Episodios 7 y 8 de las aventuras de don César de Echagüe, un hombre adinerado, tranquilo, cínico, casi cobarde. Oculta así su otra personalidad: él es el héroe enmascarado «el Coyote», el justiciero que defenderá a sus compatriotas de los desmanes de los conquistadores yanquis, marcando a los malos con un balazo en el lóbulo de la oreja.
José Mallorquí
El otro Coyote/Victoria secreta
Coyote 007 y 008
ePUB v1.3
Cris198730.11.12
Título original:
El otro Coyote/Victoria secreta
José Mallorquí, 1945.
Ilustraciones: Julio Bosch y José Mª Bellalta
Diseño portada: Salvador Fabá
Editor original: Cris1987 (v1.3)
Corrección de erratas: Faro47
ePub base v2.0
El tintinear de cascabeles, el ludir de unas ruedas mal engrasadas y el estruendo de las llantas sobre la desigual carretera, hicieron levantar la cabeza a Ricardo Yesares en el instante en que se disponía a encender la pequeña hoguera para guisar su sencilla comida. Junto al montón de ramitas y cortezas tenía ya un recipiente de hierro estañado que servía de plato y de sartén. En aquel momento estaba ocupado por unas largas lonjas de tocino. En la hierba, junto al plato, veíanse tres huevos y un trozo de pan. Comida de gringos, indigna de un buen paladar californiano; pero Ricardo Yesares había vivido lo suficiente entre los gringos para habituarse a su sistema de alimentación y también a su presencia en la caballeresca California, que desde la llegada de los yanquis era cada vez menos caballeresca, pues ya la palabra de un caballero carecía de valor, y en cambio un papel firmado tenía una importancia suprema. ¡Un papel firmado! ¡Bah! ¡Qué lejanos estaban los tiempos en que la palabra de un Yesares valía tanto como la del rey! Otros tiempos, otras costumbres y otro gobierno. Y todo ello en perjuicio de los californianos.
Sin saber exactamente por qué, Yesares interrumpió sus esfuerzos por encender el fuego y miró hacia la carretera, por entre las ramas de los árboles.
Diligencia a Los Ángeles, desde Mojave pasando por Palmdale, que era, también, el lugar adonde Ricardo se dirigía. Protegida por dos jinetes que cabalgaban delante y detrás del carruaje, armados de largos rifles, y por otros dos hombres sentados en el techo del vehículo, uno junto al conductor y otro detrás.
—Debe de llevar oro —pensó Yesares.
La curiosidad le hizo seguir el proceso de la diligencia. De pronto vio cómo los dos jinetes vacilaban, en sus monturas. Al instante sonaron dos detonaciones simultáneas, cuyos ecos acompañaron hasta el suelo a los guardas del carruaje.
Sus compañeros volviéronse para disparar contra los atacantes, cuya presencia era acusada por la densa humareda de los disparos; pero antes de que pudieran hacer nada sonaron dos nuevas detonaciones y otros dos copos de humo de pólvora negra se elevaron de entre unos matorrales, mientras los últimos guardianes de la diligencia caían al suelo desde sus puestos.
—¡Alto! —ordenó una potente voz.
El conductor tiró de las riendas y con el pie echó el freno. Al mismo tiempo un hombre salió de entre los árboles, empuñando un revólver de largo cañón.
—Baja —dijo, dirigiéndose al conductor.
Al llegar el pobre hombre a tierra, y cuando aún estaba de espaldas al bandido, éste le golpeó en la cabeza con el cañón de su revólver; pero en el mismo instante un disparo sonó en el interior de la diligencia, y el atacante, girando sobré sus talones, soltó el arma y cayó junto a su víctima, y quedó, tras un momento, completamente inmóvil.
El autor del disparo, un muchacho de unos dieciocho años, apareció en la portezuela, empuñando una pistola de cortos cañones. Su descenso del vehículo fue precipitado por otro disparo. Alcanzado en pleno pecho, el joven se desplomó de cabeza, mortalmente herido.
Ricardo Yesares lo presenció todo. De súbito, se dio cuenta de que la tragedia se había desarrollado en menos de un par de minutos. Su mano derecha buscó la culata de su revólver. Entretanto dos hombres salieron al centro de la carretera y se detuvieron juntos a las víctimas del ataque. Vestían como norteamericanos y empuñaban cada uno un revólver de seis tiros. Un pañuelo anudado por debajo de los ojos les ocultaba por completo el rostro.
—Lo mataron —dijo uno, golpeando con el pie al bandido muerto.
—Menos gente a la hora de repartir —replicó el otro—. Bajemos el oro.
Del interior de la diligencia, cuyo único ocupante había sido el joven de la pistola, sacaron una pesada arca de roble, reforzada con bandas de hierro, y la dejaron caer violentamente al suelo, de donde levantó una densa polvareda.
—Está cerrada —dijo uno de los bandidos.
El otro, que vestía con mayor elegancia, golpeó furiosamente la caja con el pie, abriendo con la rodela de la espuela un hondo surco en la madera. Luego, comprendiendo que de aquella forma no podría jamás abrirla, apuntó con el revólver al candado que la cerraba y disparó dos veces. El segundo proyectil destrozó el candado. Los dos hombres se inclinaron sobre la abierta arca, cuyo contenido brillaba al sol con dorados destellos.
—Doce mil dólares —comentó el que había abierto la caja.
—¡Aparta las manos de ese oro, canalla! —ordenó en aquel momento Yesares. El joven había descendido a la carretera, y sin ser visto por los dos bandidos, habíase deslizado hasta detrás de ellos.
Los salteadores levantaron rápidamente los brazos. Yesares les quitó los revólveres. Luego, llevando la mano hasta los pañuelos que les cubrían el rostro, se los arrancó, diciendo:
—Ahora os veré las caras. Volveos.
Para verles mejor Ricardo Yesares dio dos pasos atrás. En aquel momento creyó oír un leve ruido tras él e iba a volverse cuando algo muy duro chocó contra su cabeza. El mundo, ante sus ojos, estalló en mil lucecillas y luego todo se apagó. Un abismo insondable abrióse ante él. Yesares sintióse hundir en aquel precipicio. Cuando chocó contra la polvorienta carretera, Ricardo había perdido el conocimiento.
—Llegué a tiempo —dijo el salteador que hasta entonces había permanecido oculto, cumpliendo la misión de vigilancia que le había sido encargada—. Si tardo un poco, el amigo ese le da un disgusto, jefe.
El aludido volvióse lentamente y se cubrió de nuevo el rostro con el pañuelo.
—Sí; hemos tropezado con más inconvenientes de los que esperábamos —comentó, recogiendo su arma.
—¿Termino con él? —preguntó el tercer bandido, señalando a Yesares.
El jefe reflexionó unos segundos y, al fin, contestó:
—No. Creo que puede sernos útil.
Inclinóse y cogió el revólver del californiano.
—Un cuarenta y cuatro —murmuró.
Abrió la recámara y examinó los cartuchos que contenía el cilindro.
—Iguales —dijo.
Después sacó uno de los cartuchos que llenaban el cinturón canana de Yesares y vio que era idéntico a los contenidos en el cilindro.
—Bien, bien —sonrió.
No descubriendo en el arma de Yesares ninguna característica esencialmente distinta de su propio revólver, lo guardó en su funda y dejó caer su Colt junto al californiano.
—¿Qué piensa hacer, jefe? —preguntó uno de los dos bandidos.
—Lo que yo pienso hacer se llama estrategia y astucia. Y ya comprobaréis por vosotros mismos las ventajas de saber utilizarlos. Ahora, a trabajar. Trae los sacos.
El bandido que recibió esta orden corrió hacia donde estaban los caballos y de la silla de uno de los animales descolgó tres saquitos de lona que llevó a su jefe. Éste los llenó con el contenido del cofre, comentando:
—Buen botín. Los negocios marchan viento en popa.
Volvióse hacia sus hombres y agregó:
—Tú, Murdoch lleva esto a nuestro refugio y guárdalo allí. —Dirigiéndose al otro, siguió—: Tú y yo, Evoy, empezaremos a preparar la comedia. Démonos prisa.
Mientras el jefe de los bandidos y Evoy se quitaban los pañuelos que les cubrían el rostro, Murdoch, montando a caballo y llevando de la brida el otro animal en que estaban cargados los sacos de oro, emprendía la marcha hacia su refugio.
Si cualquiera de los tres asaltantes hubiera mirado hacia lo alto de la colina, cuya falda era bordeada por la carretera, habría visto moverse levemente unas matas, tras las cuales, y tendido en tierra, se encontraba un hombre vestido a la moda californiana, aunque con varios complementos mejicanos. Aquel hombre había presenciado desde su escondite gran parte de lo ocurrido en la carretera, junto a la inmovilizada diligencia.
Por un momento pareció vacilar sobre lo que debía hacer; pero al fin decidióse y con gran cuidado retrocedió hasta la otra vertiente de la colina. Al llegar allí se puso en pie y fue hacia su caballo, que aguardaba pastando plácidamente. Un observador poco sagaz habría creído por un instante que aquel hombre era el mismo Ricardo Yesares, que en aquel momento yacía tendido junto a la diligencia. Quizá a tal impresión contribuyera la semejanza del traje o la igualdad de la raza. Fuera lo que fuese, lo cierto era que entre los dos hombres existía cierto parecido físico y uno mucho mayor en lo que se refería a la estatura y corpulencia.
El misterioso espectador del drama desarrollado en la carretera de Mojave a Los Ángeles sacó de un bolsillo un negro antifaz y se cubrió con él el rostro. Luego, montando a caballo, picó espuelas y partió en seguimiento del bandido que marchaba con el oro robado. En su rostro floreció una irónica sonrisa que fue borrada en seguida por un amenazador fruncimiento de los labios, mientras la mirada del jinete seguía las evoluciones del hombre a quien perseguía.
Palmdale, situada un poco al norte de la confluencia de las carreteras a Los Ángeles y a San Bernardino, era una población típica de la California del Sur. Fundada recientemente por los que llegaron a California en busca de oro, tenía todos los defectos y cualidades de las ciudades jóvenes. Era impetuosa, no conocía más ley que la de la violencia y el desprecio de la vida ajena. Sus habitantes eran casi todos anglosajones, con los suficientes chinos para que poseyera ese aspecto característico de los pueblos californianos, que tanto deben y tan poco agradecen a los laboriosos hijos de China.