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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

El legado del valle (4 page)

Los tres primeros caballeros, entre los que se encontraba en el centro el anciano de luenga barba, seguidos por un hombre vigoroso vestido con ropas de campesino, desenvainaron las espadas y sin apenas aminorar el paso, degollaron en un instante a los sicarios del dominico. Su sangre tiñó con arcos de color carmesí las lonas blancas de la entrada del pabellón.

Al entrar en la tienda, se ofreció a los ojos de los caballeros un espectáculo aterrador: las largas bancadas con las macabras herramientas del oficio de verdugo puestas por orden, salvo las que ya habían sido utilizadas en el cuerpo de la mujer; los braseros con los ganchos y las tenazas al rojo vivo; el olor a sangre y carne quemada.

Con una ira mal reprimida que amenazaba con desatarse, el caballero apretó la mandíbula con un crujido audible. Miró a los tres dominicos que trataban de esconderse detrás del propio Mariano de Magás y a la mujer, tendida en el banco, atada de pies y manos, inconsciente.

—¡Cómo os atrevéis a irrumpir en esta tienda, a hollar este suelo! —rugió el infame clérigo mientras se interponía entre los caballeros y la mujer—. Soy Mariano de Magás, inquisidor al servicio del Papa. Mientras sigan las tareas de este Santo Tribunal, el terreno que pisáis es sagrado, e interrumpir nuestra labor conlleva excomunión y muerte en la hoguera.

De un manotazo, Jean de Badoise apartó al inquisidor, que con la violencia del golpe fue a estrellarse contra un brasero.

Le dio la espalda al monje que, en aquellos momentos, trataba de liberarse de las ascuas que amenazaban con prender su hábito. Se dirigió hasta la mujer y con un puñal que sacó de su cinto cortó las ligaduras que le aprisionaban los pies y las manos. Alzó su mano hasta el cuello y soltó el broche de complicado diseño árabe que sujetaba la negra capa de lana que hasta ese momento llevaba. Con ella, siempre de espaldas, cubrió la desnudez de la mujer y con infinita ternura le susurró al oído:

—Todo acabó ya, valiente señora, todo acabó; vos no debéis morir, no podéis. Es esencial vuestra existencia.

Como una oración aprendida, el caballero continuó con voz baja, apenas audible para los demás presentes en la tienda:

—El nuevo Santuario es el Valle del Bovino; el Señor, Erill; nuestro aliado, el Temple.

En respuesta a la dulzura de la voz del anciano, Charité abrió sus ojos verde agua. Rodaban por sus mejillas mansas lágrimas de satisfacción, y en la dulce langue d'Oc, con un hilo de voz, musitó:

—El ternero en la cañada, el ternero muerto, mirad en su interior… el Legado vuelve a estar a salvo.

El caballero la acunó entre sus brazos como la niña que entonces era, la levantó en vilo y la entregó al hombre que les acompañaba, el único que vestía calzas y jubón de campesino. No era otro que Amiel Aicart, perfecto y conocedor a través de la tradición druídica de los secretos de las plantas y la medicina.

Al volverse, ya sin la capa, en su hábito blanco que hasta ese momento había permanecido oculto, brillaba con luz propia la cruz paté, insignia de los ordenados como Caballeros del Temple, los pobres caballeros de Cristo.

—Pero, pero… vos sois un templario —dijo Magás sin acabar de creer lo que sus ojos presenciaban—. Debéis obediencia absoluta al Papa y a Roma.

No era de extrañar la existencia de relaciones entre cátaros y templarios. Estos últimos, sobre cuyos hombros recaía el peso militar de la defensa de los Santos Lugares, habían entrado en vías de entendimiento con el hasta la fecha enconado enemigo y abogaban por la confraternización con los musulmanes.

Coexistencia pacífica de ambas religiones. Roma extirpó de raíz esos vínculos: exigía la guerra a ultranza. Esa cerrazón de la curia acercó a los templarios al mensaje cátaro.

«La paradoja es que demasiada sangre vertida nos ha acercado. Pero a ti, perro, no te voy a dar explicaciones», pensó el anciano caballero, mientras miraba con desprecio al religioso.

Mariano de Magás constataba la veracidad de los rumores en relación a los venidos de ultramar, templarios contaminados por la herejía, convictos de inteligencia con los sarracenos.

—Arrepiéntete, templario, arrepiéntete en nombre de Roma —le reconvino el dominico, crucifijo en mano, mientras a su espalda escondía un cuchillo de destazar que había recogido de una mesa—. Eres un traidor a nuestra Iglesia, debes obediencia al Santo Padre.

—¿Traidor a nuestra Iglesia? —gruñó De Badoise, a quien no le había pasado inadvertida la torpe maniobra del clérigo—. ¡Vosotros seréis durante los siglos venideros la vergüenza de la nuestra! —rugió, para luego, con las dos manos, descargar la pesada espada en un mandoble que hendió en dos el rasurado cráneo del dominico.

Había pasado una semana.

Bajo los cuidados prodigados por Amiel, Charité se recuperaba con lentitud de sus heridas y, con más dificultad si cabe, de la sorpresa causada por las revelaciones del verdadero Legado.

Se hallaba sentada en un catre de campaña a la puerta de una de las tiendas del campamento. Ya lograba incorporarse y descansaba los pies, que habían entrado en vías de curación, en un escabel taraceado. Respiraba el aire fresco de la mañana mientras un tímido sol naciente dibujaba volutas doradas en el interior de sus ojos verdes.

A su lado se encontraba Jean de Badoise, que no se había separado de ella ni un solo momento.

—Debía ser así como ha sido, mi señora. El Círculo íntimo lo sabía desde siempre.

Charité contemplaba con la mirada perdida la explanada que se abría frente al campamento. Veinte caballeros templarios y treinta sargentos de la Orden, que aspiraban algún día a hacer los votos y vestir hábito blanco, se ejercitaban en el manejo de las armas a caballo. Hasta ellos llegaban con nitidez las voces de mando y el entrechocar de aceros.

—Entonces lo que oculté en el ternero muerto… —murmuró mientras dirigía su mirada al caballero.

—Un apéndice de un todo.

Con resignación, Charité bajó la mirada al suelo y asintió.

—Mi señora, es vuestro deber romper los votos. El Legado es para siempre, es eterno y así deberá seguir. Ahora en el Valle del Bovino; mañana, en el mundo entero.

2

U
no acaba por acostumbrarse.

Al ruido ensordecedor que se clava en el cerebro; casi en el pensamiento. A la incomodidad, a la falta de espacio. Al leve pero incesante dolor de nuca.

Me despertó el singular sonido, discreto y breve. Se iluminó el icono correspondiente. Debía abrocharme el cinturón de seguridad. Entreabrí un ojo para consultar mi reloj: en España, las once y media de la noche. Había pasado la mayor parte del tiempo dormido, cansado por la pesadez de la conexión en Heathrow, tras once horas de vuelo desde que partiera de Kampala, donde viví otra caótica espera en el aeropuerto de Entebbe.

Sí, uno acaba por acostumbrarse a eso y a mucho más, pero nunca a la añoranza.

A pesar de estar próximo el aterrizaje, no se advertían luces desde las alturas. «Estará nublado», me dije con la mirada perdida en la ventanilla. La azafata retiró y plegó mi bandeja.

—Qué estupidez —murmuré.

—Es la normativa, señor.

—Disculpe, no me dirigía a usted, hablaba solo —respondí azorado.

Sí; lo de la estupidez iba por mí mismo. Porque ya me invadía la nostalgia cuando tan sólo dos días me separaban de mi hogar: Uganda; el hotel Kabalega, a pocos kilómetros de Butiaba, en la ribera oriental del lago Alberto.

Inadvertido paraíso. Un acogedor establecimiento que hospeda adinerados occidentales con sed de aventuras y de nuevas experiencias. En mi opinión, el perfil de nuestra clientela se corresponde con esnobs insatisfechos que, con la excusa de ver cuatro gorilas entre ríos caudalosos, desean convivir con la miseria. Quizás ello les haga sentirse más reconfortados cuando regresan a sus lugares de origen.

El hotel se nutre del turismo que atrae el propio encanto del lago (cuya orilla occidental pertenece ya a la República Democrática del Congo), situado a medio camino entre los parques nacionales del suroeste: Bwindi y Mgahinga, última reserva mundial de gorilas en libertad; y el del norte, las cataratas Murchison, también denominado parque nacional Kabalega (de ahí el nombre de nuestro hotel).

Millares de especies en un gigantesco ecosistema que conforma un escenario único, tanto como la singularidad de las vivencias que se sienten ahí.

Descendíamos. Todo vibraba. Parecía que viajáramos en un todoterreno. Volvió a oírse el mismo tono de aviso, otra vez acompañado por el parpadeo del símbolo correspondiente.

Extraño. Jamás me sentía así en mis habituales viajes a Londres, para informar a los propietarios del hotel. Con toda seguridad, tantos años sin pisar suelo español me invitaban ahora a la reflexión.

Y mis pensamientos desgranaban mi propia historia; recordaba etapas, repasaba pasajes, rescataba anécdotas que parecían olvidadas por la lejanía, entre sacudidas y vaivenes, a través de nubes cuyo vapor quedaba misteriosamente iluminado por el foco del ala, y que se rendían al descenso del avión.

Mi memoria evocó sensaciones vividas el día en que recibí una oferta de trabajo de la Universidad Central, donde cursé mis estudios empresariales. Eso cambiaría mi vida.

Acepté sin dudar, a mis veintiséis años, el reto de dirigir un plan de negocio en Uganda, a pesar de los conflictos que azotaban el país. Un proyecto basado en la construcción de un hotel y su consolidación dentro del mercado turístico, con dos únicos operadores, uno en Londres y otro en Nueva York.

No había regresado desde entonces, cuando me alejé de una ciudad que ya no sentía mía, de un pasado que también me parecía ajeno y que ahora se revolvía en mi interior.

De repente se apagaron las luces interiores y se dejó oír el piano de Bill Evans:
Minha, All mine
. Como amante del jazz, conocía ese tema de triste registro, cuyos acordes amenizaron la contemplación del espectáculo: una ciudad radiante que al principio apenas se percibía entre nubarrones intermitentes, hasta que por fin se presentó iluminada, nítida y esplendorosa; una urbe de trazo perfecto.

«Señores pasajeros, en diez minutos aterrizaremos en el aeropuerto de El Prat. La temperatura en Barcelona es de diecinueve grados y el cielo está ligeramente nublado.» ¿Cómo sería ahora Barcelona?

Antes de encontrar una respuesta, un nuevo control de aduana. Molesto, como todos. Un imperativo donde debía separarme de los míos en un pasillo que finalizaba bifurcado: el de los ciudadanos de la Europa comunitaria y el de otros países. Observé con disimulo a quienes se apartaban de mí, aquellos a los que, sin importarme su origen o raza, considero más próximos: mis hermanos africanos. En sus ojos siempre encuentro miradas de incertidumbre, por el miedo que arrastran a sus espaldas. Esa expresión sufrida que parecen llevar escrita en sus genes, adherida a sus pupilas vacilantes que imploran constantemente ayuda desde la más absoluta dignidad.

—Bienvenido.

El agente me saludó con las primeras palabras que oía pronunciar en español en mucho tiempo. Demasiado tiempo.

A cada paso, mi mochila golpeaba con alguno de los que aguardaban a sus amigos o familiares, con la inquietud del ansiado reencuentro.

—Nunca me espera nadie —musité mientras me dirigía hacia la parada de taxis, donde me reencontré con uno de esos rasgos imborrables que señalan de forma inequívoca los lugares: ahí estaban los taxis bicolores barceloneses.

—Al hotel Hilton, por favor —indiqué al cerrar la portezuela.

Fue arrancar y recibir uno de esos mensajes estériles: «Vodafone le da la bienvenida a España. Gracias». Aproveché para comprobar en mi móvil la hora en que estaba citado al día siguiente: Notaría Gabarro, viernes 15 de octubre, a las once de la mañana. Eso me permitía no tener que madrugar.

—¡Bien! —murmuré.

—¿Decía? —preguntó el taxista mientras me escrutaba por el retrovisor.

«Otra vez», pensé.

—Nada, perdone; hablaba solo.

—Eso es que está usted cansado, seguro que viene de lejos.

—Cierto —sonreí—. Ha dado usted en el clavo: me siento cansado y vengo de lejos.

—¿De dónde viene usted?

—De África, de Uganda.

—¡Caramba! —exclamó el hombre, que tal vez ni sabía dónde estaba ese país—. Unas buenas vacaciones.

—Nada de vacaciones. Trabajo allí.

—Entonces, viene aquí de vacaciones.

—No exactamente.

Empecé a pensar que el tipo era un absoluto fisgón, pero hacía tanto que no me expresaba en español que me apeteció seguir aquella conversación.

—Vengo a resolver algunos temas burocráticos, administrativos, ya sabe, hace mucho que no estoy por aquí.

—¿Es usted de Barcelona?

—Más o menos. Viví aquí durante muchos años, aunque nací en Lleida, en el Valle de Boí, en el Pirineo. ¿Sabe dónde le digo?

—Sí, claro. Lo conozco por referencias de gente que pasa allí el verano y que en invierno va a esquiar.

—¿Esquiar? No sé si hablamos de lo mismo…

Me pareció que el taxista confundía el valle.

—Sí, sí, esquiar, creo —dudó ante mi pregunta, y luego prosiguió su particular interrogatorio—: No tiene usted acento de ser de por aquí.

—Es que hace mucho que no venía. ¡Hace veintiún años que sólo hablo en inglés!

—¿Qué me dice? Ya le notaba yo. Tiene un acento extraño. Yo me fijo mucho en eso, con tanta gente que entra y sale de mi taxi. ¿Y qué le trae aquí después de tanto tiempo?

Efectivamente, era un entrometido de narices, pero empezaba a disfrutar de la charla.

—Verá, una herencia. Murió la última persona que me quedaba en la familia, y parece que me ha nombrado heredero de una pequeña casa de pueblo, en el Pirineo.

—Vaya, sí que lo siento.

—Oiga —le dije—, es que no reconozco casi nada de Barcelona.

—No sabe usted lo que ha cambiado en estos últimos años. ¡Algo increíble!

Afloraba ante mí esa nueva ciudad, que descubría sorprendido como un niño; una urbe viva y cambiante, casi desconocida para mí.

No tardamos mucho en llegar al hotel. Su fachada, de líneas sobrias, contrastaba con su interior, decorado con esmero.

—Buenas noches —saludé al recepcionista al tiempo que ofrecía mi pasaporte.

—Bienvenido —respondió al consultar su monitor. Su expresión delató casi al momento la recomendación que habían realizado desde Londres—: Señor Miró, tiene usted reservada una suite. Me han indicado desde Xtream Tours que le informe de que toda su estancia está pagada. Mañana dispondrá de su coche de alquiler: un Lexus SC,
full equip
—añadió con una leve sonrisa.

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