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Authors: Cliff McNish

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El olor de la magia (2 page)

BOOK: El olor de la magia
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—Y haz que estén callados durante diez minutos —dijo su madre con su voz más amenazadora—. O esta noche haré estofado de cuervo.

Eric fingió no oír, pero se puso el dedo sobre los labios en un gesto de silencio. Los prapsis se apretaron bien los labios para impedir que se escapara algún que otro insulto más.

Eric era un chico fornido, de corta estatura y una expresión dura, fruto de muchas horas de práctica. Su rasgo más llamativo era el pelo, una masa rubia de rizos alborotados. Pero Eric odiaba su pelo. Las madres de sus compañeros adoraban acariciarle las suaves ondulaciones. En un par de años estaba determinado a cortárselo. Al cero. Por ahora tenía que contentarse con que los prapsis se lo alborotaran con sus garras tan a menudo como era posible.

—Supongo que anoche los prapsis durmieron otra vez contigo —dijo Raquel con tono mordaz.

—Por supuesto —dijo Eric con una sonrisa burlona; gesto que imitaron los prapsis con inquietante precisión.

—Los he visto —continuó Raquel—. Estaban en tu cama, con sus enormes ojos de bebé. Es espeluznante. Copian todo lo que tú haces. Si te das la vuelta, ellos se dan la vuelta. Incluso imitan tus ronquidos a la perfección.

—Ah, sí, es cierto. —Eric rió entre dientes—. Me adoran —dijo chasqueando los dedos. De inmediato, uno de los prapsis volvió la página del cómic con su nariz respingona.

—Es patético —murmuró Raquel—. Menudos tres tarados. ¿Dónde está Morpet?

—Yo podría decírtelo —replicó Eric—. Pero ¿qué obtendría a cambio?

—Está en el jardín —dijo la madre dando un suave tirón de orejas a Eric. A continuación le tendió a Raquel una tostada con mantequilla—. Cómetela antes de irte, ¿quieres?

Tras el desayuno Raquel deambuló por el jardín trasero. Era un achicharrante día de julio, con casi todas las vacaciones de verano todavía por delante. Morpet estaba tendido al lado del estanque. Era un chico delgado, con unos chispeantes ojos azules y una espesa mata de pelo rubio rojizo alborotada en todas direcciones. Al alcance de su mano bronceada había un refresco helado.

Raquel sonrió afectuosamente.

—Veo que ya te has preparado para el verano.

—Por culpa de Dragwena me perdí unos cuantos cientos de veranos —dijo Morpet—. Estoy recuperándolos tan bien como puedo. —Sacó una lata de refresco del estanque y se la tendió a Raquel—. Te he guardado esto. Por cierto, ¿cómo estás?

—Un poco desalentada —dijo ella tendiéndose en la hamaca del jardín.

—Realmente, ahora hueles muy bien. ¿Te has restregado a fondo con jabón?

—Sí, Morpet, he tomado un baño —dijo Raquel riendo—. ¿Por qué, tú aún no?

—Sigo sin soportar esa sensación viscosa —admitió él—. Tampoco ese olor tan suave y dulce, hay algo oscuro en ello. Por supuesto, nosotros no teníamos jabón cuando yo era un niño. Todos olíamos espantosamente pero a nadie nos importaba un rábano.

En realidad, Raquel aún no podía acostumbrarse al nuevo niño Morpet. Lo había conocido un año antes en otro mundo: en Itrea. Raquel aún ahora se estremecía al pensar en aquel desolado mundo cubierto de nieve oscura. Una bruja odiosa, Dragwena, había gobernado allí. Morpet fue su sirviente a regañadientes.

Durante siglos fue obligado a presenciar cómo Dragwena raptaba a los niños hasta su mundo. Raquel y Eric fueron los últimos secuestrados. Cuando llegó, Raquel descubrió que todos los niños poseían poderes mágicos que no podían ser utilizados en la Tierra. Por eso los quería la bruja, para servir a sus oscuros propósitos. Morpet fue su maestro, y ella progresó muy rápido, descubriendo que poseía más magia que ningún otro niño antes, y que era la primera lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a Dragwena de verdad. Eric también tenía un don, y era algo que ningún otro niño poseía. Excepcionalmente, podía deshacer hechizos. Podía
destruirlos.
En una aterradora batalla final, Raquel y Eric lucharon contra el maleficio de la bruja y fueron testigos de la muerte de Dragwena a manos del gran mago Larpskendya.

Viendo ahora a Morpet, a Raquel le era difícil recordar que durante cientos de años él había sido un anciano arrugado mantenido con vida solo por la magia de la bruja. De algún modo, Morpet había desafiado lo peor del poder de Dragwena, y cuando Raquel y Eric llegaron él arriesgó su vida por ellos. Para demostrar su gratitud, el mago Larpskendya le devolvió a Morpet todos los años perdidos de infancia que Dragwena le había arrebatado. Cuando volvió a casa, aunque no a su propia casa, era un niño de nuevo. Su familia original hacía ya mucho que había muerto, por supuesto. Así que los padres de Raquel lo adoptaron en secreto; y aquí estaba él, un año más tarde, un adolescente en un jardín en pleno verano. Unas cuantas criaturas más eligieron volver desde Itrea con Raquel y Eric. Solo quedaban los prapsis. El lobezno Scorpa, Ronocoden el águila y unos cuantos gusanos se fueron pronto, decidieron hacer su propia nueva vida en la Tierra.

—¿Qué te pasa? —preguntó Raquel advirtiendo una ligera incomodidad en Morpet.

—Son estos pantalones cortos —dijo haciendo un mohín—. Tu madre olvida que tengo quinientos treinta y siete años de edad. No
me gustan
los pantalones a rayas.

—No puedes llevar los viejos pantalones de piel que llevabas en Itrea para siempre, Morpet. Debes renovarte.

—Pero me sentaban bien —dijo—. Estos pantalones cortos me hacen parecer estúpido. Además, no son de mi talla. Tu madre cree que tengo el mismo tamaño que Eric.

—¿Son demasiado ceñidos?

—Demasiado holgados —dijo Morpet de manera significativa.

—Mmm. Peligroso —sonrió Raquel—. Habrá que hablar con mamá acerca de esto… por supuesto, aunque puedes ir de tiendas y comprarte unos que te gusten.

Morpet se encogió de hombros gruñendo. Ir de compras significaba salir de la casa y cruzar la peligrosa calle. El tráfico lo ponía nervioso. No había coches cuando él era un niño, ni, por supuesto, aviones. La disparatada y ruidosa vida moderna lo mantenía en constante tensión, e intentaba evitar las avenidas tanto como le era posible.

Durante unos cuantos minutos, Raquel permaneció tendida en la orilla del estanque, simplemente disfrutando del sol y de la suave brisa soplando sobre sus piernas.

—Morpet —dijo finalmente— anoche estuve en la cama durante quince horas. No podía despertarme. Esos hechizos actúan mientras yo estoy dormida… ¿Qué está pasando?

—Ya conoces la respuesta —dijo él sin rodeos.

Raquel meneó la cabeza.

—Sé que mis hechizos ansían ser utilizados —respondió ella—. Pero hasta ahora se habían comportado correctamente. ¿Qué es lo que ha cambiado? ¿Por qué de repente están tan activos?

—Te están desafiando —contestó él—. Están inquietos, impacientes. La magia no es algo que puedas domar como a una mascota, Raquel. Especialmente tu magia. —Morpet se acercó a ella y le dio unos leves golpecitos en la cabeza—. Tus hechizos son demasiado intensos, demasiado ambiciosos, como para dejarte en paz. Y tú dejaste de atender sus peticiones hace meses, ¿no? Los has dejado de lado por completo.

—Tenía que hacerlo —protestó Raquel—. Eran demasiado tentadores. Larpskendya me hizo prometer que no utilizaría mis hechizos.

—Lo sé —dijo Morpet—. Pero a tus hechizos les importan muy poco las promesas hechas a un mago. No les gusta ser ignorados. Si no quieres escucharlos mientras estás despierta, entonces ellos actúan de noche, cuando pueden dominar en tus sueños.

Raquel se inclinó para juguetear con el agua de la superficie del estanque.

—Pero ¿por qué me meten bajo el agua?

—¿Por qué no? —dijo Morpet—. El agua debe de ser un lugar interesante para que unos hechizos aburridos hagan experimentos. Existe el desafío de hacerte respirar sin pulmones. Y de hacerte inhalar agua sin dañar tu cuerpo. Ese tipo de cosas son difíciles. Requieren unos cuantos hechizos complejos cooperando estrechamente.

Raquel pensó en las agallas.

—Puedo manejarlos —insistió ella—. Larpskendya me advirtió de que un grupo de brujas reunidas podría descubrir mis hechizos, incluso desde el espacio. Y eso podría conducir a las brujas hasta todos los niños. ¡No pienso romper mi promesa!

—Ya lo has hecho —resopló Morpet. Seguidamente se irguió y continuó—. Tienes que recobrar el control, Raquel. Dales a tus hechizos algo que hacer, por lo menos déjales respirar. Y hazlo cuando estés despierta y puedas contenerlos.

—Pero aún no ha sucedido nada terrible…

Morpet se encontró con su mirada.

—¿Y vas a esperar hasta que ocurra? Sé que no lo haces deliberadamente, Raquel, pero ¿qué me dices de tus pesadillas? ¿Qué ocurrirá cuando tu madre intente despertarte en el momento menos oportuno? Esta mañana, por ejemplo. Podría haber ocurrido cualquier cosa. Yo vi las zarpas. —Morpet la miró con seriedad—. Esa es tu peor pesadilla, ¿verdad? Y la mía también: en mis peores sueños me enfrento a Dragwena de nuevo. Soy la presa de una bruja.

Raquel se estremeció. Ella intentaba no pensar nunca en Dragwena. Al llevarse la lata de refresco a los labios vio una avispa. Zumbó alrededor de la lata, se metió por la abertura y finalmente cayó dentro de la bebida. Mientras vertía el contenido de la lata y a la avispa al césped con aire ausente, Raquel lanzó un profundo suspiro.

—¿Qué hechizos tienes ahora en tu cabeza? —preguntó Morpet cortante.

—Solo los habituales.

—Y esos… ¿cuántos son?

—Cuatro hechizos: uno para matar a la avispa; un segundo para rescatarla; un tercero para desinfectar la lata. —La niña miró la avispa, con sus alas empapadas, tambaleándose a través del césped, y sonrió—. Y un hechizo calentador para secar alas de insecto.

—¿Cuál de ellos te ha venido primero a la mente?

«El hechizo asesino», pensó Raquel, y Morpet leyó la respuesta en su rostro.

—Nunca le hubiera hecho daño a la avispa —dijo ella.

—Lo sé —contestó Morpet—. Pero es interesante que sean los hechizos más peligrosos los que se ofrezcan en primer lugar. Siempre dominan a los otros.

Raquel se acercó al borde del estanque y contempló su reflejo en el agua. Sus ojos se habían vuelto de un marrón profundo, como de arena húmeda. Buscó colores más intensos, pero sus hechizos estaban inusualmente reticentes, como si ahora no quisieran permanecer tras sus pupilas. ¿A qué era debido?

Por primera vez en meses Raquel prestó atención a su interior. «¿A qué estáis esperando?», preguntó. Unos cuantos hechizos guardaron silencio, replegándose astutamente, sin dejar que Raquel reconociera la diablura que habían planeado.

«Están esperando», pensó Raquel, «esperando a que me duerma».

Entonces le dijo a Morpet:

—Será mejor que esta noche me vigiles de cerca.

2
Ool

Heebra, la madre de Dragwena, echó un vistazo desde la ventana-ojo de su torre.

Bajo ella, en toda su vasta gloria, se extendía Ool, hogar de todas las brujas. Era un mundo congelado. Una nieve gris oscura caía pesadamente del cielo, llenando el aire, prácticamente expulsando toda luz existente. Heebra había gobernado durante más de dos mil años, y en todo ese tiempo nunca había dejado de nevar. Los valles estaban inundados de nieve; los animales engendraban bajo tierra para huir del frío; las montañas más altas de Ool habían sido hace tiempo sepultadas bajo toneladas de tristes copos.

Solo las torres de las brujas se elevaban por encima de la nieve.

Mientras Heebra acechaba el exterior desde su ventana, su hija pequeña, Calen, emergió de las sombras de la cámara.

—¿Veremos hoy luchar a las alumnas? —preguntó Calen con entusiasmo.

—¿Tan pronto? Se les dijo que se prepararan para una competición nocturna.

—Démosles una sorpresa, madre. ¡Hagámoslas luchar ahora!

Heebra sonrió con indulgencia y avisó a las rivales para que se preparasen de inmediato.

Mientras esperaba, Heebra inspeccionó la fría magnificencia de Ool. Las prominentes torres de sus brujas atestaban el cielo. Cada una de ellas estaba coronada por una ventana-ojo esmeralda, y su altura señalaba el rango de la bruja que vivía en ella. Había millones de torres, pero la de Heebra las superaba a todas. Se elevaba gruesa y negra sobre las nieves eternas, decorada con los incontables rostros de las brujas derrotadas en batalla. Durante los primeros tiempos del gobierno de Heebra muchas brujas habían desafiado su posesión de la Gran Torre. Ninguna se atrevía ahora. Una lástima: demasiado tiempo había pasado ya desde la última vez que tuvo el placer de tallar una cara nueva en la piedra.

Calen se le unió en la ventana.

—¿Recuerdas cuándo ganaste tu primer ojo, madre? ¡Una batalla legendaria!

Heebra se encogió de hombros.

—No fue nada. Una torre pequeña. Un pedazo de roca. Solo unos cuantos cientos de metros, y ridículamente estrecha.

—¡¿A quién le importa el tamaño?! Mataste a otras doce alumnas para conseguirla. —Calen miró con admiración a su madre—. Nadie había hecho eso antes. Eras increíble incluso entonces.

Heebra estudió el rostro de su hija. Le dolía ver cuánto se parecía a Dragwena, su fabulosa hija perdida. Con menos de cuatrocientos años de edad, Calen era toda una Bruja Superior en la flor de la vida. Su piel era de color rojo sangre, y no había perdido un ápice de su frescura. Su visión era también perfecta, los ojos tatuados acechaban bajo una frente prominente. Incluso su sentido del olfato permanecía intacto; las sensibles fosas nasales, en forma de pétalos de tulipán rajados, podían olfatear carne viva escondida bajo la nieve más profunda. Pero quizá el rasgo más interesante de Calen eran sus mandíbulas. Las cuatro eran de unas características espectaculares. A pesar de las numerosas batallas emprendidas, ninguno de sus dientes negros, triangulares y curvados, se había caído o mellado. Refulgían en sus bien lubricadas encías plateadas, y se mantenían limpios gracias a una legión de pequeñas arañas rebosantes de salud que saltaban en constante alerta de una quijada a otra en busca de restos de comida.

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