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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (29 page)

En los años más recientes, las afirmaciones de que sus fines no se dirigen solamente al bienestar de Alemania, sino que también sirven los intereses de la civilización en general, han llegado a ser bien conocidas por todo lector de diarios.

La segunda racionalización —que su deseo de poder se halla fundado en las leyes de la naturaleza— significa algo más que una simple racionalización; surge también del deseo de someterse a un poder ajeno, tal como resultará expresado, especialmente en la cruda divulgación popular del darwinismo sustentada por Hitler. En efecto, en el «instinto de conservación de la especie» ve la causa primera de la formación de las comunidades humanas.

Este instinto de autoconservación conduce a la lucha del fuerte que quiere dominar al débil y, desde el punto de vista económico, a la supervivencia del más apto. La identificación del instinto de autoconservación con el deseo de poder sobre los demás, halla una expresión particularmente significativa en la afirmación de Hitler, según la cual «la primera cultura de la humanidad dependía, ciertamente, menos de los animales domésticos que del empleo de pueblos inferiores». Proyecta su propio sadismo sobre la naturaleza, que llama «Reina cruel de toda la sabiduría», cuya ley de conservación se halla «encadenada en este mundo a la ley de bronce de la necesidad y del derecho a la victoria de los mejores y más fuertes».

Es interesante observar que en conexión con este crudo darwinismo, el «socialista» Hitler aboga por los principios liberales de la competencia sin restricciones. En una polémica contra la cooperación entre distintos grupos nacionalistas, afirma: «Por medio de tal combinación se estorba al libre juego de las energías, la lucha para la elección del mejor se ve detenida y, por lo tanto, la victoria necesaria y final del hombre más sano y más fuerte resulta impedida para siempre». En otras partes habla del libre juego de las energías como de la sabiduría de la vida.

En verdad, la teoría de Darwin como tal no constituía una expresión de los sentimientos del carácter sadomasoquista. Por el contrario, muchos de sus adherentes se sentían atraídos hacia ella por la esperanza de una ulterior evolución de la humanidad hacia etapas superiores de cultura. Para Hitler, sin embargo, representaba la expresión y al mismo tiempo la justificación de su propio sadismo. El mismo nos revela de una manera muy ingenua cuál era el significado psicológico que tenía para él la doctrina darwiniana. Cuando vivía en Munich, todavía completamente desconocido, acostumbraba a despertarse a las cinco de la mañana. Había «adquirido el hábito de arrojar pedacitos de pan a los ratones que se hallaban en la pequeña habitación, y mirar cómo estos graciosos animalitos brincaban y reñían por aquellos pocos alimentos». Este «juego» representaba en pequeña escala la «lucha por la existencia» darwiniana. Para Hitler se trataba del sustituto pequeño burgués de las luchas circenses históricas que iba a originar.

La última racionalización de su sadismo, su justificación del dominio como una defensa frente a ataques ajenos, halla múltiples expresiones en sus propios escritos. El y el pueblo alemán son siempre los inocentes; en cambio, los enemigos son los brutos sádicos. Gran parte de su propaganda consiste en mentiras deliberadas y conscientes. En cierto grado, sin embargo, posee la misma «sinceridad» emocional de las acusaciones paranoicas. Estas ejercen la función de impedir que se descubra su sadismo o destructividad. Se producen de acuerdo con la fórmula: Tú eres el que tiene intenciones sádicas; por lo tanto, yo soy inocente. En Hitler, este mecanismo defensivo es irracional en grado extremo, pues acusa a sus enemigos de tener aquellos mismos propósitos que él admite como suyos con toda franqueza. De este modo acusa a los judíos, comunistas y franceses de esas mismas cosas que afirma constituyen los objetos más legítimos de sus acciones. Y casi no se preocupa de ocultar estas contradicciones mediante alguna racionalización. Así, acusa a los judíos de llevar tropas francesas de color hasta el Rin con la intención de destruir la raza blanca —por medio de la bastardía subsiguiente— «a fin de asumir de este modo la posición de dueños». Hitler, sin embargo, debe haberse percatado de la contradicción de acusar a los otros por aquello mismo que él proclama ser el fin más noble de su raza, y trata de racionalizar tal contradicción añorando de los judíos que su instinto de autoconservación carece de esos caracteres idealistas que pueden hallarse en el impulso de dominación de los arios.

Dirige la misma acusación a los franceses. Los acusa de querer estrangular a Alemania y despojarla de su fuerza. Al mismo tiempo que esta afirmación es empleada como un argumento en apoyo de la necesidad de destruir «la tendencia francesa hacia la hegemonía europea», no deja de confesar que él habría obrado como Clemenceau si hubiera estado en su lugar.

A los comunistas los acusa de brutalidad, y el éxito del marxismo es atribuido a su voluntad política y a su actividad brutal. Sin embargo, Hitler declara al mismo tiempo que «lo que faltó a Alemania fue la cooperación estrecha entre un poder brutal y una intención política inteligente».

La crisis checa de 1938 y la segunda guerra mundial nos proporcionan muchos ejemplos de la misma especie. No hubo un solo acto de opresión nazi que no fuera explicado como una defensa contra la opresión ajena. Puede presumirse que estas acusaciones eran meras falsificaciones y que no poseían la «sinceridad» paranoica que pudo haber teñido, en cambio, a las dirigidas contra judíos y franceses. Tales acusaciones conservaron todavía una parte de su valor de propaganda y hubo sectores de la población, especialmente la baja clase media, que fueron tan receptivos con respecto a estas acusaciones paranoicas, a causa de su propia estructura de carácter, que siguieron creyendo en ellas.

El desprecio de Hitler hacia los que carecían de poder se hizo especialmente visible al hablar de gente cuyos fines políticos —la lucha por la liberación nacional— eran similares a los que él mismo profesaba tener. Quizás en ningún caso resultó más estridente la insinceridad del interés de Hitler por la libertad de las naciones que en su desprecio de los revolucionarios débiles e impotentes. Así lo vemos hablar irónica y despectivamente del pequeño grupo de nacionalsocialistas que se habían reunido en Munich. He aquí su impresión del primer mitin al que concurrió: «Terrible; terrible; esto no era más que un club de la peor especie y estilo. ¿Y yo debería afiliarme ahora precisamente a este club? Luego empezaron a discutir las nuevas afiliaciones, y ello significaba que ya había caído en la trampa».

A estos nacionalsocialistas los llama una «organización ridículamente pequeña», cuya única ventaja era la de ofrecerle «la oportunidad de una verdadera actividad personal». Hitler dice que jamás se habría afiliado a alguno de los grandes partidos existentes, y esta actitud es muy característica de su manera de ser. Forzosamente debía iniciar su actividad en un grupo que consideraba inferior y débil. Su coraje e iniciativa no se hubieran sentido estimulados en una constelación en la que hubiese tenido que combatir algún poder preexistente o competir con iguales.

Muestra análogo desprecio por los débiles en lo que escribe acerca de los revolucionarios hindúes. Ese mismo hombre que había usado más que ninguno el slogan de la libertad nacional para sus propios propósitos, no sentía sino desprecio por aquellos revolucionarios que carecían de fuerza y no osaban atacar al poderoso imperio británico. Tales revolucionarios nos hacen recordar, dice Hitler, a algún faquir asiático o quizás a algún verdadero hindú «combatiente de la libertad», de aquellos que estaban recorriendo Europa y tramando la manera de transmitir, aun a personas inteligentes, la idea fija de que el imperio británico, cuya piedra fundamental es la India, estaba al borde de su destrucción precisamente en ese momento... Los rebeldes hindúes, sin embargo, nunca lo lograrán. Es sencillamente algo imposible para una coalición de lisiados el atacar a un Estado poderoso... Por el solo hecho de conocer su inferioridad racial, me es imposible ligar el destino de mi nación con el de estas llamadas «naciones oprimidas».

El amor al poderoso y el odio al débil, tan típicos del carácter sadomasoquista, explican gran parte de la acción política de Hitler y sus adeptos. Mientras el gobierno republicano pensaba que podría «apaciguar» a los nazis tratándolos benignamente, no solamente no logró ese propósito, sino que originó en ellos sentimientos de odio que se debían justamente a esa falta de firmeza y poderío que mostraba. Hitler odiaba a la república de Weimar porque era débil, y admiraba, en cambio, a los dirigentes industriales y militares porque disponían de poder. Nunca combatió contra algún poder fuerte y firmemente establecido, sino que lo hizo siempre contra grupos que consideraba esencialmente impotentes. La «revolución» de Hitler, y a este respecto también la de Mussolini, se llevaron a cabo bajo la protección de las autoridades existentes, y sus objetos favoritos fueron los que no estaban en condiciones de defenderse. Hasta nos podríamos aventurar a suponer que la actitud de Hitler hacia Gran Bretaña fue determinada, además de otros factores, por este complejo psicológico. Mientras siguió considerándola un Estado poderoso, la amaba y admiraba. Su libro expresa este amor hacia Inglaterra. Pero cuando se dio cuenta de la debilidad de la posición inglesa, antes y después de Munich, su amor se trocó en odio y en el deseo de destruirla. Desde este punto de vista el «apaciguamiento» era una política que, frente a una personalidad como la de Hitler, estaba destinada a originar odio antes que amistad.

Hasta ahora nos hemos referido al aspecto sádico de la ideología hitleriana. Sin embargo, tal como lo hemos visto al tratar acerca del carácter autoritario, también existe un aspecto masoquista al lado del sádico. Existe el deseo de someterse a un poder de fuerza abrumadora, de aniquilar su propio yo, del mismo modo que existe el deseo de ejercer poder sobre personas que carecen de él. Este aspecto masoquista de la ideología y práctica nazis resulta evidente sobre todo con respecto a las masas. Se les repite continuamente: el individuo no es nada y nada significa. El individuo debería así aceptar su insignificancia personal, disolverse en el seno de un poder superior, y luego sentirse orgulloso de participar de la gloria y fuerza de tal poder. Hitler expresa esta idea con toda claridad en su definición del idealismo: «Solamente el idealismo conduce a los hombres al reconocimiento voluntario del privilegio de la fuerza y el poder, transformándolos así en una partícula de aquel orden que constituye todo el universo y le da forma».

Goebbels formula una definición similar de lo que él llama socialismo: «Ser socialista —escribe— significa someter el yo al tú; el socialismo representa el sacrificio del individuo al todo».

Sacrificar al individuo y reducirlo a una partícula de polvo, a un átomo, implica, según Hitler, renunciar al derecho de afirmar la opinión, los intereses y la felicidad individuales. Este renunciamiento constituye la esencia de una organización política en la que «el individuo deje de representar su opinión personal y sus intereses...». Alaba el «altruismo» y enseña que «en la búsqueda de su propia felicidad la gente se precipita cada vez más del cielo al infierno». El fin de la educación es enseñar al individuo a no afirmar el yo. Ya en la escuela el muchacho debe aprender «no sólo a quedar silencioso cuando ha sido justamente reprendido, sino que también debe saber soportar en silencio la injusticia». Acerca de este último objetivo de la educación, escribe:

En el Estado del pueblo la visión popular de la vida ha logrado por fin realizar esa noble era en la que los hombres ponen su cuidado no ya en la mejor crianza de perros, caballos y gatos, sino en la educación de la humanidad misma; una época en la que algunos renuncian en silencio y con plena conciencia y otros dan y se sacrifican de buen grado.

Esta frase es algo sorprendente. Podría esperarse que después de la descripción del tipo de individuos que «renuncian en silencio y con plena conciencia», se describiera un tipo opuesto, quizás el que manda, asume responsabilidades, u otro tipo similar. Pero en lugar de éste, Hitler describe al «otro» tipo también por su capacidad de sacrificio. Resulta difícil ver la diferencia que va entre «renunciar en silencio» y «sacrificarse de buen grado». Si me es permitido aventurar una conjetura, yo diría que Hitler realmente tenía en su espíritu la intención de diferenciar entre las masas que deben renunciar y el gobernante que debe mandar. Pero, si bien ciertas veces admite con toda franqueza su deseo de poder (así como el de su élite), frecuentemente lo niega. En esta fase aparentemente no quiso ser tan franco y, por lo tanto, sustituyó el deseo de gobernar por el de «dar y sacrificarse de buen grado».

Hitler reconoce con toda claridad que su filosofía de autonegación y sacrificio está destinada a aquellos cuya situación económica no les permite disfrutar de felicidad alguna. No desea realizar un orden social que haga posible la felicidad personal para todos; por el contrario, quiere explotar la pobreza misma de las masas para inculcarles su evangelio de autoaniquilación. Con toda franqueza declara: «Nos dirigimos al gran ejército de aquellos que son tan pobres que sus vidas personales no tienen el menor significado»...

Toda esta predicación del autosacrificio posee un propósito obvio: las masas deben resignarse y someterse si es que el deseo de poder por parte del líder y de la élite ha de realizarse efectivamente. Pero idéntico anhelo masoquista puede hallarse en el mismo Hitler. Para él, el poder superior al que se somete es Dios, el Destino, la Necesidad, la Historia, la Naturaleza. En realidad todos estos términos poseen el mismo significado para Hitler: constituyen símbolos de un poder dotado de fuerza abrumadora. Inicia su autobiografía observando que fue «una gran suerte que el destino fijara Braunau del Inn como lugar de mi nacimiento». Y sigue diciendo que todo el pueblo alemán debe unirse en un único Estado, porque sólo entonces, cuando el mismo resultara demasiado pequeño para todos ellos, la necesidad les dará «el derecho moral de adquirir suelo y territorio».

La derrota en la guerra de 1914-18 significa, según él, «un merecido castigo debido a la retribución eterna». Las naciones que se mezclan con otras razas «pecan contra la voluntad de la eterna Providencia», o, como dice en otra parte, «contra la voluntad del Creador eterno». La misión de Alemania está ordenada por el «Creador del Universo». El Cielo es superior a los hombres, pues felizmente a éstos se los puede engañar, en cambio el «Cielo no puede ser sobornado».

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