—¡Excelente noticia! —exclamó lord Ulrich.
—Quizás haya un dios, después de todo —comentó lord Siegfried, haciendo un mal chiste que nadie rió.
Gerard cruzó la estancia en dos zancadas, agarró al sobresaltado escudero por el cuello de la chaqueta y casi lo alzó en vilo.
—¿Y qué ha sido de los elfos, maldita sea? ¿De la reina madre, del rey? ¿Qué les ha ocurrido?
—Señor, por favor... —exclamó el mensajero, al que le entrechocaban los dientes por las sacudidas.
Gerard soltó al joven, que respiraba con dificultad.
—Os pido disculpas, señor, milores —dijo Gerard en un tono menos estridente—, pero he estado recientemente en Qualinesti, como ya sabéis, y les he tomado un gran aprecio a esas personas.
—Por supuesto, lo entendemos, sir Gerard —contestó lord Tasgall—. ¿Qué noticias se tienen del rey y de la familia real?
—Según los supervivientes que lograron llegar a Solace, la reina madre murió en la batalla con el dragón —informó el mensajero, lanzando una mirada desconfiada a Gerard mientras se mantenía fuera de su alcance—. Se la aclama como heroína. Al parecer el rey ha escapado sano y salvo, y se dice que se unirá con el resto de su pueblo, los que consiguieron huir de la ira de la Verde.
—Al menos, con el dragón muerto los elfos podrán regresar ahora a Qualinesti —dijo Gerard, abrumado por el pesar.
—Me temo que no es el caso, milord —repuso el mensajero, sombrío—. Aunque el dragón murió y su ejército se dispersó, poco después llegó un nuevo comandante para tomar el control. Es un Caballero de Neraka que afirma que estuvo presente en la toma de Solanthus. Ha agrupado a lo que queda de los ejércitos de Beryl y ha invadido Qualinesti. Son miles los que han acudido en tropel bajo su estandarte porque ha prometido riquezas y tierras gratis a todo el que se una a él.
—¿Y qué pasa en Solace? —inquirió, inquieto, lord Tasgall.
—De momento nos encontramos a salvo. Haven se ha liberado. Las fuerzas de Beryl que controlaban la ciudad han abandonado sus puestos y viajan hacia el sur para no perderse el saqueo de la nación elfa. Pero mi señor cree que una vez que el tal lord Samuval, como se denomina a sí mismo, tenga bien asegurado el control en Qualinesti, centrará su atención en Abanasinia como objetivo. En consecuencia, mi señor pide refuerzos...
El mensajero hizo una pausa y sus ojos fueron de un caballero a otro. Todos rehuyeron su mirada suplicante, y tras intercambiar miradas, apartaron la vista. No había refuerzos que pudieran mandar.
Gerard estaba tan afectado que al principio no identificó el nombre de Samuval relacionándolo con el hombre que lo había escoltado en el campamento de Mina. Sólo lo recordaría estando ya de camino a Solanthus. En aquel momento, sólo era capaz de pensar en Laurana, pereciendo en la batalla contra la gran Verde, y su amigo y enemigo, el comandante de los caballeros negros, el gobernador Medan. Los solámnicos nunca mencionarían a Medan ni lo calificarían de héroe, cierto, pero Gerard suponía que si Laurana había perecido, el aguerrido gobernador debía de haberla precedido en la muerte.
Su corazón compadeció al rey, que ahora tenía que conducir a su pueblo al exilio. Gilthas era demasiado joven para que el destino le impusiera una responsabilidad tan terrible; demasiado joven e inexperto. ¿Estaría a la altura de las circunstancias? ¿Lo estaría cualquiera, sin importar lo mayor que fuera o la experiencia que tuviera?
—Sir Gerard...
—Sí, milord.
—Tienes permiso para marcharte. Sugiero que partas esta noche. En medio del tumulto nadie se hará preguntas sobre tu desaparición. ¿Tienes todo lo que necesitas?
—He de arreglar la cuestión de quién llevará mis mensajes, milord. —Gerard no podía permitirse el lujo de entregarse a la tristeza por más tiempo. Esperaba que algún día se le presentara la ocasión de vengar a los muertos, pero, de momento, tenía que asegurarse de que no se uniría a ellos—. Una vez resuelto eso, estaré preparado para partir de inmediato.
—Mi escudero, Richard Kent, es joven pero sensato, y un jinete experto —dijo lord Tasgall—. Lo designaré como tu mensajero. ¿Te parece un arreglo satisfactorio?
—Sí, milord.
Se mandó llamar a Richard. Gerard había visto al joven antes, y le había causado buena impresión. Los dos no tardaron en convenir el lugar donde Richard esperaría para recibir noticias de Gerard y el método de comunicarse. Después, Gerard saludó a los caballeros del Consejo y se marchó.
Al salir de la capilla de Kiri-Jolith, Gerard se encontró en el anegado patio y agachó la cabeza para protegerse los ojos de la lluvia. Su primera idea fue buscar a Odila y ver qué tal estaba. Su segunda —y mejor— le convenció de que la dejara en paz. Le haría preguntas de hacia dónde se dirigía y qué planeaba, y le habían dado orden de no contárselo a nadie. En lugar de mentirle, decidió que era mejor no hablar con ella.
Para evitar tropezar con Odila o con cualquiera, se dirigió a recoger lo que necesitaba dando un rodeo. No cogió la armadura, ni siquiera la espada. Fue a la cocina y guardó un poco de comida en las alforjas, también agua, y una gruesa capa que había colgada delante del fuego para que se secara. La prenda aún estaba húmeda en algunos sitios y soltaba un intenso olor a oveja mojada, pero era ideal para su propósito. Vestido sólo con camisa y pantalones, se envolvió en la capa y se encaminó a los establos.
Tenía por delante una larga cabalgada; larga, mojada y solitaria.
Las praderas de arena
La lluvia había empapado las tierras septentrionales de Ansalon, y lo que era un suplicio para los Caballeros de Solamnia, en el sur, para los elfos que iniciaban su viaje a través de las Praderas de Arena, habría sido una bendición. Los qualinestis habían disfrutado siempre del sol. Su torre era la Torre del Sol, y su dirigente, el Orador de los Soles. La luz del astro disipaba la oscuridad y los terrores nocturnos, traía vida a las rosas y caldeaba sus casas. Los elfos habían amado incluso al nuevo sol que había aparecido al final de la Guerra de Caos, pues aunque su luz parecía débil, pálida y enfermiza en ocasiones, seguía trayendo la vida a su tierra.
En las Praderas de Arena, el sol no traía vida. Traía la muerte.
Jamás un elfo había maldecido el sol, pero ahora, tras sólo unos pocos días de viaje a través de aquel territorio vacío, duro, bajo el extraño y ceñudo ojo de este sol —un ojo que ya no era pálido y enfermizo, sino feroz e implacable como el ojo de una diosa vengativa—, los elfos llegaron a odiarlo y a maldecirlo cuando salía cada mañana con malevolente afán de revancha.
Los elfos habían hecho cuanto estaba en su mano para prepararse para el trayecto, pero nadie, salvo los mensajeros, había viajado tan lejos fuera de sus fronteras y no sabían con qué iban a encontrarse. Ni siquiera los mensajeros, que mantenían contacto con Alhana Starbreeze de los silvanestis, habían cruzado las Praderas de Arena. Sus rutas los llevaban hacia el norte, a través del territorio pantanoso de Onysablet. De hecho, Gilthas se había planteado utilizar esas rutas, pero rechazó la idea casi de inmediato. Mientras que una o dos personas podían entrar sigilosamente por el pantano sin ser detectadas por la hembra de dragón o las criaturas malignas que la servían, una población entera nunca les pasaría inadvertida. Según los informes de los mensajeros, el pantano se había ido haciendo más oscuro y peligroso a medida que el reptil extendía su control sobre el territorio, de modo que, en la actualidad, de todos los que se aventuraban a entrar eran pocos los que salían de él.
Los elfos rebeldes —en su mayoría montaraces acostumbrados a vivir al aire libre— tenían más idea de lo que la gente iba a afrontar. A pesar de que ninguno de ellos se había aventurado nunca en el desierto, sabían que sus vidas podrían depender de la capacidad de huir reaccionando al instante, y por ello no iban cargados con objetos que eran valiosos en situaciones normales pero que no servían de nada a los muertos.
Casi todos los refugiados aún tenían que aprender esa dura lección. Los qualinestis habían abandonado sus hogares y hecho un viaje peligroso por los túneles de los enanos o al abrigo de los árboles por la noche, pero aun así muchos se las habían ingeniado para llevar consigo bolsas y cajas llenas de ropas de seda, prendas de gruesa lana, joyeros con alhajas, libros de las historias familiares, juguetes para los niños, reliquias de todo tipo. Tales objetos guardaban dulces recuerdos de su pasado, representaban su esperanza para el futuro.
Siguiendo el consejo de su esposa, Gilthas intentó convencerlos de que deberían dejar las reliquias heredadas, las joyas y las historias de la familia. Insistió en que cada cual llevara tanta agua como pudiera cargar, junto con comida para una semana de viaje. Si ello significaba que una doncella elfa ya no podía conservar sus zapatos de baile, que así fuera. La mayoría consideró tal restricción dura en extremo y rezongaron sin parar. A alguien se le ocurrió la idea de construir unas angarillas que llevaría arrastrando y enseguida muchos se pusieron a atar ramas para transportar así sus pertenencias. Gilthas observó sus afanes y sacudió la cabeza.
—No les obligues a abandonar sus tesoros, amor mío —aconsejó
La Leona—
. No lo intentes siquiera o acabarán odiándote.
—¡Pero así no saldrán vivos del desierto! —Gilthas señaló a un noble elfo que había llevado consigo casi todas sus posesiones, incluido un reloj que daba las horas—. ¿Es que no lo entienden?
—No —fue la concisa respuesta de su esposa—. Pero lo entenderán. Cada cual habrá de decidir dejar su pasado atrás o morir con él colgado al cuello. Ni siquiera su rey puede tomar esa decisión por ellos. —Alargó la mano y la posó sobre la de su esposo—. Recuerda esto, Gilthas: hay algunos que preferirán morir. Debes prepararte para afrontar eso.
Gilthas meditó las palabras de su mujer mientras avanzaba con dificultad por el rocoso suelo azotado por el viento en un paisaje duro, hostil y yermo que semejaba un mar rojo anaranjado hasta el horizonte azul. Miró hacia atrás, a la tierra que rielaba bajo el ardiente sol, y vio a su pueblo caminando penosamente. Distorsionadas por las ondas de calor que emanaban de la roca, las figuras parecían tremolar, alargarse y perderse de vista mientras las contemplaba. Había situado a los más fuertes en la retaguardia del grupo para que ayudaran a los que tuvieran dificultades, y a los montaraces a lo largo de los flancos para vigilar.
Los primeros días de la marcha Gilthas había temido un ataque de los ejércitos humanos que recorrían Qualinesti saqueando y destruyendo a su paso, pero después de penetrar en el desierto enseguida se dio cuenta de que estaban a salvo; a salvo porque nadie en su sano juicio gastaría fuerzas y energía en perseguirlos. «Que el desierto acabe con ellos», habrían dicho sus enemigos. Y realmente tal posibilidad no parecía improbable.
—No vamos a conseguirlo —comprendió.
Los elfos no sabían vestirse para un entorno como el desierto. Se desembarazaban de sus ropas por el calor, y muchos tenían quemaduras terribles del sol. Las angarillas prestaban ahora un servicio útil: transportar a los que estaban demasiado enfermos o quemados para poder caminar. El calor minaba las fuerzas, lo que provocaba que los pies tropezaran y las cabezas fueran gachas. Como
La Leona
había pronosticado, los elfos empezaron a despojarse de su pasado. Aunque no dejaban huellas en el suelo rocoso, el relato de su paso podía leerse en los sacos abandonados y los baúles rotos tirados de las angarillas o dejados caer por brazos cansados.
El avance era lento; descorazonadoramente lento. Según los mapas, tendrían que cruzar cuatrocientos kilómetros de desierto antes de llegar a lo que quedaba de la calzada del Rey que conducía a Silvanesti. Haciendo sólo unos cuantos kilómetros al día, se quedarían sin agua y comida mucho antes de que hubieran recorrido la mitad del trayecto. Gilthas había oído que existían sitios en el desierto donde se podía encontrar agua, pero no estaban señalados en los mapas y él ignoraba cómo hallarlos.
Albergaba una esperanza, la esperanza que lo había conducido a atreverse a realizar este peligroso viaje. Tenía que intentar encontrar a las gentes que habitaban las Praderas, las gentes que habían hecho su hogar de esta inhóspita y desolada tierra. Sin su ayuda, la nación qualinesti perecería.
El joven monarca había supuesto, ingenuamente, que viajar por las Praderas de Arena era similar a viajar por otras partes de Ansalon, donde uno encontraba pueblos y ciudades tras una jornada de marcha. Le habían dicho que había un pueblo de las gentes de las Praderas en un lugar llamado Duntol. El mapa situaba a Duntol más o menos al este de Thorbardin. Y en esa dirección viajaron los elfos, rectos hacia el sol matinal, pero no vieron señales de ningún pueblo. Oteando la inmensa extensión de brillante roca roja, Gilthas divisaba kilómetros en todas direcciones, y mirara donde mirara no veía rastro de nada excepto más rocas.
La gente bebía demasiada agua, de modo que ordenó que los montaraces recogieran los odres y la racionaran. Mandó hacer lo mismo con la comida.
A los elfos les enfadó y les asustó tener que entregar su valiosa agua. Algunos se resistieron, otros suplicaron con lágrimas en los ojos. Gilthas tuvo que ser firme y duro, y hubo quienes dejaron de maldecir al sol para maldecir al rey. Por suerte para Gilthas —su único golpe de suerte— el prefecto Palthainon tenía quemaduras del sol tan importantes que se sentía demasiado enfermo para causar problemas.
—Cuando el agua se acabe, podremos sacar sangre a los caballos y vivir de ella durante unos pocos días —dijo
La Leona.
—¿Y qué pasará cuando mueran? —preguntó su marido.
Ella se encogió de hombros.
Al día siguiente, dos personas murieron por las quemaduras que sufrían. No pudieron enterrarlas, porque ninguna herramienta de las que llevaban rompería la sólida roca. Tampoco había piedras en la llanura barrida por el viento para cubrir los cadáveres con ellas. Finalmente los envolvieron en capas de lana y bajaron con cuerdas los cuerpos a una de las profundas grietas que se abrían en la roca.
Mareado por caminar bajo el sol abrasador, Gilthas escuchaba los lamentos de aquellos que lloraban a los muertos. Bajó la mirada hacia la grieta y pensó, aturdido, en el bendito frescor que debía de haber allí abajo. Sintió un roce en el brazo.