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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

El mercenario (33 page)

—Pues… gracias, John, me encantaría, pero esta noche tengo que ver a otros delegados. Quizá podamos ganar esa votación mañana.

Falkenberg se alzó de hombros.

—Lo dudo. Pero, si no la puedes ganar, ¿puedes al menos diferirla?

—Quizá durante unos días… ¿Por qué?

—Nos sería de ayuda, eso es todo. Si no puedes venir a la cena, los oficiales del Regimiento tienen invitados en el comedor hasta muy tarde. ¿Te unirás a nosotros cuando hayas acabado con tu política?

—Gracias, sí. Iré. —Mientras cruzaba el campo de desfiles hacia su propio alojamiento, pensó que le gustaría saber de lo que estarían hablando Falkenberg y Savage. Seguro que no eran cuestiones de administración… ¿Sería algo relacionado con lo que había tratado el Consejo?

Tenía ganas de ver luego a John, y esa ansia la hacía sentirse culpable. ¿Qué es lo que tiene ese nombre que me provoca esta reacción? Es suficientemente apuesto, con esos hombros tan anchos y su porte tan marcial… ¡Tonterías! ¡Qué me aspen si creo que existe una compulsión atávica que nos hace enamorarnos de los guerreros, y no me importa lo que digan los antropólogos! Entonces, ¿por qué quiero estar con él? Apartó este pensamiento: tenía cosas mucho más importantes en las que pensar. ¿Qué sería lo que haría Falkenberg si el Consejo votaba contra lo que él deseaba? Y, otra cosa más… ¿qué sería lo que ella haría, cuando él hiciese algo al respecto?

Falkenberg llevó a Roger Hastings a su despacho:

—Haga el favor de sentarse, señor alcalde.

Roger se sentó, incómodo.

—Mire, coronel, me gustaría poder ayudarle, pero…

—Alcalde Hastings, ¿qué preferirían tener los propietarios de la Metalúrgica de Puerto Allan, la mitad de una empresa en marcha o la totalidad de nada?

—¿Qué significa eso?

—Garantizaré personalmente la protección de los altos hornos y las acererías, a cambio de la mitad de las acciones de esa empresa. —Cuando Hastings le miró con aire incrédulo, Falkenberg continuó—: ¿Y por qué no? De todos modos, Silana la confiscaría. Si mi Regimiento es uno de los propietarios, quizá pueda impedirlo.

—No significaría nada, aunque yo aceptase —protestó Hastings—. Los propietarios están en Franklin.

—Usted es el funcionario Confederado de mayor rango en toda la Península de Ranier —le dijo, con extremo cuidado, Falkenberg—. Legal o no, quiero la firma de usted en esta concesión.

Le entregó a Roger un puñado de papeles.

Hastings los leyó cuidadosamente.

—Coronel, esto es la documentación que confirma que el gobierno rebelde le ha hecho una concesión de terrenos. ¡No puedo firmar esto!

—¿Por qué no? Se trata de tierras públicas, sin propietario… y usted tiene autoridad para concedérselas a quien quiera. El documento dice que, a cambio de la protección de las vidas y las propiedades de los ciudadanos de Puerto Allan, usted le concede la propiedad de ciertos terrenos a mi Regimiento. También especifica el que usted no considera que la anterior concesión de las mismas, hecha por el Gobierno Patriota, sea válida. No hay, pues, cuestión alguna de que esté traicionando nada… y usted querrá que Puerto Allan sea protegido contra Silana, ¿no?

—¿Me está ofreciendo usted traicionar a los Patriotas?

—No. Mi contrato con Bannister indica específicamente que yo no puedo ser obligado a cometer violaciones de las Leyes de Guerra. Y este nuevo documento me contrata para mantener esas leyes en un territorio que ya ha sido pacificado. Lo único que no indica es quién puede violar esas leyes…

—Está patinando usted en hielo muy fino, coronel. ¡Si el Consejo viera alguna vez este papel, le colgarían por traición! —Roger lo volvió a leer de nuevo—. No veo nada malo en que yo lo firme, pero ya puedo decirle por adelantado que la Confederación no se considerará atada por este documento. Si Franklin gana, le van a echar a patadas de este planeta… si es que no lo fusilan.

—Déjeme a mí preocuparme por mi futuro, señor alcalde. En este momento su problema es cómo proteger a su pueblo. Puede ayudarle firmando eso.

—Lo dudo —dijo Hastings. Tomó una pluma—. Dejando bien claro el que este papel no tiene ni pizca de validez, porque será rechazado por el planeta madre…

Firmó y puso su nombre y cargo en el documento y se lo entregó de nuevo a Falkenberg.

Glenda Ruth podía oír la fiesta regimental ya desde el otro lado del campo de desfiles. Mientras se aproximaba acompañado de Hiram Black, parecían estar nadando contra corriente, en un río de olas de sonido: el batir de los timbales, las gimientes y lloronas gaitas, todo ello mezclado con los cánticos desafinados de barítonos, que eran hombres alcoholizados.

Dentro era peor. Mientras entraban, una espada centelleante culebreó a unos centímetros de su cara. Un capitán joven la saludó con la hoja y lanzó un chorro de palabras de excusa:

—Le estaba mostrando al Oberleutnant Marcks una nueva parada que aprendí en Esparta, señorita. ¿Me hará el favor de excusarme?

Cuando ella asintió con la cabeza, el otro se llevó a su compañera a un lado y el sable destelló de nuevo.

—Ése es un oficial de Friedland —comentó Glenda Ruth—. Todos los prisioneros friedlandeses están aquí.

Hiram Black asintió con rostro serio: los mercenarios capturados vestían uniformes de gala, verde y oro, que contrastaban con los azul y oro de los hombres de Falkenberg. Brillaban medallas a la fuerte luz que caía del techo de la sala. Ella miró a través de la deslumbrante habitación y vio al coronel, sentado a una mesa que había en el extremo más lejano.

Falkenberg y sus compañeros se pusieron en pie cuando llegó a su mesa, tras una peligrosa travesía por la atestada sala. Los gaiteros pasaban en derredor, añadiendo más sonido.

El rostro de Falkenberg estaba enrojecido, y se preguntó si estaría bebido.

—Señorita Horton, permítame presentarle al mayor Osear von Thoma —dijo muy formalmente—. El mayor von Thoma manda el Batallón de Artillería de Friedland.

—Yo… —No sabía qué decir. Los Friedlandeses eran enemigos, y Falkenberg estaba presentando a aquel oficial como si fuera su invitado. Al fin pudo tartamudear—: Es… es un placer. Y yo le presento al coronel Hiram Black, mayor.

Von Thoma golpeó los tacones. Los oficiales se quedaron en pie, hasta que ella se hubo sentado al lado de Falkenberg. Este tipo de comportamiento caballeroso casi había desaparecido; pero, de algún modo, parecía apropiado allí. Mientras los camareros traían más vasos, von Thoma se volvió hacia Falkenberg:

—Pide usted mucho —le dijo—. Además, para cuando me los entregue, quizá ya haya desgastado las ánimas de los cañones.

—Si es así, reduciré el precio —le dijo alegremente Falkenberg. Se fijó en la asombrada expresión de Glenda Ruth y le explicó—: El mayor von Thoma me ha preguntado si podría comprarme los cañones que antes eran suyos, una vez haya terminado la campaña. Y no le convencen mis condiciones económicas.

Hiram Black observó secamente:

—A mí me parece que el Consejo querrá tener algo que ver en el fijar ese precio, general Falkenberg.

Falkenberg resopló despectivamente:

—No.

Está borracho, pensó Glenda Ruth. No se nota mucho, pero… ¿es que ya lo conozco tan bien?

—Esos cañones fueron capturados por el Cuarenta y Dos, sin ayuda del Consejo. Yo me ocuparé de que no sean empleados contra los Patriotas, por lo que el Consejo ya no tiene nada más que preocuparse del asunto. —Se volvió hacia Glenda Ruth—. ¿Ganarás mañana la votación en el Consejo?

—No habrá votación mañana.

—Así que no la puedes ganar —murmuró Falkenberg—. Me lo esperaba. ¿Y qué hay de la votación sobre el modo de llevar adelante la guerra?

—Estarán debatiendo el tema durante los dos próximos días… —Miró nerviosa al mayor von Thoma—. No quiero parecer maleducada, pero, ¿tenemos que hablar de esto estando él en la mesa?

—Comprendo. —Von Thoma se puso en pie, tambaleante—. Hablaremos en otro momento de eso, coronel. Señorita Horton, ha sido un verdadero placer, coronel Black.

Hizo una rígida inclinación de cabeza a cada uno de ellos y se fue a la gran mesa central, en donde un cierto número de oficiales de Friedland estaba bebiendo con los de Falkenberg.

—John, ¿crees inteligente tu postura? —le preguntó ella—. Un cierto número de consejeros ya te están acusando de no querer combatir…

—¡Joder, lo que están llamándole es traidor! —le interrumpió Black—: Blando con los simpatizantes de los Confederados, relacionándose con el enemigo… Ni siquiera les gusta que reclute gente para reemplazar sus pérdidas.

Black levantó un vaso de whisky y lo vació de un trago:

—¡Me gustaría que algunos de ellos hubieran marchado por el Valle con nosotros! ¡Glenda Ruth,
ésa
sí que fue una buena cabalgada! ¡Y cuando el capitán Frazer se queda sin combustible, va Falkenberg y le dice, sin inmutarse lo más mínimo, que siga adelante en bicicleta! —Black se echó a reír entre dientes, al recordar aquello.

—¡Hablo muy en serio! —exclamó Glenda Ruth—. John Bannister te odia. Creo que siempre te ha odiado.

El camarero trajo más whisky para Falkenberg.

—¿Vino o whisky, señorita? —preguntó.

—Vino… ¡John, por favor, te van a ordenar que ataques la capital!

—Interesante. —Sus facciones se tensaron por un momento, y sus ojos se tornaron alertas. Luego se relajó, y dejó que el whisky le hiciera efecto—. Si obedecemos órdenes como éstas, entonces seré yo quien necesite de los buenos oficios del mayor von Thoma para recuperar mi equipo. ¿No sabe Bannister lo que pasará si les dejamos que nos cacen en las llanuras abiertas?

—Howie Bannister sabe mejor cómo montar o desmontar una conspiración que desenvolverse en el campo de batalla, general —observó Black—. Le dimos el cargo de ministro de la Guerra porque pensamos que podría sacarle buenas condiciones a usted, más que por lo que sabía de temas militares.

—Eso ya lo he visto —dijo Falkenberg. Puso su mano sobre el brazo de Glenda Ruth y lo acarició suavemente. Era la primera vez que la había tocado y ella siguió sentada, muy quieta. Falkenberg rió—. Se supone que esto es una fiesta…

Se puso en pie y atrajo la atención del presidente de la mesa.

—¡Teniente, haga que el gaitero mayor nos cante algo! La sala se quedó al instante en silencio. Glenda Ruth notó el calor de la mano de Falkenberg. Las suaves caricias prometían mucho más y, repentinamente, se sintió contenta, aunque en su interior siguiese notando el pinchazo del miedo: él no había hablado con voz muy alta y, sin embargo, toda aquella gente había dejado de beber, los tambores habían cesado de batir, las gaitas; todo había callado ante un gesto indolente de él. Un poder como éste resultaba aterrador.

El robusto gaitero mayor seleccionó a un joven tenor. Una gaita y un tambor le acompañaron mientras empezaba a cantar:

—¡Oh! ¿Habéis oído hablar de Sakeld el falso, habéis oído hablar del ambicioso Lord Scroop? ¿Sabéis que se ha llevado a Willie el de Kinmont, a Haribee, para allí colgarlo…?

—John, por favor, escúchame —suplicó ella.

Y así le llevan la nueva a Bacleugh el Atrevido, a Branksome Ha, que era donde se encontraba y es que Lord Scroop a Willie de Kinmont ha cogido, cuando ya era de noche, y Willie ya descansaba.

La gran mesa Bacleugh ha derribado con fiereza, y el buen vino rojo al suelo ha hecho verter. Ahora, ha dicho, la maldición de Cristo sea en mi cabeza, pero la afrenta de Lord Scroop vengada ha de ser.

—De veras, John…

—Quizá debieras escuchar esto —le dijo él con suavidad. Y alzó su vaso mientras la joven voz crecía y el ritmo se hacía más rápido.

¿Es que mi yelmo se ha convertido en un tiesto de flores, es que mi lanza es ahora simple cayado de humilde pastor? ¿Es que mi diestra es blanca mano de damisela en amores, para que ese Lord inglés no sienta de mí ningún temor?

La canción terminó. Falkenberg hizo una seña a un camarero.

—Vamos a beber más —dijo—. Y nada de hablar de política.

Pasaron el resto de la velada disfrutando la fiesta. Tanto los oficiales mercenarios de Falkenberg como los de Friedland eran hombres cultos, y para Glenda Ruth fue un modo muy agradable de pasar una velada, teniendo una sala llena de guerreros compitiendo para complacerla. Le enseñaron los bailes y las canciones atrevidas de una docena de culturas, y bebió con demasía.

Al fin, se levantó.

—Te acompañaré hasta tu alojamiento —le dijo Falkenberg.

—De acuerdo. —Ella le dio el brazo y atravesaron la sala, que ya estaba mucho más vacía—. ¿Tenéis a menudo fiestas como ésta?

—Cuando podemos. —Llegaron a la puerta. Un camarero de blanca chaquetilla surgió de la nada para abrirla. Tenía una cicatriz irregular en el rostro que le llegaba hasta el cuello y desaparecía bajo su ropa, y ella pensó que le daría miedo encontrárselo en un callejón oscuro.

—Buenas noches, señorita —dijo el soldado. Su voz tenía un extraño sonido, como ronco, y por el tono parecía como si estuviera preocupado por ella.

Cruzaron el campo de desfiles. La noche era clara y el cielo estaba lleno de estrellas. Los sonidos borboteantes del río al correr llegaban débiles hasta la vieja fortaleza.

—Hubiera deseado que no se hubiese acabado nunca —dijo ella.

—¿Por qué?

—Porque… porque habéis construido ahí dentro un mundo artificial. Es un muro de gloria que levantáis para dejar fuera las realidades de lo que hacemos. Y, cuando la fiesta acaba, volvéis a la guerra. —Y también a lo que sea que quisieras hacerme entender cuando hiciste que ese chico cantase esa siniestra y vieja balada de las guerras entre escoceses e ingleses, pensó.

—Eso está bien dicho: un muro de gloria. Quizá eso sea lo que hacemos.

Llegaron al bloque de suites destinado a los funcionarios de alto rango. Su puerta estaba contigua a la de él. Glenda Ruth se quedó allí, no deseosa de entrar. La habitación estaba vacía, y mañana había el Consejo, y… Se volvió hacia él y le dijo con amargura:

—¿Por qué tiene que acabar? Me sentí feliz durante un rato, y ahora…

—No tiene por qué acabar, pero, ¿sabes lo que estás haciendo?

—No. —Se alejó de su puerta y abrió la de él. Falkenberg la siguió, pero no entró. Ella permaneció en el umbral por un instante, luego se echó a reír—. Iba a decir alguna tontería, algo así como "tomémonos la última copa". Pero no hubiera sido eso lo que significarían mis palabras y tú lo hubieses sabido. Así que, ¿para qué caer en ese juego?

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