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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

El maestro del Prado (31 page)

Me froté los ojos con los puños enguantados intentando concentrarme en lo que me había llevado hasta allí. Por fortuna, no estaba solo. Una intermitente marea de personas —bedeles, vigilantes de seguridad, funcionarios y algún que otro turista madrugador— hacían verdaderos esfuerzos por no resbalar en el suelo de granito helado y llegar indemnes a la puerta principal del recinto. Decidí imitarlos con cautela y dirigirme al «punto de encuentro» fijado por el padre Juan Luis.

El lugar, a esas horas, intimidaba de veras. Su porte, su solemnidad, el silencio sólo roto por el eco del taconeo de los visitantes y esa impresión de solidez y perfección que transmitía el diseño de sus muros avisaban de que no había llegado a un monumento cualquiera. No lo era. Tras sus fachadas de doscientos metros de lado, levantadas en tiempos de Felipe II, se escondían más de cuatro mil habitaciones ahora vacías, dos mil seiscientas setenta y tres ventanas, ochenta y ocho fuentes, quinientos cuarenta frescos, mil seiscientos cuadros y más de cuarenta y cinco mil libros. Eran cifras mareantes que se me habían grabado a fuego a fuerza de escuchárselas a los guías. El Escorial siempre me había atraído. Lo visitaba de tarde en tarde. Conocía sus leyendas y no me costaba imaginar cuántas respuestas a los arcanos del Prado podrían esconderse allí. Sin embargo, ¿era eso lo que el padre Juan Luis iba a confiarme? ¿Respuestas? ¿Y por qué no había querido adelantarme ninguna por teléfono? ¿Habría encontrado una nueva pista sobre el
Apocalypsis Nova
? ¿Otra profecía angélica, quizá?

Sólo ahora, al redactar estas líneas, me doy cuenta de lo torpe que fui. No sospeché ni remotamente el dramático giro de los acontecimientos que estaba a punto de producirse.

A la hora en punto, preciso como un reloj suizo, el padre Juan Luis asomó por la puerta de la residencia Alfonso XII. Imposible no reconocerlo. Encorvado, vestido con sus hábitos negros ceñidos por un pasador, sin abrigo y manteniendo un paso muy lento, comenzó a deslizarse hacia la entrada principal, bien pegado a la vertiente más alargada del edificio. No se detuvo siquiera a echar un vistazo a su alrededor. Si había puesto los pies en la calle porque esperaba encontrarse conmigo, supo disimularlo.

Apreté el paso hacia su posición y a medio camino lo intercepté.

—Buenos días, padre. ¿Es buen momento para…?

El anciano se estremeció al sentir que alguien le tocaba su hombro huesudo.

—¡Demonios del infierno! —exclamó electrizado—. ¡Menudo susto me has dado, hijo!

—No menos que el que usted me regaló anoche —repliqué afable.

Su interpretación era perfecta. O eso me pareció. Nadie que nos hubiera visto en ese momento sospecharía que nuestro encuentro estaba pactado.

—Está bien, está bien… —Me guiñó un ojo justo antes de bajar la voz—. Me alegra que estés aquí. ¿Vienes solo?

—Marina no ha podido acompañarme —mentí—. Espero que no le importe.

El padre abrió las manos como diciendo «Qué le vamos a hacer» y a continuación echó un vistazo a la plaza. Lo hizo con un gesto astuto que, la verdad, me recordó al maestro. ¿Por qué todo el mundo con el que hablaba últimamente se sentía vigilado?

—Es mejor que primero conversemos en la calle —musitó al fin el anciano—. ¿Te parece?

Asentí, algo extrañado.

—Excelente. En cuanto entremos en la biblioteca y te enseñe lo que he encontrado, deberás tener la boca cerrada. No digas nada. No preguntes. Yo no lo haré. ¿Me entiendes? Si nos oyeran, terminarían encerrándome por loco y a ti…, bueno… A ti no sé qué te harían.

—Pero ¿de verdad quiere que hablemos aquí? —Me encogí de hombros—. ¿Con este frío? ¿Y usted sin una bufanda siquiera?

—¡Paseemos!

El agustino se agarró entonces a mi brazo para no resbalar y juntos recorrimos el medio centenar de metros que nos separaba del ingreso al monasterio. De poco sirvieron mis tiritonas y mis intentos por apretar el paso. El padre Castresana, ajeno a mis cuitas, había comenzado a hablarme en un tono tan bajo y pausado que tuve que acercar mi cabeza a la suya para escuchar lo que decía.

—… que debí haberme dado cuenta antes —concluyó su última frase.

—¿De qué, padre? —le interrumpí, perdido.

—¡De las fechas, hijo, de las fechas! —reconvino—. Cuando me pediste que examinara qué personas se habían interesado por el
Apocalypsis Nova
antes de vuestra visita, ¿recuerdas?, consulté los registros de peticiones y encontré algo extraño en nuestras microfichas.

Al oír en su boca, otra vez, el título del dichoso libro profético me acerqué aún más al religioso.

—Al principio no le di importancia, hijo. Pensé que se trataba de un error. Pero esta semana he podido retomar al fin el asunto y me he llevado una buena sorpresa.

—No entiendo…

El agustino suspiró:

—A ver, Javier. Escúchame bien. Los registros de préstamo del texto del beato Amadeo son clarísimos. El año pasado nadie,
absolutamente nadie
, solicitó ver ese libro hasta que llegasteis vosotros y ese investigador que os precedió.

—Julián de Prada —castañeteé.

La mirada del padre Juan Luis relampagueó de sorpresa.

—Sí, exacto… Creí que no lo conocías.

—En realidad, no mucho. Marina y yo nos lo encontramos en Madrid después de hablar con usted. Pero siga, siga, por favor.

—Ahora viene lo más raro, hijo. El caso es que, intrigado por que un libro como ése, lujosamente encuadernado, de buena caligrafía, fuera tan poco requerido, consulté en nuestros registros de 1989, 1988, 1987… ¡y nada! Era increíble. A nadie le había importado un comino el
Apocalypsis Nova
en mucho tiempo. Sin embargo, el tema comenzó a escamarme de veras cuando tirando de archivos llegué hasta las solicitudes de los años setenta… ¡y tampoco encontré nada! ¡Ni un requerimiento interno siquiera!

—¿Nadie lo pidió en veinte años y de repente fuimos dos en unos días?

—Es para mosquearse, ¿no te parece?

—Desde luego —acepté.

—Piensa que cada año se reciben en esta biblioteca peticiones de lo más singular. Por el tipo de fondo que guardamos, único en el mundo en muchos aspectos, recibimos a estudiosos de todas partes. Una de las solicitudes más recurrentes es, por ejemplo, la del
Enchiridion
del papa León III, un regalo que le hizo el papa a Carlomagno y que, desde entonces hasta su muerte, lo llenó de felicidad, protección y éxitos militares, por lo que se dijo que tenía propiedades mágicas. Carlos V y Felipe II, en tanto remotos herederos suyos, mandaron a expertos a buscar ese prodigioso talismán de pergamino por toda Europa, pero, si alguna vez lo consiguieron…, no lo depositaron aquí. A veces también nos piden las obras autógrafas de Santa Teresa, las
Cantigas de santa María
de Alfonso X el Sabio o el
Beato de Liébana
. Ahora bien: que nadie en los últimos veinte años haya rellenado un impreso para ver el
Apocalypsis Nova
, siendo éste un libro perfectamente inventariado, de una colección notable, y que en sólo una semana lo solicitarais dos… me pareció raro.

—Aunque imagino —le acoté, como tratando de justificar su extrañeza— que, con todos los libros que guardan aquí, es normal que algunos lleven siglos sin abrirse…

—No, no. Si lo raro no es eso. Tienes razón. Lo verdaderamente inusual es que la última persona que lo consultó antes de vuestra visita lo hizo en la primavera de 1970. ¿Y sabes cómo se llamaba?

Negué con la cabeza. ¿Cómo iba a saberlo?

—¡Julián de Prada!

—No es posible —resoplé.

—Lo tengo todo anotado. No hay duda. Entre abril y junio de 1970, Julián de Prada y otro investigador llamado Luis Fovel pidieron ver el
Apocalypsis
del beato Amadeo tres veces. Las microfichas no mienten.

—¿Luis Fovel? —Aturullado, noté cómo una súbita ola de calor sonrojaba mi rostro—. ¿Está usted seguro?

—Sí. ¿También lo conoces?

Asentí algo incómodo.

—¿Y hace mucho que no lo ves?

Aquella cuestión me sorprendió.

—Ayer mismo estuve con él, padre. ¿Por qué lo pregunta?

Percibí entonces una cierta inquietud en el padre Juan Luis. Sólo cuando note que sus dedos se clavaban en mi antebrazo supe que era angustia:

—Y dime, hijo mío: ¿es… muy mayor?

Fruncí los labios dándole a entender que no demasiado. Desde luego, no más que él, precisé. A lo que el agustino respondió con un quejido.

—Lo que me temía…

—¿Qué ocurre, padre?

El viejo bibliotecario dio entonces un par de pasitos hacia la puerta de la iglesia. Lo justo para abandonar la zona en sombras de la lonja y detenerse en el único repecho bendecido por los primeros rayos de sol de la jornada.

—Ayer por la mañana hice una última consulta en el registro de lectores de nuestra biblioteca —dijo al fin—. Y descubrí otra cosa que me alarmó. Por eso decidí llamarte. Verás: entre 1970 y 1952 no hubo tampoco ni una sola petición de lectura del libro del beato. Sin embargo, localicé una solicitud fechada en octubre de ese último año en la que volvía a aparecer el nombre de Luis Fovel.

—¿En 1952? ¿Hace casi cuatro décadas?

El agustino tragó saliva, asintiendo.

—Y no termina ahí este asunto. Le pedí a uno de los jóvenes informáticos que están digitalizando nuestros registros que me buscara qué otras peticiones guardábamos con el nombre de «Luis Fovel» o de «Julián de Prada», y encontró algo que… —su voz tembló perceptiblemente—, algo que no sé cómo interpretar.

—¿Qué?

—Bueno… —Forzó una risita nerviosa, volviendo su rostro hacia el Sol—. El caso es que en el ordenador se pierde la pista de Julián de Prada, pero no así la de Fovel. Encontré nuevas referencias a consultas de ese hombre realizadas en 1949, 1934… —tomó aire—, pero también en 1918 y hasta en 1902. De antes, por desgracia, no se conservan ya los registros.

—Debe de ser una broma, ¿verdad? —objeté perplejo—. No es posible que…

—¡Eso mismo pensé yo, hijo mío! —me interrumpió—. Al principio supuse que podría tratarse de familiares. Ya sabes, tal vez abuelo, padre e hijo del mismo nombre acudieron a nuestra biblioteca en épocas diferentes, interesados en una misma temática. ¿Por qué no? Hay otros casos. Pero entonces surgió un problema.

—¿Qué clase de problema?

—Ayer a mediodía localicé al fin el formulario de Fovel fechado en 1902. El más antiguo de todos los que conservamos. Por suerte estaba microfilmado. Y al comparar la firma que dejó entonces con la que aparece en su ficha de 1970…

El anciano tembló.

—¿Qué, padre?

—…Vi que eran de la misma persona. Dios santo, Javier. No soy perito calígrafo, pero casi podría jurártelo. ¡Las dos firmas son idénticas! ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

Dejé que una enorme bocanada de aire frío se me instalase en la garganta.

Si lo que el padre Juan Luis insinuaba era cierto, alguien llamado Luis Fovel había pedido ver un manuscrito prohibido de El Escorial, de manera interrumpida, durante casi setenta años. Y si era el Fovel que yo conocía, que aparentaba sesenta y muchos, entonces el maestro del Prado debía de tener como poco ciento diez o ciento veinte años.

—Imposible. Tiene que ser un error, padre —protesté con todo el convencimiento que fui capaz de reunir—. Seguro que hay una explicación.

—Yo no la encuentro.

—¿Podría ver esas firmas?

—Bueno, eso es precisamente lo que quiero que veas, hijo mío. ¿Entiendes ahora que anoche no quisiera hablarte de esto por teléfono?

Diez minutos más tarde, el hombre que mejor conocía la biblioteca del monasterio me guió hasta su pequeño despacho para mostrarme sus hallazgos. El lugar casi no había cambiado desde la última vez que lo vi. Seguía siendo el refugio de un sabio de otro tiempo, un reducto del pasado, sin ordenadores ni casi atisbo de tecnología, plantado en el centro de un pasillo transitado por hombres y mujeres mucho más jóvenes que él. Todos nos dieron los buenos días al vernos. Y a todos correspondió con un gruñido el viejo agustino. Entonces, a una señal suya, me fijé en la única gran novedad del entorno: sobre una mesita auxiliar descansaba un enorme aparato de hierro con aspecto de campana, coronado por una pequeña torre con ruedecillas y palancas.

—Ése es el «tipi» —murmuró el padre Juan Luis al ver mi cara de extrañeza—. Una reliquia de la guerra fría. Los americanos que nos lo vendieron en los setenta decían que les recordaba a las tiendas de los indios del salvaje oeste. En realidad, es un Recordak MPE-1. El lector de microfilmes más fiable del mundo.

El agustino al que yo creía ajeno a toda modernidad deslizó entonces una cinta en la torreta, la ajustó a los tensores, encendió un interruptor que iluminó el interior de la campana y me invitó a que me sentara frente a la gran abertura en forma de pantalla que se abría en uno de sus costados. Mientras tanteaba un cajón en busca de sus gafas, me ordenó:

—Y ahora, hijo, concéntrate.

Cuando la primera imagen del rollo de película se proyectó sobre la superficie lisa del interior del «tipi», sentí una pequeña punzada de decepción. A simple vista, el fotograma inaugural resultó más bien insulso: reproducía una cuartilla descolorida por el tiempo, con un membrete y una tipografía desvaídos, fechada justo antes de la guerra civil española. «Biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Salón de Lectura. Préstamos», rezaba.

—Memoriza la firma, por favor —dijo invitándome a estudiar la parte inferior del documento.

Juan Luis Castresana repitió aquella operación tres veces más, mostrándome las caligrafías de otras tantas fichas con anotaciones que iban desde principios de siglo hasta finales del gobierno de Franco. Cuando su exhibición terminó, mi decepción inicial se había convertido en vértigo.

—¿Y bien? —Me miró, llevándose el índice a la boca con disimulo recordándome que debía contener cualquier reacción.

—Estaba en lo cierto, padre —musité—. Ya veo el problema.

En realidad quería gritar, pero me contuve.

Si aquellos documentos eran auténticos —cosa que no dudé ni por un segundo—, el agustino acababa de hacer un descubrimiento sensacional. Resultaba dolorosamente evidente que nos encontrábamos ante solicitudes bibliográficas separadas por al menos siete décadas, que habían sido firmadas por una misma rúbrica. No había margen para el error. Aquel «Fovel» enorme, legible, con una efe mayúscula larga y estilizada, rematado por una ele cuyo único brazo se convertía en un látigo que semejaba restallar alrededor del apellido, era el mismo en todos los documentos.

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