso y tachó con cuidado la parte referente a los gritos y reprimendas, en prevención de que el enano leyera su misiva por encima del hombro del semielfo. Se los imaginaba junto a la chimenea, en la posada de El Ultimo Hogar, con los ojos empañados por las lágrimas; entrechocarían las jarras de cerveza en un mudo brindis a su memoria.

Han pasado unas cuantas cosas desde que te vi por última vez. Nos encontramos con un grupo de enanos gully, que dejaron caer el contenido de La carreta mientras la bajábamos por el acantilado. Después sufrimos un naufragio y faltó poco para que pereciésemos ahogados. Pero lo más excitante de cuanto me ha ocurrido fue ¡cabalgar a lomos de un dragón! A ti te habría encantado, Tanis. No era un reptil de verdad, sino una figura construida por un gnomo llamado Bozdil... o tal vez el artífice fuera su hermano Ligg. No se lo he preguntado. En cualquier caso, construyeron una máquina a la que llaman carra... carrus... bueno, una cosa redonda que emite música estridente y que tiene figuras de animales que suben y bajan y giran en círculo.

Tas repasó la descripción del carrusel y no quedó por completo satisfecho, pero no se le ocurrió un modo sencillo de mejorarla sin tener que reiniciar otra vez la carta, cosa que quería evitar.

Cabalgaba el dragón en las Fiestas de Octubre de Rosloviggen y, de repente, ¡alzó el vuelo! Bozdil no está dispuesto a revelarme cómo logró que el reptil cobrara vida, y sé que no estaba vivo de verdad, pero el efecto estaba tan bien logrado que te lo creías.

La parte negativa es que el dragón nos trajo a esta torre que se levanta en lo alto de la montaña, en donde viven los dos gnomos a los que antes me he referido. Ahora me matarán para rellenarme de algodón y meterme en una vitrina acristalada a fin de cumplir su Misión en la Vida. Harán lo mismo con su mascota, un mamut lanudo, Winnie, ¡y me parece que eso no está nada bien! Ligg es más corpulento y gruñón que su hermano y es quien elabora y construye todo. Bozdil es más sensible, pero sin embargo es quien se encarga de capturar a los especímenes.

Pregunté a Woodrow si una persona a la que han disecado ve las cosas después de muerto. A lo que me refiero es si vislumbraré a la gente que me contemple en la vitrina expositora, como cuando observé a los dinosaurios. Woodrow cree que no, pero espero que esté equivocado; de ese modo, los siglos venideros me resultarían más amenos e interesantes.

Tas decidió concluir su misiva de despedida al advertir que le restaba una sola hoja.

Me estoy quedando sin papel, así que tengo que dejarte. En verdad fue un placer conoceros. Pasé muy buenos ratos con todos (incluso con Raistlin, creo), durante el tiempo que compartimos juntos en Solace. Te ruego que digas a Flint que nunca lo tomé en serio cuando me llamaba cabeza hueca y que también lo aprecio mucho.

Tas releyó la última frase y le gustó cómo sonaba. Tenía que finalizar la misiva cuanto antes o estallaría en sollozos y las lágrimas emborronarían la tinta y habría de repetir el trabajo.

Mordisqueó la punta de la pluma con aire absorto, concentrado. Luego, firmó: «Tu amigo, Tasslehoff Burrfoot.» Reprimió un sollozo y abanicó el último pliego con el propósito de acelerar el proceso del secado de la tinta; luego juntó las tres hojas y las dobló por la mitad. En el reverso del pergamino escribió: «Tanis Semielfo, Solace.» Estaba seguro de que alguien de la ciudad recogería la misiva y la guardaría hasta que su amigo regresara del sitio donde estuviese.

La única razón por la que Tas no lloraba era porque temía hacerlo; y pocas cosas causaban temor a un kender.

Aunque la muerte no era bien recibida por los kenders, sí la conceptuaban como la gran aventura final. Sin embargo, Tas detestaba la idea de abandonar para siempre a sus buenos amigos, Tanis y Flint.

Justo en aquel instante sonó una llamada en la puerta, lo que no dejaba de ser una ironía habida cuenta de que los ocupantes de la habitación eran meros prisioneros. La hoja de madera se entreabrió y Bozdil asomó la cabeza.

—¡Es hora del ajuste del recipiente para kender! —anunció con aire animado.

Woodrow y Winnie despertaron con un ronquido sobresaltado al sonido de la voz del gnomo. Tas lo miró embobado, sin comprender sus palabras.

—¿Qué es un ajuste de recipiente? —se interesó.

—Ligg y yo hemos estado discurriendo diferentes alternativas que mejoren la exposición, algo que las haga más interesantes. —El gnomo hablaba muy deprisa y hurtaba los ojos a la mirada de Tas—. Se nos ocurrió que si metíamos a los especímenes en vitrinas más llamativas, tal vez logremos el efecto que buscamos.

Bozdil enmudeció, y se removió intranquilo.

—Oh, no —susurró Winnie. El murmullo sólo fue audible para el joven humano, quien estaba junto a él en el oscuro rincón—. No es más que una excusa para sacarlo de aquí sin despertar sus sospechas. Nadie ha regresado de un «ajuste».

Woodrow levantó los ojos abotagados y tragó saliva. Poco a poco se aclaró la bruma que le nublaba el cerebro, pero la lucidez lo dejó petrificado, sin saber qué hacer.

—Acompáñame, Burrfoot —instó Bozdil, y advirtió que el kender recogía su jupak—. Deja tu arma ahorquillada. No la necesitarás adonde vas. La recobrarás más tarde.

Tas echó una ojeada al silencioso corredor.

—¿Dónde está Ligg? —preguntó, al no ver al otro gnomo.

—Ocupado en algunos preparativos —respondió evasivo Bozdil—. Enseguida se reunirá con nosotros.

El kender irguió la cabeza, dijo adiós a Winnie y a Woodrow, quien aún parecía algo atontado, y siguió al gnomo por el corredor iluminado con hacheros. Sus pasos adolecían de la viveza habitual. Bozdil portaba en una mano la chisporroteante antorcha y con la otra le asía el brazo con firmeza.

—¿Cómo lo
haréis? —
inquirió Tas—. ¿Un golpe en la cabeza, veneno en la comida, me asfixiaréis con una almohada?

En las últimas horas había reflexionado de forma desapasionada y fría acerca del
método.

—Hablar del tema es..., bueno, de mal gusto —opinó Bozdil, mientras le daba unas palmaditas de ánimo—. Más vale que lo ignores.

Se sumieron en el silencio. Tas escuchó el distante cacareo de un gallo y el apenas perceptible siseo de un péndulo que rasgaba el aire. Había perdido la noción del tiempo cuando se detuvieron ante una pequeña puerta.

—Hemos llegado. Aquí se realiza el ajuste de los recipientes —informó Bozdil con voz entrecortada, en tanto empujaba la hoja de madera.

Tas, vacilante, agachó la cabeza y se asomó al otro lado del reducido umbral. Lanzó un fuerte silbido de asombro y deleite. Los cristales multicolores de miles de tarros y vitrinas centelleaban parpadeantes bajo la luz de las antorchas.

—Parecen gemas —dijo con un hilo de voz.

Se precipitó al interior de la estancia y pasó entre dos hileras de recipientes, diferentes en forma y colorido, que le llegaban a la altura de la rodilla. Contempló fascinado todos y cada uno de ellos. Los había azul claro, turquesa, garzo, verdemar, glauco, ámbar, rubí y un sinnúmero más de tonalidades.

—No había visto tal variedad de colores desde el día en que los cristales de las ventanas de la posada El Arco Iris se desplomaron. ¡Ignoraba que los frascos se elaboraran con tan diverso cromatismo!

—Por regla general, así es —aseveró ufano Bozdil—. Pero el cristal que necesitamos lo hacemos nosotros. Es diáfano y resistente, aunque lo bastante fino para ofrecer una perfecta transparencia. Todo es poco para nuestros especímenes. ¿Te gusta alguno en particular? —preguntó, al tiempo que trazaba con el brazo un amplio arco que abarcaba toda la habitación.

No era fácil discernir la extensión de la sala, abarrotada de jarros y vitrinas, y menos aventurar un cálculo del número de piezas de cristal que albergaba. Tasslehoff fue de una a otra, como una abeja que recolecta néctar de flor en flor. Se detuvo ante una vitrina baja y alargada, de color ámbar, con la abertura proyectada en ángulo.

—Adelante, prueba si es de tu medida —lo animó Bozdil.

Tas aceptó con expresión feliz, se ajustó el chaleco, se inclinó de costado, e introdujo un pie por la boca del recipiente. Se había metido hasta las caderas cuando las puntas de los pies rozaron el fondo.

—Para encajar tendría que tumbarme, y no me atrae la idea de permanecer acostado toda la eternidad —declaró, al tiempo que oteaba en derredor en busca de otro recipiente de su agrado.

—Como gustes —aceptó el gnomo—. Además, el ámbar no es el tono que más te favorece.

El kender pululó por la sala hasta localizar unas vitrinas más altas. Probó un sinfín de ellas, pero evitó una con forma de pecera. No mantendría el equilibrio en la resbaladiza circunferencia y se tambalearía como un borrachín; no era ésa la imagen que daría de un kender. Por el contrario, le encantó el diseño de una pieza de un tono rúbeo, cuyo angosto fondo se expandía en una grácil curva hasta alcanzar el extremo superior, donde volvía a estrecharse; pero le desagradó la sensación de agobio causada por el roce del cristal en la nuca. Descartó las de estilo recto, al considerarlo demasiado convencional, por no mencionar la imposibilidad de sentarse en tan reducido espacio.

Sopesó las diferentes opciones y volvió sobre sus pasos. Llegó frente a una de las que tomara en consideración con anterioridad. El cristal era de un tono azul cobalto, las líneas sencillas y clásicas, estilizada pero amplia, la abertura algo curvada, el fondo redondeado. Tasslehoff la estudió con detenimiento y se imaginó a sí mismo en el interior. «¿Ofreceré un aspecto alegre dentro de este recipiente?», se preguntó.

—¡Ajá! —exclamó Bozdil, y batió palmas—. Sabía que elegirías algún tono azul. Hace juego con tus polainas. Por cierto, ¿tu atuendo es el clásico de tu raza? —inquirió, al tiempo que tiraba de las ropas de Tas.

—Claro. Eh... bueno, creo que sí —tartamudeó, cogido por sorpresa. Volvió la mirada al llamativo tono cobalto y recobró la expresión alegre—. ¿De verdad el azul es mi color?

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