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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (41 page)

BOOK: El laberinto de agua
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—Perdone que le moleste. Soy Ralph Abbot —se presentó el desconocido—. Le he oído hablar con Sally, la camarera.

—Sí, así es. ¿Qué desea?

—Creo que está buscando un guía para ir a Clark Peak. Yo podría llevarlo hasta allí si no le importa hacer el viaje junto a otro turista. Es un montañero alemán. Quiere escalar la ladera del Capítol Peak en unos días, cuando mejore el tiempo, y antes quiere estudiar la zona. Como les voy a acompañar a los dos, ¿le podría llevar por trescientos dólares?

—De acuerdo, me parece perfecto.

—¿Dónde quiere que nos veamos?

—Podríamos vernos en la oficina del sheriff de Pitkin. Voy a estar allí y creo que Clark Peak está cerca.

—Sí, está a menos de diez kilómetros al sur de Pitkin —confirmó Abbot.

—Si le parece, le espero sobre las tres de la tarde.

—Allí estaré —respondió.

Una vez solucionada la cuestión del guía, Sampson cruzó la calle nuevamente para dirigirse hacia la tienda de fotografía.

—Tenemos ya sus copias —dijo el empleado de la tienda—. La ampliación ha salido con demasiado grano y hemos tenido que bajar la calidad para poder dejar lo más clara posible la imagen que quería usted destacar, pero creo que ha quedado bien.

—Sí, ha quedado muy, muy bien —corroboró el abogado entre dientes mientras con un cuentahilos observaba el octógono de tela que aparecía en primer plano. Estaba claro que los asesinos que seguían de cerca a Afdera se habían acercado mucho más a sus padres hacía veinte años.

La siguiente parada sería la ciudad de Pitkin, situada a pocos kilómetros al norte de Aspen. Sampson Hamilton había quedado con el sheriff Garrison.

El todoterreno redujo la velocidad al observar su conductor a una patrulla del Departamento del Sheriff escondida tras la valla de bienvenida. Había quedado con Garrison en el Cirque Bar & Grill, en Daly Lane. Al entrar en el local, una joven veinteañera vestida con un disfraz de campesina se acercó a él.

—¿Desea usted una mesa?

—No. He quedado con el sheriff Garrison.

—¡Oh, sí! Está sentado allí —dijo la joven, señalando una mesa al fondo de la sala. Un hombre alto, vestido con un uniforme en el que destacaba una placa dorada, estaba echando la bronca a tres adolescentes que se encontraban firmes ante él.

—¿Sheriff Garrison?

—Sí, soy yo. Espere un momento a que termine con estos tres gamberros.

Garrison era el típico sheriff de una comunidad pequeña que se ha pasado toda su vida profesional en las carreteras y montañas que rodeaban Pitkin. Hacía veinte años, era tan sólo un joven agente que creía firmemente en el lema de la policía: «Servir y proteger». Ahora, ya más entrado en años, aquellas palabras muchas veces le sonaban un poco huecas.

—Si quiere, ya podemos hablar —propuso Garrison.

—No sé si el detective Winkerton le ha explicado el motivo de mi visita.

—Me dijo que era usted abogado, que había vertido desde Europa y que estaba investigando para una clienta un accidente sucedido hace casi veinte años.

—Sí, así es.

—¿Y qué desea saber?

—En 1963 fallecieron en un extraño accidente John Huxley y su esposa, Genoveva Brooks. Al parecer, ambos salieron a escalar en la zona de Clark Peak y no regresaron vivos. Necesito saber qué ocurrió.

—Recuerdo aquel caso porque ese día estaba atendiendo un accidente en la carretera de Snowmass Creek. Cuando me llamó Winkerton, revisé los archivos del departamento y leí las incidencias de ese día. En el informe a mi superior, escribí que recibí la primera llamada sobre las seis de la tarde, después de que alguien llamase al Departamento del Sheriff para dar el aviso.

—¿Recuerda el nombre de la persona que llamó?

—No, pero creo que eran dos campistas que habían visto a las víctimas caminando por un sendero cercano a Clark Peak junto a un guía.

—¿Iban con un guía?

—¡Claro! A nadie en su sano juicio se le ocurriría penetrar en las gargantas de Clark Peak sin un guía. Déjeme decirle algo: hace pocos años, un grupo de jóvenes entró en esa zona de bosques y se perdieron. Estuvimos nueve días buscándoles hasta que los encontramos, absolutamente desorientados y hambrientos. Si no se tiene experiencia, es mejor ir con un guía.

—Sí, pero John Huxley y Genoveva Brooks tenían experiencia en escalada de alta montaña —apuntó Sampson—. ¿No le parece extraño que fuesen unos campistas quienes diesen la alerta y no su guía?

—Sí, es cierto... Ahora que lo dice, recuerdo que aquello le llamó la atención al sheriff Bradlee, pero no sé por qué, no se investigó —afirmó Garrison.

—Tengo aquí una fotografía y necesito que me diga por qué se hizo —dijo el abogado, poniendo sobre la mesa la imagen de la cuerda.

—Viendo esta imagen lo más seguro es que al agente que llevó a cabo la investigación del accidente le llamara la atención el extremo de la cuerda.

—¿Por qué es tan especial?

—Si se fija usted en el extremo, la cuerda aparece con pequeños hilos, todos ellos del mismo tamaño. Lo más seguro es que esa cuerda fuese cortada.

—¿Y no pudo ser que se hubiese roto por el roce con la piedra?

—Se ve que usted no es escalador. Para que una cuerda sea aceptada para escalada debe antes haber sido homologada por organismos especializados. Por ejemplo, el alma y la camisa deben tener unas medidas de resistencia especiales.

—¿Qué es eso?

—El alma es lo que va por dentro de la cuerda, es la responsable del ochenta y cinco por ciento de la resistencia. La camisa es lo que va por fuera, lo que vemos; sirve, sobre todo, para proteger el alma. Si usted mira con atención la imagen, verá que los flecos que quedan, tanto del alma como de la camisa, son del mismo tamaño; por tanto, lo más seguro es que haya sido cortada con algo afilado. Si, por el contrario, el corte hubiese sido provocado por el filo de una roca, los flecos serían desiguales. Como si hubiese sido deshilachada —aseguró el sheriff Garrison.

—¿Podría haberse roto por sí sola?

—Sí, es posible, pero no creo que a sus clientes les sucediese eso. Sencillamente, porque las cuerdas que se rompen son siempre de montañeros jóvenes que vuelven a utilizar una vez tras otra las mismas cuerdas sin contar con la abrasión o el desgaste.

—¿Podría el peso de dos personas haber provocado la rotura de la cuerda?

—Como le digo, todo es posible, aunque poco probable. Esa cuerda de la fotografía es dinámica, es decir, permite un estiramiento. Las estáticas o semiestáticas son cuerdas que no se recomiendan para la escalada.

—¿Por qué? ¿Qué diferencia hay?

—Muy sencillo. Se lo explicaré: no sirven para asegurar a alguien que pueda caer desde un plano que se encuentre por encima del punto de aseguramiento, no pueden absorber la energía que se produce en una caída.

—¿Cree que eso fue lo que les pasó a John Huxley y Genoveva Brooks?

—Es posible, aunque sin ver el informe del forense es difícil de asegurar.

—¿Cree que alguien pudo cortar la cuerda de la que colgaban John y Genoveva?

—Es probable.

—¿En qué porcentaje de probabilidad?

—En un noventa por ciento, tal vez un noventa y cinco.

—Veamos, mi pregunta es la siguiente: ¿por qué no se investigó como un posible homicidio y sí como un accidente?

—Le contaré algo, abogado. Hace veinte años, entre el Departamento de Policía de Aspen y el Departamento del Sheriff del condado de Pitkin éramos tan sólo veintidós agentes para una población estable cercana a los cuatro mil habitantes, más otros ocho mil en época de esquí. Por tanto, tocaba un agente por cada quinientos cuarenta y cinco habitantes. Los oficiales de policía de aquel entonces hacíamos de todo: desde reparar piernas rotas de excursionistas a poner multas de carretera por exceso de velocidad, regular el tráfico e incluso funcionábamos como policía antidisturbios los sábados por la noche para evitar el gamberrismo de los borrachos en ciudades separadas por decenas de kilómetros de carreteras llenas de nieve. Como ve, no es nada fácil investigar un hecho así.

—No estoy criticando a su departamento, pero sí me sorprende que a nadie se le pasara por la cabeza que, con estas sencillas pruebas, podría haber sido un homicidio en lugar de un accidente de montaña —afirmó Sampson algo molesto.

—No había tiempo ni personal para investigar.

—¿Podría hablar con el sheriff Bradlee?

—Lo dudo. Murió hace siete años.

—¿Y con algún agente que acudiese al lugar del supuesto accidente?

—No queda nadie más que yo de aquella época.

—¿Quién era el guía de John Huxley y Genoveva Brooks?

—No lo sé. Nunca se le interrogó.

—Muchas gracias, sheriff, no tengo más preguntas que hacerle. Le agradezco mucho su ayuda.

—¿Qué va a hacer ahora? ¿Piensa regresar a Europa?

—No, antes quiero darme una vuelta por Clark Peak, el lugar donde encontraron los cuerpos. Tal vez eso me dé una pista.

—¿Piensa ir solo hasta allí?

—No, he contratado en el bar de Johnsie, en Aspen, a un guía llamado Ralph Abbot o algo parecido. He quedado aquí con él.

—¡Qué raro! Conozco a la mayor parte de los guías de esta zona y ese tal Abbot no me suena. Tal vez haya venido para la temporada desde Crawford, la ciudad al otro lado del Capítol Peak. Allí hay menos turistas y los guías prefieren acercarse a Aspen para cazar algún visitante.

—Bueno, sheriff, ya es hora de marcharme. Quiero darle las gracias por todo y por sus informaciones. Por lo menos me voy a Europa con una idea más clara de lo que sucedió aquel día de 1963 —dijo Sampson, estrechando la mano del sheriff.

Al salir del local, un viento frío azotaba Pitkin. Al final de la calle, Sampson divisó un todoterreno rojo abollado con las luces de emergencia encendidas. Pudo distinguir la figura de Abbot al volante y al escalador alemán sentado en el asiento de atrás.

—Le estábamos esperando. ¿Todo bien? —preguntó el guía.

—Todo bien.

El todoterreno ascendió en dirección a Mount Daly durante varios kilómetros hasta que finalmente se detuvo.

—Muy bien, aquí termina el camino —indicó el guía—. Desde aquí debemos continuar a pie.

Durante todo el trayecto el alemán había permanecido en silencio o respondiendo a Sampson con monosílabos. Sí y no eran sus únicas respuestas. Al abogado le llamó la atención que el escalador dijese haber nacido en Dresde y no conociese las minas de lignito situadas a pocos kilómetros al oeste de la ciudad. El escalador eludió dar más explicaciones a Sampson y permaneció en silencio el resto del trayecto.

Los tres hombres comenzaron a ascender en fila india. Primero el guía y después Sampson, seguido por el escalador alemán. Unos pocos kilómetros más allá comenzaron a divisar los primeros peñascos cercanos a Clark Peak.

Abbot ascendió rápidamente y con agilidad el primer peñasco mientras colocaba puntos de seguridad para los dos hombres que le seguían en la cordada. En pocos minutos, los tres se encontraban a unos cien metros de altura.

—Debemos escalar esta segunda pared. Ahora, subiré yo primero y después usted —indicó el guía al alemán—. Usted será el tercero —dijo señalando a Sampson—. Es muy fácil. Sólo tienen que asegurarse la cuerda de seguridad como les he enseñado y agarrarse a la pared.

Abbot y el alemán subieron con bastante rapidez, dejando a Sampson el último. Cuando el abogado apoyó su mano en el filo de la roca, el alemán se adelantó y pisó con su bota la mano de Sampson, provocándole un grito de dolor.

Mientras el dolor se hacía cada vez más insoportable, el guía alargó su mano para intentar alcanzar el mosquetón que sujetaba a Sampson a la cuerda de seguridad y soltarle.

El padre Demetrius Ferrell continuaba aprisionando la mano del abogado mientras Sampson luchaba con el padre Osmund. Si el asesino del Octogonus deseaba liberarle del mosquetón iba a tener antes que soltarse él mismo de su seguridad.

Sampson notaba ya cómo la sangre procedente de sus dedos rotos comenzaba a correrle por las muñecas, pero Ferrell no estaba dispuesto a soltar su presa. En un momento, el abogado pudo ver cómo Osmund, el segundo asesino, se soltaba de su mosquetón de seguridad.

Con un rápido movimiento y con la mano que mantenía aún libre, agarró por la cazadora a Osmund y tiró de él hacia sí. El padre Osmund quedó con los pies colgando en el vacío, a quinientos metros de altura.

—Si quieres que tu amigo sobreviva, ayúdame a subir —gritó Sampson a Ferrell, sin darse cuenta de que Osmund había comenzado a recitar algo en latín.


De duobus malis minus est semper eligendum,
siempre es mejor escoger el menor de los males.

Al finalizar la frase, el padre Osmund dio un fuerte tirón para soltarse de la mano de Sampson y dejarse caer al vacío. Los dos hombres vieron cómo el cuerpo de Osmund caía sin remedio, golpeando y rebotando en los salientes de la roca hasta estrellarse en el fondo.

Sólo sujeto por la bota del padre Ferrell, el abogado sintió que las fuerzas le abandonaban. Había llegado su hora y sin duda aceptó su destino. Desesperanzado, intentó alcanzar con la mano libre un saliente de la roca húmeda. Cuando su vida había comenzado a pasar ante sus ojos, incluido el rostro de su querida Assal, un sonido seco procedente del fondo del valle rompió el profundo silencio.

Sampson notó cómo el pie de Demetrius Ferrell reducía su presión sobre los dedos rotos de su mano y su cuerpo caía justo al borde del precipicio con un orificio en el cráneo. Alguien le había disparado con un rifle de caza.

Poco tiempo después, un helicóptero del Servicio de Rescate de Montaña evacuaba hacia el Aspen Valley Hospital a un Sampson inconsciente. Por la noche, el abogado, aún bajo los efectos de la anestesia, comenzó a recuperar la consciencia.

—Hola, sheriff.

—Hola, abogado —respondió Garrison.

—Le debo la vida. Si usted no hubiese disparado a aquel tipo, ahora estaría en el fondo del valle.

—Dele las gracias a mi puntería, a mi Winchester y a la lata que me daba mi padre para que aprendiese a disparar. Esas tres cosas le han salvado la vida.

—Muchas gracias, sheriff —dijo Sampson antes de volver a quedarse dormido por efecto de la anestesia.

El informe final del Departamento del Sheriff del condado de Pitkin demostraba que los dos hombres muertos en Clark Peak habían intentado asesinar al abogado.

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