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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (50 page)

Volviendo ahora a estas horas de la agonía:

—¿Sabe usted lo que nos han telegrafiado sus hermanas? —preguntó mi abuelo a mi primo.

—Sí, Beethoven, me han dicho; es como para ponerle marco; no me extraña.

—¡Mi pobre mujer, que las quería tanto! —dijo mi abuelo, enjugándose una lágrima—. No hay que tomárselo a mal. Son unas locas de atar, siempre lo he dicho. ¿Qué pasa, ya no le dan más oxígeno?

Mi madre dijo:

—Pero, entonces, mamá va a empezar a respirar mal otra vez.

El médico respondió:

—¡Oh, no! Los efectos del oxígeno durarán todavía un poquito; dentro de un momento volveremos a empezar.

A mí me parecía que esto no se hubiera dicho tratándose de una moribunda; que, si ese efecto beneficioso había de durar, es que se podía hacer algo por su vida. El silbido del oxígeno cesó por espacio de unos instantes. Pero la quejumbre feliz de la respiración seguía brotando, ligera, atormentada, inacabada, sin tregua, empezando de nuevo. A ratos parecía que todo hubiese terminado; el soplo se detenía, fuese por esos mismos cambios de octava que hay en la respiración de un durmiente, fuese por una intermitencia natural, por un efecto de la anestesia, el avance de la asfixia, algún desfallecimiento del corazón. El médico volvió a tomarle el pulso a mi abuela, pero ya, como si un afluente viniera a aportar su tributo a la corriente desecada, un nuevo canto empalmaba con la frase interrumpida. Y ésta tornaba a empezar en otro diapasón, con el mismo impulso inagotable. Quién sabe si, aun sin que mi abuela tuviera conciencia de ello, tantos estados dichosos y tiernos reprimidos por el sufrimiento no se escapaban de ella ahora como esos gases más ligeros que han sido contenidos largo tiempo. Hubiérase dicho que cuanto tenía que comunicarnos se explayaba, que era a nosotros a quien se dirigía con esta prolijidad, con este acezar, con esta efusión. Al pie de la cama, convulsa por todos los hálitos de aquella agonía, sin llorar, pero inundada de cuando en cuando por las lágrimas, mi madre tenía la desolación sin pensamiento de una fronda que azota la lluvia y sacude el viento. Me hicieron que me secase los ojos antes de ir a besar a mi abuela.

—Pero yo creía que ya no veía —dijo mi padre.

—No se puede saber nunca —repuso el doctor.

Cuando mis labios la tocaron, las manos de mi abuela se agitaron, la recorrió por entero un largo estremecimiento, ya fuese reflejo, o bien que ciertas ternuras tengan su hiperestesia que reconoce a través del velo de la inconsciencia aquello que no necesitan casi de los sentidos para querer. De pronto, mi abuela se incorporó a medias, hizo un esfuerzo violento, como un ser que defiende su vida. Francisca no pudo resistir, al verlo, y rompió en sollozos. Recordando lo que el médico había dicho, quise hacerla salir de la alcoba. En ese momento, mi abuela abrió los ojos. Me precipité sobre Francisca para ocultar su llanto mientras mis padres hablaban a la enferma. El ruido del oxígeno había enmudecido; el médico se alejó del lecho. Mi abuela estaba muerta.

Algunas horas más tarde, Francisca pudo, por última vez y sin hacerlos sufrir, peinar aquellos hermosos cabellos que empezaban solamente a encanecer y que hasta aquí habían parecido más jóvenes que ella. Pero ahora, por el contrario, eran lo único que imponía la corona de la vejez sobre el rostro suavemente joven de que habían desaparecido las arrugas, las contracciones, los toques de embarnecimiento, los relajamientos que, desde hacía tantos años, le había añadido el sufrir. Como en el lejano tiempo en que sus padres le habían escogido esposo, tenía las facciones delicadamente trazadas por la pureza y la sumisión, las mejillas brillantes de una casta esperanza, de un ensueño de felicidad, de una jovialidad inocente, inclusive, que los años habían destruido poco a poco. La vida, al retirarse, acababa de arrastrar consigo las desilusiones del vivir. Una sonrisa parecía posada en los labios de mi abuela. En aquel lecho fúnebre, la muerte, como el escultor de la Edad Media, la había tendido bajo la apariencia de una doncellita.

Capítulo 2

Visita de Albertina. Perspectiva de un rico matrimonio para algunos amigos de Saint-Loup. El ingenio de los Guermantes ante la princesa de Parma. Extraña visita al señor de Charlus. Comprendo cada vez menos su carácter. Los zapatos rojos de la duquesa

Aun cuando fuese simplemente un domingo de otoño, yo acababa de renacer, la existencia estaba intacta ante mí, porque a la mañana, después de una serie de días templados, habíamos tenido una fría neblina que no se había despejado hasta eso de mediodía. Ahora bien, un cambio de tiempo basta para recrear el mundo y a nosotros mismos. Antes, cuando el viento soplaba en mi chimenea, escuchaba yo los golpes que daba contra la trampilla con tanta emoción como si, al igual que los famosos toques de arco con que empieza la Sinfonía en do menor, hubieran sido las llamadas irresistibles de un misterioso destino. Todo cambio de la naturaleza a la vista nos ofrece una transformación análoga, adaptando al nuevo modo de las cosas nuestros deseos armonizados. La niebla, desde el despertar, había hecho de mí, en lugar del ser centrífugo que es uno en los días buenos, un hombre metido en sí, deseoso del rincón junto al fuego y del lecho compartido, Adán friolero en busca de una Eva sedentaria, en ese mundo diferente.

Entre el color gris y apagado de una campiña matinal y el sabor de una taza de chocolate, hacía yo insertarse toda la originalidad de la vida física, intelectual y moral que había aportado alrededor de un año antes a Doncières, y que, blasonada por la forma oblonga de una colina pelada —presente siempre, hasta cuando era invisible—, formaba en mí una sucesión de placeres enteramente distinta de cualesquiera otros, indecibles para los amigos en el sentido de que las impresiones ricamente entretejidas unas en otras que los orquestaban los caracterizaban mucho más para mí, y sin yo saberlo, que los hechos que hubiera podido contar. Desde este punto de vista, el mundo nuevo en que la neblina de aquella mañana me había sumido era un mundo ya conocido para mí (lo cual no hacía sino darle más verdad) y olvidado desde hacía algún tiempo (lo cual le devolvía todo su frescor). Y pude echar una ojeada a algunos de los cuadros de bruma que mi memoria había adquirido, particularmente varios «Mañana en Doncières», ya el primer día, en el cuartel, ya en un castillo vecino, al que me había llevado Saint-Loup a pasar veinticuatro horas: desde la ventana cuyos visillos había alzado yo al alba, antes de volver a acostarme, en el primero un jinete, en el segundo (en la estrecha linde de un estanque y un bosque, el resto del cual estaba totalmente hundido en la blandura uniforme y líquida de la bruma), un cochero ocupado en sacar brillo a un correaje, se me habían aparecido como esos raros personajes, apenas distintos para el ojo obligado a adaptarse a la vaguedad misteriosa de las penumbras, que emergen de un fresco desvaído.

Desde mi cama miraba yo hoy estos recuerdos, porque había vuelto a acostarme para esperar el momento en que, aprovechando la ausencia de mis padres, que habían salido por unos días para Combray, contaba con ir aquella misma noche a oír una obrilla que representaban en casa de la señora de Villeparisis. Si hubieran vuelto ellos, acaso no me hubiese atrevido a hacerlo; mi madre, con los escrúpulos de su respeto al recuerdo de mi abuela, quería que las muestras de respeto que se le daban fuesen hechas libremente, sinceramente; no me hubiera prohibido que saliese, lo habría desaprobado. Desde Combray, en cambio, de haberla consultado, no me habría respondido con un triste: «Haz lo que quieras; ya eres bastante crecido para saber lo que debes hacer», sino que, reprochándose el haberme dejado solo en París, y juzgando de mi pena por la suya, hubiera deseado para esa pena distracciones que a sí misma se hubiera negado, y que se persuadía de que mi abuela, cuidadosa ante todo de mi salud y de mi equilibrio nervioso, me habría aconsejado.

Desde por la mañana habían encendido el nuevo calorífero de agua. Su desagradable ruido, que lanzaba de cuando en cuando un a modo de hipo, no tenía ninguna relación con mis recuerdos de Doncières. Pero su prolongado encuentro con ellos en mí, esta tarde, iba a hacerle contraer una afinidad tal respecto de ellos, que cada vez que (un poco) desacostumbrado de él oyese de nuevo la calefacción central, me los recordaría.

No había en casa nadie más que Francisca. La claridad gris que caía como una lluvia fina tejía sin tregua transparentes redes en que los paseantes dominicales parecían argentarse. Yo había tirado a mis pies el
Fígaro,
que todos los días hacía comprar concienzudamente desde que había enviado al periódico un artículo que no había aparecido en él; a pesar de la ausencia de sol, la intensidad de la luz me indicaba que aún no estábamos más que a mitad de la tarde. Los visillos de tul de la ventana, vaporosos y deleznables como no lo hubieran sido con buen tiempo, tenían la misma mezcla de blandura y fragilidad que tienen las alas de las libélulas y los vidrios de Venecia. Me pesaba tanto más estar solo este domingo, cuanto que por la mañana había hecho que llevasen una carta a la señorita de Stermaria. Roberto de Saint-Loup, al que su madre había conseguido hacer romper, tras dolorosas tentativas abortadas, con su querida, y que desde ese momento había sido enviado a Marruecos para que olvidase a aquella a quien ya no quería desde hacía algún tiempo, me había escrito unas letras, recibidas por mí la víspera, en que me anunciaba su próxima llegada a Francia con una licencia muy corta. Como no haría más que pisar París (donde su familia temía, sin duda, verle volver a arreglarse con Raquel) y volverse a marchar, me advertía, para demostrarme que había pensado en mí, que se había encontrado en Tánger con la señorita, o, mejor dicho, con la señora de Stermaria, ya que se había divorciado al cabo de tres meses de matrimonio. Y Roberto, acordándose de lo que yo le había dicho en Balbec, había pedido de parte mía una entrevista a la joven. Esta le había respondido que con mucho gusto cenaría conmigo uno de los días que, antes de volverse a Bretaña, pasaría en París. Roberto me decía que me apresurase a escribir a la señora de Stermaria, porque seguramente habría llegado ya. La carta de Saint-Loup no me había extrañado, bien que no hubiese recibido noticias suyas desde que en los momentos de la enfermedad de mi abuela me había acusado de perfidia y de traición. Había comprendido yo entonces muy bien lo que había pasado. Raquel, a la que le gustaba excitar sus celos —tenía asimismo razones accesorias para estar contra mí—, había convencido a su amante de que yo había hecho tentativas solapadas para tener, durante la ausencia de Roberto, relaciones con ella. Es probable que Roberto siguiese creyendo que era verdad, pero había cesado de estar enamorado de ella, de modo que, cierta o no, la cosa había llegado a serle perfectamente igual, y lo único que subsistía era la amistad nuestra. Cuando, una vez que hube vuelto a verle, quise tratar de hablarle de sus reproches, tuvo solamente una bondadosa y tierna sonrisa con la que parecía como que se disculpase, y luego cambió de conversación. No es que no hubiera, poco más tarde, en París, de volver a verse alguna vez con Raquel. Las criaturas que han desempeñado un gran papel en nuestra vida es raro que salgan de ella súbitamente de una manera definitiva. Vuelven a posarse en esa vida unos momentos (hasta el punto de que algunos creen en un nuevo comienzo del amor) antes de abandonarla para siempre. La ruptura de Saint-Loup con Raquel se había hecho rapidísimamente menos dolorosa para él gracias al goce aquietador que le deparaban las incesantes peticiones de dinero de su amiga. Los celos, que prolongan el amor, no pueden contener muchas más cosas que las otras formas de la imaginación. Si se lleva uno consigo, cuando sale de viaje, tres o cuatro imágenes que, por lo demás, han de perderse por el camino (las azucenas y las anémonas del Ponte Vecchio, la iglesia persa entre las brumas, etc.), ya está bien llena la maleta. Cuando se deja a una querida, quisiera realmente uno, hasta tanto que la haya olvidado un poco, que no pasara a ser posesión de tres o cuatro protectores posibles y que uno se figura, es decir, de los que está celoso: todos aquellos que no se figura uno, no son nada. Ahora bien, las frecuentes peticiones de dinero de una querida a la que se ha dejado no nos dan una idea más completa de su vida que la que nos darían de su enfermedad unos gráficos de temperaturas altas. Pero las segundas serían, con todo, señal de que está enferma, y las primeras deparan una presunción, verdad es que harto vaga, de que la abandonada o abandonadora no ha debido de encontrar gran cosa en cuanto a protectores ricos. Así, cada petición es recibida con el júbilo que produce un intervalo de calma en el sufrimiento del celoso, y seguida inmediatamente de envíos de dinero, porque lo que se quiere es que no le falte nada a ella, salvo amantes (uno de los tres amantes que nos figuramos), en tanto tiene uno tiempo de reponerse un poco y poder enterarse sin flaquear del nombre del sucesor. Algunas veces, Raquel volvió, bastante entrada la noche, a pedirle a su antiguo amante permiso para dormir a su lado hasta la mañana. Era esto de gran dulzura para Roberto, ya que se daba cuenta de que, a pesar de todo, habían vivido íntimamente juntos, nada más que al ver que, aun cuando él tomase para sí la mayor parte del lecho, en nada la estorbaba a ella para dormir. Comprendía que Raquel estaba junto a su cuerpo más cómodamente que hubiera estado en cualquier otra parte, que volvía a encontrarse al lado suyo —aunque fuese en el hotel— como en una alcoba conocida de antiguo, en la que tiene uno sus costumbres, en la que se duerme mejor. Sentía que sus hombros, sus piernas, todo él, eran para ella, incluso cuando Roberto se movía demasiado por estar insomne o porque tuviese algún trabajo que hacer, cosas de esas tan perfectamente usuales que no pueden molestar y cuya percepción hace mayor aún la sensación de reposo.

Volviendo ahora atrás: la carta de Roberto me había trastornado tanto más cuanto que leía entre líneas lo que él no se había atrevido a escribir más explícitamente. «Puedes muy bien invitarla a un reservado, me decía. Es una joven encantadora, de un carácter encantador; os entenderéis perfectamente, y estoy seguro de antemano de que pasarás una buena velada». Como mis padres no volverían hasta fines de semana, el sábado o el domingo, y después me vería obligado a cenar todas las noches en casa, había escrito inmediatamente a la señora de Stermaria para proponerle el día que ella quisiera, hasta el viernes. Habían respondido que recibiría yo carta hacia eso de las ocho de aquella misma noche. Hubiera llegado bastante aprisa a esa hora si hubiese tenido durante la tarde que me separaba de ella la ayuda de una visita. Cuando las horas se envuelven en charlas ya no es posible medirlas, ni siquiera verlas; se desvanecen, y de pronto, muy lejos del punto en que se os había escapado, reaparece ante vuestra atención el tiempo ágil y escamoteado. Pero si estamos solos, la preocupación, volviendo a traer ante nosotros el momento aún alejado y sin cesar esperado, con la frecuencia y la uniformidad de un tictac, divide o más bien multiplica las horas por todos los minutos que entre amigos no hubiéramos contado. Y confrontada, por el retorno incesante de mi deseo, con el ardiente placer que saborearía solamente, ¡ay!, de aquí a unos días con la señora de Stermaria, esta tarde que iba a acabar yo solo me parecía harto vacía y melancólica.

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