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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert

 

Un despliegue de gran audacia técnica y elegante virtuosismo, al servicio de una amenísima trama en la que se alterna la ficción con hechos reales muy imaginativamente ordenados. Un libro que ha tenido un extraordinario éxito, tanto de crítica como de ventas, y ha recibido numerosos galardones. Esta novela no trata sólo del loro que aparecía en Un coeur simple, sino también de ferrocarriles y de osos; de Francia y de Inglaterra; de la vida y del arte; del sexo y de la muerte; de George Sand y de Louise Colet; de los (odiados) estudiosos de la obra de Flaubert y de las virtudes del lector «aficionado». Y todo ello de la pluma de un enigmático narrador, el doctor Braithwaite, apasionado por Flaubert, cuya vida y secretos nos son progresivamente desvelados.

Julian Barnes

El loro de Flaubert

ePUB v1.0

gercachifo
11.09.12

Título original:
Flaubert´s parrot

Julian Barnes, 2001.

Traducción: Antonio Maurí

Diseño/retoque portada: gercachifo

Editor original: gercachifo (v1.0)

ePub base v2.0

A Pat

Al escribir la biografía de un amigo, hay que hacerlo como si estuvieras vengándole.

Flaubert, carta a Ernest Feydeau,

1872

1

EL LORO DE FLAUBERT

Seis norteafricanos jugaban a la petanca al pie de la estatua de Flaubert. Se oían limpios chasquidos por encima del estruendo de la circulación atascada. Con una final e irónica caricia de la yema de los dedos, una mano morena lanzó una esfera plateada que aterrizó, botó pesadamente, y trazó una curva acompañada de un lento esparcimiento de polvo duro. El lanzador se congeló en una elegante estatua temporal: las rodillas no desdobladas del todo, y la mano derecha extáticamente extendida. Me llamó la atención una arremangada camisa blanca, un antebrazo desnudo y una mancha en el envés de la muñeca. No era un reloj, como pensé al principio, ni un tatuaje, sino una calcomanía de colores: el rostro de un santón político muy admirado en el desierto.

Permítaseme que comience con la estatua: la de arriba, la permanente, la inelegante, la que llora lágrimas cúpricas, la imagen legada de ese hombre de suelta corbata de lazo, chaleco de ángulos rectos, pantalones holgados, mostacho desordenado, aspecto receloso, fríamente distante. Flaubert no devuelve la mirada. Desde la Place des Carmes vuelve la vista hacia el sur, en dirección a la Catedral, a la ciudad que despreciaba, y que a su vez le ha ignorado casi siempre. Mantiene la cabeza defensivamente alzada: sólo las palomas pueden ver en toda su dimensión la calvicie del escritor.

Esta estatua no es el original. Los alemanes se llevaron al primer Flaubert en 1941, junto con las verjas y las aldabas. Es posible que la transformaran en insignias para sombreros. Durante un decenio, aproximadamente, el pedestal quedó vacío. Luego, un alcalde de Rouen que era un entusiasta de las estatuas consiguió encontrar el molde, obra de un ruso que se llamaba Leopold Bernstamm, y el ayuntamiento aprobó la realización de un nuevo vaciado. Rouen adquirió para sí misma una estatua como debe ser, de metal, con un noventa y tres por ciento de cobre y un siete por ciento de estaño: los fundidores, la empresa Rudier de Châtillon-s.ous-B.agneux, afirman que esta aleación está garantizada contra la corrosión. Otras dos ciudades, Trouville y Barentin, participaron económicamente en el proyecto y recibieron sendas estatuas de piedra. Que no han resistido tan bien la intemperie. El muslo derecho de Flaubert ha tenido que ser remendado en Trouville, y se le han caído fragmentos del mostacho: los alambres estructurales asoman como ramitas del pedazo de cemento armado que hay en su labio superior.

Quizá sean dignas de crédito las garantías dadas por la fundición; esta segunda edición de la estatua quizá dure. Pero no encuentro ningún motivo en particular que me inspire confianza. Ninguna otra cosa que haya tenido que ver con Flaubert ha durado jamás. Murió hace poco más de cien años, y no queda de él más que papel. Papel, ideas, frases, metáforas, una prosa estructurada que se convierte en sonido. Esto, casualmente, es justo lo que él hubiera querido; los únicos que se quejan, sentimentalmente, son sus admiradores. La casa del escritor en Croisset fue derribada poco después de su muerte y reemplazada por una fábrica para la extracción de alcohol del trigo malogrado. No sería tampoco muy difícil librarse de su estatua: si un alcalde amante de las estatuas puede levantarla, otro —quizás un acérrimo defensor de la línea del partido, alguien que ha leído por encima lo que Sartre dice de Flaubert— podría retirarla celosamente.

Empiezo por la estatua debido a que fue ahí en donde empezó el proyecto en su conjunto. ¿Por qué la escritura hace que sigamos la pista del escritor? ¿Por qué no podemos dejarle en paz? ¿Por qué no nos basta con los libros? Flaubert quería que bastasen: pocos escritores han creído con tanta firmeza en la objetividad del texto escrito y la insignificancia de la personalidad del escritor; y aun así, seguimos desobedientemente a nuestro aire. La imagen, el rostro, la firma; la estatua con un noventa y tres por ciento de cobre y la fotografía de Nadar; el pedacito de ropa y el rizo. ¿Cómo es que las reliquias nos ponen tan cachondos? ¿No tenemos la fe suficiente en las palabras? ¿Creemos que los restos de una vida contienen cierta verdad auxiliar? Cuando murió Robert Louis Stevenson, su codiciosa niñera escocesa comenzó a vender calladamente pelo que, según afirmaba ella, había cortado de la cabeza del escritor cuarenta años antes. Los fieles, los buscadores, los perseguidores compraron la cantidad suficiente de pelo como para rellenar un sofá.

He decidido dejar Croisset para más adelante. Pasé cinco días en Rouen, y el instinto infantil sigue haciendo que me reserve lo mejor para el final. ¿Actúa a veces este mismo impulso en los escritores? ¿Espera, espera, aún no has llegado a lo mejor? Si es así, qué atormentadores son los libros inacabados. Un par de tales libros me vienen inmediatamente a la memoria:
Bouvard et Pécuchet
, en donde Flaubert quiso englobar y sojuzgar el mundo entero, todos los afanes humanos, y todas las decepciones; y
L'Idiot de la famille
, en donde Sartre quiso encerrar todo Flaubert: encerrar y sojuzgar al gran escritor, al gran burgués, al terror, al enemigo, al sabio. Un ataque al corazón puso punto final al primer proyecto; la ceguera abrevió el segundo.

A mí también se me ocurrió una vez que podía escribir libros. Disponía de las ideas; incluso tomé notas. Pero era médico casado y con hijos. No se puede hacer bien más que una sola cosa: Flaubert lo sabía. Lo que yo hacía bien era ser médico. Mi esposa…, murió. Mis hijos están ahora desperdigados; escriben cada vez que les impulsa la mala conciencia. Viven su propia vida, naturalmente. «¡La vida! ¡La vida! ¡Erecciones!» El otro día estaba leyendo estas exclamaciones de Flaubert. Hicieron que me sintiera como una estatua de piedra con un parche en la entrepierna.

¿Los libros no escritos? No son motivo de resentimiento. Ya hay demasiados libros. Además, recuerdo el final de
L'Education sentimentale
. Frédéric y su compañero Deslauriers vuelven la vista atrás para contemplar sus vidas. Su último y favorito recuerdo es el de una visita a un burdel realizada hace muchos años, cuando ambos eran todavía unos colegiales. Habían trazado con todo detalle el plan de la excursión, se hicieron rizar el pelo especialmente para ese acontecimiento, e incluso robaron flores para regalárselas a las chicas. Pero cuando llegaron al burdel Frédéric se puso nervioso, y los dos huyeron corriendo de allí. Así fue el mejor día de sus vidas. ¿No será que la forma más segura de placer, nos dice implícitamente Flaubert, es el placer de la ilusión? ¿Acaso hay alguien que necesite irrumpir en el desolado desván del cumplimiento?

Me pasé el primer día errando por Rouen, tratando de reconocer algunos de los rincones por los que pasé en 1944. Amplias zonas habían sido blanco de las bombas y granadas, claro; cuarenta años después todavía están remendando la Catedral. No encontré casi nada que me permitiese colorear mis monocromos recuerdos. Al día siguiente me fui en coche hacia el oeste, camino de Caen, y luego me desvié hacia las playas del norte. Hay que seguir toda una serie de letreros de hojalata estropeados por la intemperie, colocados por el Ministère des Travaux Publics et des Transports. Por aquí se va al Circuit des Plages de Débarquement: una ruta turística del desembarco. Al este de Arromanches están las playas británicas y canadienses: Gold, Juno, Sword. Una elección de nombres escasamente ingeniosa; mucho menos memorables que Omaha y Utah. A no ser, desde luego, que sean los actos quienes hacen que las palabras sean memorables, en lugar de ocurrir al revés.

Graye-s.ur-M.er, Courseulles-s.ur-M.er, Ver-s.ur-M.er, Asnelles, Arromanches. Bajando por diminutas callejas secundarias desembocas de repente en una Place des Royal Engineers o una Place W. Churchill. Tanques herrumbrosos permanecen aún en guardia junto a las chozas playeras; unos monumentos hechos con bloques de piedra anuncian en inglés y francés: «El 6 de junio de 1944 Europa fue liberada aquí gracias al heroísmo de las Fuerzas Aliadas.» Es un lugar muy tranquilo y en absoluto siniestro. En Arromanches introduje un par de monedas de un franco en el Télescope Panoramique (Très Puissant 15/60 Longue Durée) y seguí el arco en código Morse que traza el muelle Mulberry hasta su final, mar adentro. Punto, raya, raya iban diciendo los bloques de cemento, mientras entre ellos se colaba tranquilamente el agua. Estos angulosos cantos rodados de chatarra bélica habían sido colonizados por los cormoranes moñudos.

Almorcé en el Hôtel de la Marine, que domina la bahía. Me encontraba cerca del lugar en donde habían muerto amigos míos —los repentinos amigos que produjeron aquellos años— y sin embargo no me emocioné. División Armada nº 50 del Segundo Ejército Británico. Los recuerdos salieron de sus escondites, pero las emociones no; ni siquiera los recuerdos de las emociones. Cuando terminé de comer me fui al museo y vi un documental sobre el desembarco, y luego recorrí en coche los diez kilómetros que me separaban de Bayeux para examinar otra invasión de una a otra orilla del Canal de la Mancha, ocurrida nueve siglos antes. El tapiz de la reina Matilde es como una película horizontal en la que las imágenes están unidas por los lados. Ambos acontecimientos me parecieron igualmente extraños: el uno, demasiado remoto para ser cierto; el otro, demasiado familiar para ser cierto. ¿Cómo captamos el pasado? ¿Llegamos a atraparlo alguna vez? Cuando yo era estudiante de medicina, unos bromistas soltaron en mitad de un baile de final de curso un cochinillo untado en grasa que estuvo revolviéndose entre las piernas, zafándose de todos los intentos de capturarlo, soltando chillidos continuamente. La gente caía de bruces cuando trataba de cogerlo, y quedó ridiculizada. A veces el pasado parece comportarse como ese cochinillo.

Durante mi tercer día en Rouen me fui andando hasta el Hôtel-D.ieu, el hospital del que el padre de Flaubert fue cirujano-j.efe, y en donde el escritor vivió su infancia. Se pasa por la Avenue Gustave Flaubert, delante de la Imprimerie Flaubert y de un snack-b.ar llamado Le Flaubert: tienes la sensación, sin duda, de no estar equivocándote de camino. Cerca del hospital vi aparcada una rubia Peugeot de color blanco: llevaba pintadas unas estrellas azules, un número de teléfono y las palabras AMBULANCE FLAUBERT. ¿El escritor como terapeuta? Improbable. Recordé la réplica de matrona que le dirigió George Sand a su joven colega: «Tú provocarás, sin duda, la desolación —escribió—; yo, el consuelo.» En el Peugeot hubiera tenido que decir AMBULANCE GEORGE SAND.

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