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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (7 page)

La voz de Chung le devolvió al presente.

—El profesor Wu ha solicitado oficialmente que se te permita viajar a Europa con tus compañeros, como miembro de una exposición itinerante. Por eso he venido, para hablarte del tema. ¿Tú querrías?

Xie no pestañeó ni movió un solo músculo facial. Tampoco levantó la vista del dibujo. Mojó el pincel en tinta, y a continuación lo arrastró con parsimonia, creando la mitad de un carácter. El espíritu de la letra era como un pájaro que volaba muy alto sobre la montaña. Xie sabía que Chung estaba esperando una respuesta. No podía vacilar mucho tiempo. Cuando Chung se impacientaba, se ponía furioso, y Xie no quería despertar sus iras.

—Si mi gobierno quiere que vaya, estaré encantado.

Chung sonrió. Una frase de ocho palabras en Xie era como un largo poema en cualquier otra persona. Sacó de la bolsa de celofán su tercer caramelo de arroz y se lo metió en la boca como para celebrarlo. Después se los ofreció al profesor Wu y a Xie, que aceptó con otro «gracias» en voz baja y lo dejó en el taburete.

En el orfanato había dos tipos de niños. Estaban los que aceptaban los caramelos de Chung y se los comían in situ, ávida y desesperadamente, absorbiéndolos más que saboreándolos, e intentando que la golosina les reconfortase un poco por lo que tenía de especial, de paréntesis en la rutina, de placer momentáneo. El otro grupo cogía el caramelo y se lo metía con cuidado, como si fuera de cristal, en el bolsillo de la bata, reservándolo para más tarde.

Los más listos acumulaban caramelos y los intercambiaban por favores. Otros se limitaban a guardárselos para cuando estuvieran solos, y usaban los dulces como vía para recordar la época anterior al orfanato, cuando tenían familias y sabían lo que era el amor.

Xie no hacía ninguna de ambas cosas. Cuando otro niño estaba especialmente triste, le daba una parte de su alijo. Lo que le complacía a él era pensar que el pequeño estaría un poco más contento durante unos segundos.

Lo único que les pedía a los otros niños era la promesa de no contarle a la matrona lo que había hecho. Temía que Chung se enterase de sus gestos de bondad y sospechase que el lavado de cerebro no estaba funcionando.

Wu estaba convencido de que la única manera de que la caligrafía prosperase como forma artística moderna era que sus jóvenes maestros se abrieran a las nuevas técnicas e interpretaciones. Bajo su tutela, los alumnos no aprendían solo poesía, música y las artes del pincel y de la tinta, sino los materiales, colores y conceptos occidentales. Wu les incitaba a ser creativos y jugar con las formas y estructuras de los caracteres que empleaban; les incitaba a ser valientes e infringir las reglas.

Pero ninguna infracción de Wu era tan grave como su conversación anual con Xie.

Antes de que el profesor aceptara a un alumno en su programa, se lo llevaba a la cascada de un antiguo parque y le pedía que crease un dibujo espontáneo que plasmara el ambiente de aquel lugar sagrado.

Wu se fijaba en la interacción del posible alumno con la naturaleza, el pincel y la tinta, y después, basándose exclusivamente en aquella creación, decidía aceptarle o no en su programa.

Cuando Xie acabó la prueba de la cascada, Wu elogió su obra, invitándole a estudiar con él. Xie inclinó la cabeza y dijo que sería un honor.

Wu le puso una mano en el hombro. Era la primera vez que tocaban así al muchacho desde la lejana época en que lo hacía su Rinpoche.

—Veo en tus ojos mucho sufrimiento. ¿Qué te ha pasado, hijo?

Y en susurros entrecortados, mientras corría el agua por las rocas primigenias, Xie, que jamás había contado a otro ser vivo sus experiencias de niñez ni aludía jamás a su pasado, o a lo que sabía de sí mismo, le contó a su profesor quién era.

Más tarde se extrañó de haber estado tan seguro de poder confiar en el anciano. ¿Habría percibido a un espíritu afín? ¿O era la desesperación por encontrar a alguien que pudiera ayudarle? ¿O el simple contacto, tan olvidado y tan reconfortante, de alguien a quien inspiraba bastantes buenos sentimientos como para hacer un gesto?

Una vez al año, Wu y Xie se iban de excursión a la cascada, y en palabras que encubría el fragor del agua, analizaban las opciones de Xie. Fraguaban un plan. Despacio. Con paciencia.

—¿Sigue en pie lo de tomarnos una copa de vino antes de volver a mi hotel? —le preguntó Chung a Wu.

Xie retomó su labor con el pincel y la tinta. Su tutor «especial» tenía hambre, como siempre; hambre, prisa y algo de pereza, siempre al acecho de posibles atajos.

—Sí, pero si pudiera dejar esto resuelto…

Wu tendió a Chung el documento que autorizaba a Xie a viajar a Inglaterra, Italia y, por último, Francia: diez días de viaje con una docena de artistas chinos.

Hambre, pereza, prisa. ¿Leería atentamente Chung el documento?

Xie apartó la vista, temeroso de mirar, y se centró en su pintura, pero su mente no estaba serena. ¿Se fijaría en las fechas su antiguo programador? ¿Las anotaría para llevárselas a Pekín y cotejarlas con algún documento base que siguiera los movimientos de los jefes de Estado? ¿Se enredaría el viaje en un papeleo interminable, o lo autorizarían?

Volvió a mojar el pincel en la tinta, cuyo color era el de un cielo sin luna, y aplicó la punta al delicado papel. Dejó que su muñeca y sus dedos se movieran a su albedrío, dejándolos flotar por la página.

—Bueno, a ver esa copita —dijo Chung al dejar sobre la mesa el documento.

La mirada de Xie se deslizó a inspeccionarlo.

La firma era desmañada, con letras tan carentes de elegancia como su autor, pero estaba firmado.

6

Nueva York

Miércoles, 11 de mayo, 18.00 h

Robbie se acercó a la villa, de estilo neorrenacentista, con hastiales, gárgolas de piedra erosionada y baranda de hierro forjado con volutas. Se alegraba de que las inmobiliarias de Manhattan, empeñadas siempre en derruir lo viejo para dejar sitio a algo más nuevo, mayor y más alto, parecieran haber pasado por alto aquella pequeña parte del West Side. La riqueza ornamental de aquellos edificios del siglo
XIX
le hacía sentirse como en casa, en París.

Las sombras del atardecer daban un aire místico a la Phoenix Foundation, como si todas las investigaciones llevadas a cabo en su interior sobre la reencarnación —estudios de la sincronía y los paralelismos entre vidas vividas, perdidas y reencontradas, y de las complejas cuestiones filosóficas, religiosas y científicas que ello suscitaba— le hubieran conferido al edificio una suntuosa pátina.

A pesar de que su hermana conociera desde la adolescencia al doctor Malachai Samuels, director de la fundación, y de que las presentaciones entre este último y Griffin North hubieran corrido a cargo de Robbie, nunca antes había estado allí. Con un hormigueo de emoción, subió por los seis escalones de piedra que le acercaban un poco más a descifrar lo que había encontrado en París, entre los papeles de su padre.

Al empezar a buscar las fórmulas de Rouge y Noir que le había pedido su hermana, le había horrorizado descubrir el alcance del desorden. La enfermedad que confundía la mente de su padre parecía manifestarse en el taller en forma de caos físico. El contenido de todos los armarios y cajones estaba esparcido por el suelo. No quedaba un solo libro en su correspondiente estantería; todos estaban apilados en el suelo. Todos los aceites, esencias y absolutos habían quedado abiertos en el suelo, evaporándose: un material por valor de cientos de miles de euros echado a perder. Lenta, metódicamente, Robbie había intentado revisar los residuos de… ¿cuántos años? Nadie estaba seguro de cuánto tiempo llevaba enfermo su padre. Louis siempre había sido un excéntrico, estado cuya frontera con la demencia era borrosa.

En un momento dado, topó con un alijo de trozos de cerámica dispersos en el fondo de una caja de cartón. Al principio pensó que los dibujos de colores turquesa, coral y negro sobre fondo blanco vidriado eran abstractos, pero al encontrar dos trozos que encajaban se dio cuenta de que eran jeroglíficos, y al inclinarse hacia el rompecabezas e intentar que coincidieran más fragmentos, detectó un olor muy débil; un mero rastro, pero que para él lo era todo. Necesitaba que lo oliese su hermana. De todos ellos, era Jac la de nariz más afinada. De niños, su padre les ponía a prueba con combinaciones de esencias y absolutos sobre cuadrados de tela. Robbie solo acertaba la mitad de las veces, mientras que Jac no fallaba ni una sola. Con el estudio, Robbie había mejorado, pero nunca tendría la habilidad innata de ella. Su padre decía que Robbie tenía la fe y Jac la nariz, y que mientras trabajasen los dos juntos, Casa L’Etoile tendría el futuro asegurado durante otra generación. Lo que ocurría era que ya no trabajaban juntos, y ahora la casa peligraba.

Al menos Robbie ya estaba en Nueva York, con la certeza de que era el buen momento para su enfoque zen: fragancias serenas y espartanas, basadas en acordes naturales orquestados para crear sensaciones de espiritualidad, meditación y unión. Alguien se prendaría de sus nuevos perfumes.

Y quizá también fuera el momento de que le tocara a Robbie, entre todos los L’Etoile, descubrir un olor de gran antigüedad que podía resultar aún más importante para el negocio familiar.

Al llegar a la gran puerta de madera, inspeccionó el bajorrelieve de un gran pájaro que surgía del fuego con una espada entre sus garras. En uno de los trozos de cerámica había un glifo que representaba un ave similar. Inspeccionó la imagen mítica y, resistiéndose a la tentación de sacar las fotos del maletín y comparar allá mismo los dos fénix, levantó la mano y llamó al timbre.

Al cabo de unos segundos oyó un zumbido de respuesta, y abrió la puerta. Cruzarla fue un viaje en el tiempo. La decoración era decimonónica. Un candelabro de Tiffany proyectaba suaves reflejos verdes y azules en el pulido suelo de mármol blanco y negro del vestíbulo. Junto a una mesa de madera dorada había una maceta con una palmera, de largas y pobladas palmas.

—¿Puedo ayudarle en algo?

Un recepcionista le indicó que se acercase.

—Tengo una cita con Griffin North.

—Sí… el señor L’Etoile. Saldrá dentro de un minuto.

Mientras esperaba, Robbie siguió admirando la decoración. Él habría dicho que las molduras de los techos altos y las que enmarcaban el papel coloreado, de un art nouveau otoñal, eran originales, aunque en América nunca se podía tener esa seguridad. Su
maison
familiar de París se remontaba a mediados del
XVIII
. No estaba bien demoler el pasado para dejar sitio al futuro. Se perdía conocimiento. El arte de mantener viva una cultura estribaba en la mezcla, como el de hacer perfumes.

—¡Robbie! Qué alegría verte —dijo Griffin, acercándose con largos pasos.

Se saludaron a la francesa, con un beso en cada mejilla.

Durante su primer verano con Jac, Griffin había estado en Grasse, en casa de la abuela, y a Robbie, que entonces tenía trece años, le había impresionado mucho aquel estadounidense de diecinueve que tanto sabía sobre la arqueología de la zona. Hicieron los tres decenas de excursiones a yacimientos romanos, para explorar las ruinas y restos del pasado, y las leyendas que contaba Griffin sobre los cátaros de los siglos
XII
y
XIII
que habían vivido en aquellas montañas hasta ser exterminados en la época de la Inquisición hicieron descubrir a Robbie la idea de la reencarnación, que con el tiempo le conduciría hasta el budismo y cambiaría su vida.

Examinó a su amigo. El pelo ondulado que caía por su frente seguía siendo recio, aunque sembrado de hebras plateadas. En las comisuras de su boca, la risa había dejado arrugas, pero los ojos del explorador, de un azul grisáceo, seguían tan inquisitivos como siempre.

En cierta ocasión, el lama Yeshe, con quien había hecho Robbie sus estudios de budismo, había dicho que estar seguro de uno mismo no es sentirse superior, sino independiente. Griffin siempre había parecido inteligente, pero sin condescendencia, y seguro de sí mismo, pero sin arrogancia.

Robbie sabía que era porque a su amigo no le habían salido las cosas con facilidad. En su penúltimo año de instituto, su padre, jugador inveterado, se había despedido a la francesa, dejando solo deudas y una segunda hipoteca a la que no podía hacer frente el sueldo de su esposa. Griffin compaginó el trabajo con sus estudios, primero de grado y luego de posgrado, en arqueología. La pena derivó en resolución; la soledad, en energía. Cada descubrimiento, cada nueva idea, le separaban más del sino de su padre.

—No nos habíamos visto en demasiado tiempo —dijo Griffin, llevando a su amigo por un pasillo iluminado con apliques de cristales de colores—. Creo que al menos seis años.

—Nueve. Deberías viajar más a menudo a París.

—No te lo discutiré. Trabajo demasiado.

—¿Demasiado cerebro a expensas del alma?

Robbie temía que su hermana tuviera el mismo problema. Cuando miraba a sus compañeros de estudio del
zazen
, o meditación sentada, y a sus conocidos lamas, le parecían capaces de reconocer las deficiencias y los sufrimientos del mundo, pero sin perder de vista el sentido del gozo de cuando eran más jóvenes. El cansancio no afectaba igual a quien vivía con la conciencia despierta.

—Ahora mismo mis problemas son mucho más prácticos. Los colegios privados cuestan una fortuna, y el abogado para divorciarse, ni te cuento.

—¿Divorciarse? —Robbie detuvo a Griffin con el brazo. Gracias a la luz cálida que les bañaba, pudo ver la tristeza en los ojos de su amigo—. O sea, que sí que es tu alma. Lo siento. ¿Estáis seguros?

—Pues la verdad es que no. Legalmente ya está todo bastante avanzado, pero a los dos nos preocupa demasiado nuestra hija y cómo le pueda sentar, y hemos decidido concedernos un par de meses más antes de firmar los papeles. No hay acritud. Es simple estancamiento. Cuando estoy por aquí, me alojo en el estudio de abajo, el que alquilábamos.

—¿Cuándo vuelves a la excavación de Egipto?

—Como muy pronto en otoño.

Desde que se licenciara, trabajaba en una excavación a ciento ochenta y seis kilómetros al oeste de Alejandría, donde buscaban las tumbas de Cleopatra y Marco Antonio. También tenía un libro publicado, y cada otoño daba clases en la Universidad de Nueva York. La separación le había hecho posponer el viaje a Egipto; por eso trabajaba unos meses en la biblioteca de la Phoenix Foundation, investigando los orígenes de la teoría de la reencarnación en la antigua Grecia.

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