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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (27 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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Estos incidentes, y sin duda aquel en que pensaba más, comunicaron indudablemente a Roberto el deseo de encontrarse solo por un rato. Al cabo de un momento me pidió que nos separásemos y que yo, por mi parte, fuese a casa de la señora de Villeparisis, adonde iría él a encontrarme; pero prefería que no entrásemos juntos, para que pareciese que acababa de llegar solamente a París, mejor que hacer pensar que habíamos pasado ya parte de la tarde juntos.

Como había supuesto yo antes de conocer a la señora de Villeparisis en Balbec, había una gran diferencia entre el medio en que aquélla vivía y el de la señora de Guermantes. La señora de Villeparisis era una de esas mujeres que, habiendo nacido en una casa gloriosa y entrado, por su matrimonio, en otra que no lo era menos, no gozan, sin embargo, de una gran situación mundana, y, fuera de algunas duquesas que son sobrinas o cuñadas suyas, e incluso de una o dos testas coronadas, antiguas relaciones de familia, sólo tienen en su salón un público de tercer orden, burguesía, nobleza de provincias o venida a menos, cuya presencia ha alejado hace mucho tiempo a la gente elegante y a los
snobs
que no están obligados a frecuentar ese salón por deberes de parentesco o de una intimidad demasiado añeja. No me costó ningún trabajo, desde luego, al cabo de unos instantes, comprender por qué parecía estar la señora de Villeparisis, en Balbec, tan bien informada —mejor que nosotros mismos— de los menores detalles del viaje que hacía entonces mi padre por España con el señor de Norpois. Mas a pesar de eso no era posible detenerse en la idea de que las relaciones, desde hacía más de veinte años, de la señora de Villeparisis con el embajador pudieran ser causa del cambio de situación de la marquesa en un mundo en que las mujeres más brillantes hacían ostentación de amantes menos respetables que aquél, que probablemente ya no era para la marquesa, desde hacía tiempo, otra cosa que un antiguo amigo. ¿Había tenido en otro tiempo la señora de Villeparisis otras aventuras? Por ser entonces de un carácter más apasionado que ahora, en una vejez aquietada y piadosa que debía acaso, empero, un poco de su color a aquellos años ardientes y consumidos, ¿no había sabido, en provincias, donde había vivido mucho tiempo, evitar ciertos escándalos desconocidos para las nuevas generaciones, que verificaban solamente el efecto de los mismos en la composición mezclada y defectuosa de un salón que, de no ser por eso, estaba llamado a ser uno de los más puros de toda aleación mediocre? ¿Le había creado enemigos, en aquellos tiempos, la
mala lengua
que su sobrino le atribuía? ¿La habría impulsado a aprovecharse de ciertos éxitos con los hombres para ejercer venganzas contra las mujeres? Todo ello era posible; y la manera exquisita, sensible —matizando tan delicadamente no sólo las expresiones, sino las entonaciones— con que la señora de Villeparisis hablaba del pudor, de la bondad, no podía quitar fuerza a esa suposición; porque los que no sólo hablan bien de ciertas virtudes, sino que sienten, inclusive, su hechizo y las comprenden a maravilla; los que sabrán pintar en sus Memorias una digna imagen de ellas, han salido a menudo de la generación muda, torpe y sin arte, que las practicó, pero no forman parte de ella. Esta se refleja pero no se continúa en ellos. En lugar del carácter que esa generación tenía, se encuentra una sensibilidad, una inteligencia, que no sirven para la acción. Y, hubiese habido o no en la vida de la señora de Villeparisis escándalos de esos, que habría borrado el brillo de su nombre, esa inteligencia, una inteligencia casi de escritor de segundo orden mucho más que de mujer de mundo, era evidentemente la causa de su decadencia mundana.

Desde luego eran cualidades bastante poco exaltantes, como la ponderación y la mesura, las que ensalzaba sobre todo la señora de Villeparisis; mas para hablar de la mesura de una manera enteramente adecuada no es suficiente la mesura a secas, y son menester ciertos méritos de escritor que suponen una exaltación poco mesurada; yo había observado en Balbec que el genio de ciertos grandes artistas permanecía incomprendido para la señora de Villeparisis, y que ésta sólo sabía burlarse agudamente de ellos y dar a su incomprensión una forma ingeniosa y graciosa. Pero ese ingenio y esa gracia, en el grado a que eran llevados por ella, se convertían a su vez —en otro plano, y aunque fuesen desplegados por estimar mal las obras más eminentes— en verdaderas cualidades artísticas. Ahora bien, esas cualidades ejercen en toda situación mundana una acción morbosa electiva, como dicen los médicos, y tan disgregadora, que las situaciones más sólidamente cimentadas resisten difícilmente a ella algunos años. Lo que los artistas llaman inteligencia se aparece como pura pretensión a la sociedad elegante, que, incapaz de situarse en el punto de vista único desde el que los artistas lo juzgan todo, sin comprender nunca el particular atractivo a que ceden al elegir una expresión o al acercar entre sí dos cosas, siente respecto de ellos una fatiga, una irritación, de que nace muy aprisa la antipatía. En su conversación, sin embargo, y lo mismo ocurre con las Memorias suyas que después se han publicado, la señora de Villeparisis no mostraba sino un género de gracia completamente mundana. Como había pasado al lado de grandes cosas sin profundizar en ellas, sin distinguirlas a veces, apenas había conservado de los años en que había vivido y que, por lo demás, describía con mucha justeza y ángel, otra cosa que lo más frívolo que esos años habían ofrecido. Pero una obra, aun cuando se aplique solamente a temas que no son intelectuales, sigue siendo obra de inteligencia, y para dar en un libro, o en una charla que difiere poco de un libro, la impresión acabada de la frivolidad, hace falta una dosis de seriedad de que sería incapaz una persona puramente frívola. En ciertas Memorias escritas por una mujer y consideradas como una obra maestra, tal frase que se cita como modelo de gracia ligera me ha hecho suponer siempre que, para llegar a una ligereza semejante, la autora había tenido que poseer en otro tiempo un saber un tanto pesado, una cultura repelente, y que, de muchacha, parecía probablemente a sus amigas una insoportable literata. Y es tan necesaria la conexión entre ciertas cualidades literarias y la falta de éxito mundano, que al leer hoy las Memorias de la señora de Villeparisis, tal epíteto justo, tales metáforas que se siguen, bastarán al lector para que con su ayuda reconstituya el saludo profundo, pero glacial, que debía dirigir a la vieja marquesa, en la escalera de una Embajada, una
snob
como la señora Leroi, que tal vez le dejaba un tarjetón doblado de paso que iba a casa de los Guermantes, pero que nunca ponía los pies en su salón por miedo a rebajarse en medio de todas aquellas mujeres de médicos o de notarios. La señora de Villeparisis había sido acaso una
literata
en su juventud, y embriagada entonces de su saber, quizá no hubiera sabido contener, contra gentes de su mundo menos inteligentes y menos instruidas que ella, aceradas ocurrencias de esas que el lastimado no olvida.

Además, el talento no es un apéndice postizo que se añada artificialmente a esas cualidades diferenciadas que hacen triunfar en sociedad con objeto de hacer con el total lo que las gentes de mundo llaman una
mujer completa.
El talento es el producto vivo de cierta complexión moral en la que faltan generalmente muchas cualidades y en que predomina una sensibilidad, algunas de cuyas otras manifestaciones que no percibimos en un libro pueden hacerse sentir con bastante fuerza en el curso de la existencia, por ejemplo tales curiosidades, tales fantasías, el deseo de ir aquí o allá por gusto, y no con miras al acrecentamiento, al sostenimiento, o para el simple funcionamiento de las relaciones mundanas. Yo había visto en Balbec a la señora de Villeparisis encerrada entre su gente y sin lanzar una ojeada a las personas sentadas en el
hall
del hotel. Pero había tenido el presentimiento de que esa abstención no era indiferencia, y parece que no siempre se había amurallado en ella. Se le antojaba conocer a tal o cual individuo que no tenía ningún título para ser recibido en su casa, a veces porque le había parecido guapo, o simplemente porque le habían dicho que era divertido, o porque le había parecido diferente de las gentes que conocía, que, en esa época en que no las apreciaba aún porque creía que no la abandonarían nunca, pertenecían todas al más puro
faubourg Saint-Germain.
Frente al bohemio, al pequeño burgués a quien había distinguido, se veía obligada a dirigirle sus invitaciones, cuyo valor no podía apreciar él, con una insistencia que la depreciaba poco a poco a los ojos de los
snobs,
acostumbrados a clasificar un salón por aquella gente a quien la señora de la casa excluye más bien que por aquellos a quien recibe. Evidentemente, la señora de Villeparisis, si en un momento dado de su juventud, hastiada de la satisfacción de pertenecer a la flor y nata de la aristocracia, se había divertido en cierto modo en escandalizar a la gente entre que vivía, en deshacer deliberadamente su situación, había empezado a conceder importancia a esa misma situación después que la hubo perdido. Había querido demostrar a las duquesas que era más que ellas, diciendo, haciendo todo lo que aquéllas no se atrevían a decir, no osaban hacer. Pero ahora que ellas, salvo sus parientes próximas, no iban ya a su casa, la marquesa se sentía disminuida y deseaba todavía reinar, pero de otra manera que por el ingenio. Hubiera querido atraer a todas aquellas que tanto cuidado había puesto en alejar. ¡Cuántas vidas de mujeres, vidas por lo demás poco conocidas (porque cada uno, según su edad, tiene como un mundo diferente, y la discreción de los viejos impide a los jóvenes formarse una idea del pasado y abarcar todo el ciclo), han estado divididas así en períodos opuestos en contraste, el último de ellos empleado por entero en reconquistar lo que en el segundo había sido lanzado tan alegremente al viento! Lanzado al viento, ¿de qué manera? Los jóvenes se lo figuran tanto menos cuanto que tienen ante los ojos una anciana y respetable marquesa de Villeparisis y no tienen idea de que la grave autora de Memorias de hoy, tan digna bajo su peluca blanca, haya podido ser antaño una alegre trasnochadora que hizo acaso entonces las delicias, se comió acaso la fortuna de hombres tendidos después en la tumba; que se hubiera aplicado asimismo a deshacer, con una industria perseverante y natural, la situación que debía a su ilustre nacimiento, en modo alguno significa, por otra parte, que ni aun en esa época remota dejara de conceder la señora de Villeparisis un gran valor a su posición. Del mismo modo, el aislamiento, la inacción en que vive un neurasténico pueden ser urdidos por él de la mañana a la noche, sin que por eso le parezcan soportables, y mientras se afana en añadir una nueva malla a la red que le tiene preso, es posible que no piense más que en bailes, cacerías y viajes. Trabajamos en todos los momentos en dar su forma a nuestra vida, pero copiando a pesar nuestro, como un dibujo, los rasgos de la persona que somos y no los de aquella que nos resultaría agradable ser. Los saludos desdeñosos de la señora Leroi, si podían expresar en cierto modo la verdadera naturaleza de la señora de Villeparisis, de ningún modo respondían a sus deseos.

Sin duda que, en el mismo momento en que la señora Leroi, según una expresión cara a la señora de Swann,
paraba
a la marquesa, ésta podía tratar de consolarse recordando que un día la reina María Amelia le había dicho: «La quiero a usted como una hija». Pero estas amabilidades regias, secretas e ignoradas, sólo existían para la marquesa polvorientas como el diploma de un antiguo primer premio del Conservatorio. Las únicas ventajas mundanas auténticas son aquellas que crean vida, aquellas que pueden desaparecer sin que aquel a quien han beneficiado tenga que tratar de retenerlas o de divulgarlas, porque otras cien les suceden en el mismo día. Al recordar tales palabras de la reina, la señora de Villeparisis las hubiera trocado de buena gana, sin embargo, por el poder permanente de ser invitada que poseía la señora Leroi como en un restaurante un gran artista desconocido y cuyo genio no está escrito ni en los rasgos de su tímido semblante, ni en el corte pasado de moda de su traspillada chaqueta, quisiera ser hasta el joven zurupeto del último peldaño de la sociedad, pero que almuerza en una mesa próxima con dos actrices y hacia el que en carrera obsequiosa e incesante se muestran solícitos el patrón, el
maître d'hôtel,
los camareros, los
botones
y hasta los pinches que desfilan para saludarle como en las comedias de magia, mientras se adelanta el repostero, tan polvoriento como sus botellas, patizambo y deslumbrado, cual si al subir de la bodega se hubiera torcido un pie, antes de volver a salir a la luz del día.

Preciso es decir, sin embargo, que en el salón de la señora de Villeparisis la ausencia de la señora Leroi, si desolaba al ama de la casa, pasaba inadvertida a los ojos de un gran número de sus invitados, que ignoraban totalmente la particular situación de la señora Leroi, conocida tan sólo del mundo elegante, y no dudaban de que las recepciones de la señora de Villeparisis fuesen, como hoy están convencidos de ello los lectores de sus Memorias, las más brillantes de París.

En esa primera visita que, al dejar a Saint-Loup, fui a hacer a la señora de Villeparisis, siguiendo el consejo que el señor de Norpois había dado a mi padre, la encontré en su salón tapizado de seda amarilla, sobre la cual los canapés y las admirables butacas de tapicería de Beauvais se destacaban con un color rosa, casi violeta, de frambuesas maduras. Al lado de los retratos de los Guermantes, de los Villeparisis, se veían otros —ofrecidos por el propio modelo— de la reina María Amelia, de la reina de los belgas, del príncipe de Joinville, de la emperatriz de Austria. La señora de Villeparisis, tocada con un gorro de encajes negros de la antigua época (que conservaba con el mismo sagaz instinto del color local o histórico de un fondista bretón que, por parisiense que haya llegado a ser su clientela, cree más hábil hacer conservar a sus criadas la cofia y las amplias mangas), estaba sentada ante un bufetillo, en el que, delante de sí, junto a sus pinceles, a su paleta y a una acuarela de flores empezada, había en vasos, en platillos, en tazas, rosas vaporosas,
zinnias,
cabellos de Venus que, por la afluencia de visitas en aquel momento, había dejado de pintar, y que parecían atraer parroquianos al mostrador de una florista en alguna estampa del siglo XVIII. En aquel salón, ligeramente caldeado adrede porque la marquesa se había acatarrado al volver de su castillo, había entre las personas presentes cuando yo llegué un archivero con quien la señora de Villeparisis había estado clasificando por la mañana las cartas autógrafas que le habían dirigido personajes históricos, y que estaban destinadas a figurar en
facsímiles
como documentos justificativos en las Memorias que estaba redactando, y un historiador solemne e intimidado que, al saber que la marquesa poseía por herencia un retrato de la duquesa de Montmorency, había venido a pedirle permiso para reproducir ese retrato en una plancha de su obra sobre la Fronda, visitantes a los cuales vino a agregarse mi antiguo camarada Bloch, ahora joven autor dramático, con el que contaba la marquesa para que le facilitase gratuitamente artistas que trabajasen en sus próximas
matinées.
Verdad es que el caleidoscopio social estaba a punto de dar vuelta y que la cuestión Dreyfus iba a precipitar a los judíos al último peldaño de la escala social. Pero por una parte, de nada servía que el ciclón dreyfusista hiciese estragos; no es al comienzo de una tempestad cuando las olas alcanzan su rigor máximo. Además, la señora de Villeparisis, dejando a todo un sector de su familia tronar contra los judíos, había permanecido hasta aquí completamente ajena al
affaire
y no se preocupaba de él. Por último, un joven como Bloch, a quien nadie conocía, podía pasar inadvertido, al paso que algunos grandes judíos representativos de su partido se hallaban ya amenazados. Bloch llevaba ahora la barbilla puntuada por una perilla de chivo, gastaba anteojos, una levita larga, llevaba un guante, como un rollo de papiro, en la mano. Los rumanos, los egipcios y los turcos pueden detestar a los judíos. Pero en un salón francés, las diferencias entre esos pueblos no son tan perceptibles, v un israelita que hace su entrada como si saliera del fondo del desierto con el cuerpo inclinado como una hiena, la nuca oblicuamente humillada y deshaciéndose en grandes zalemas, satisface perfectamente un gusto de orientalismo. Sólo que para ello es preciso que el judío no pertenezca al «gran mundo», ya que en ese caso adopta fácilmente las trazas de un lord, y sus modales son hasta tal punto afrancesados que en él una nariz rebelde, que crece, como las capuchinas, en direcciones imprevistas, hace pensar en la nariz de Mascarille antes que en la de Salomón. Pero como Bloch no había sido flexibilizado por la gimnasia del
Faubourg,
ni ennoblecido por un cruzamiento con Inglaterra o con España, seguía siendo para un deleitante de exotismo tan extraño y sabroso de ver, a despecho de su traje europeo, como un judío de Decamp. ¡Admirable poder de la raza que desde el fondo de los siglos crece y empuja en el moderno París, inclusive en los pasillos de nuestros teatros, tras las ventanillas de nuestras oficinas, en un entierro, en la calle, a una falange intacta que estilizando el tocado moderno, absorbiendo, haciendo olvidar, disciplinando la levita, permanece, en suma, idéntica a la de los escribas asirios que, pintados en traje de ceremonia en el friso de un monumento de Susa, defienden las puertas del palacio de Darío! (Una hora más tarde, Bloch había de figurarse que era por malignidad antisemítica por lo que el señor de Charlus se informaba de si llevaba un nombre judío, cuando era sencillamente por curiosidad estética y por amor al color local). Pero por lo demás, hablar de permanencia de razas traduce inexactamente la impresión que recibimos de los judíos, de los griegos, de los persas, de todos esos pueblos a los que vale más dejarles su variedad. Conocemos por las pinturas antiguas el rostro de los antiguos griegos; hemos visto asirios en el frontón de un palacio de Susa. Ahora bien, cuando nos encontramos en sociedad con orientales que pertenecen a tal o cual grupo, nos parece hallarnos en presencia de unas criaturas que el poder del espiritismo hubiera hecho aparecer. No conocíamos más que una imagen superficial; resulta que esa imagen ha cobrado profundidad, que se extiende en las tres dimensiones, que se mueve. La damisela griega, hija de un rico banquero y de moda en este momento, tiene las trazas de una de esas figurantas que en un
ballet
histórico y estético a la vez simbolizan en carne y hueso el arte helénico, y aun en el teatro la escenografía trivializa esas imágenes; en cambio, el espectáculo a que nos hace asistir la entrada de una turca, de un judío en un salón, al animar las figuras las torna más extrañas, como si en efecto se tratase de seres evocados por un esfuerzo mediumnímico. Es el alma (o más bien la poca cosa a que se reduce, hasta aquí a lo menos, el alma en ese linaje de materializaciones), es el alma entrevista antes por nosotros exclusivamente en los museos, el alma de los antiguos griegos, de los antiguos judíos, arrancada a una vida a la vez insignificante y trascendental, la que parece ejecutar ante nosotros esa mímica desconcertante. En la damisela griega que se esquiva, lo que quisiéramos vanamente estrechar es un figura admirada antaño en las paredes de un vaso. Me parecía que si hubiera sacado unos clisés de Bloch a la luz del salón de la señora de Villeparisis, hubieran dado esa misma imagen de Israel, tan turbadora porque no parece emanar de la humanidad, tan decepcionante porque así y todo se parece demasiado a la humanidad que nos muestran las fotografías espiritistas. De una manera más general, hasta la nulidad de las frases emitidas por aquellas personas entre las cuales vivimos, nos da la impresión de lo sobrenatural en nuestro pobre mundo de todos los días, en que hasta un hombre de genio, de quien esperamos apiñados como en torno a una mesa giratoria el secreto del infinito, pronuncia solamente estas palabras —las mismas que acababan de salir de labios de Bloch—: «Que tengan cuidado con mi sombrero de copa».

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