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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (36 page)

—No me pertenece.

—¿Ignorabais su existencia?

—La han puesto aquí sin que yo lo supiera.

—Falso —intervino Suti—. Vos mismo ordenasteis su traslado. Pensabais que, en este rincón perdido, estaríais a salvo.

—¿Me espiabais?

—¿De dónde procede este hierro? —preguntó Pazair.

—Me niego a contestar a vuestras preguntas.

—En ese caso, estáis arrestado por robo, ocultación y obstrucción al desarrollo de una investigación.

—Negaré, y os lo desestimarán.

—Seguidnos u ordenaré al policía nubio que os ate las manos.

—No escaparé.

El interrogatorio obligó al escribano Iarrot a hacer horas suplementarias, mientras su hija, laureada en el curso de danza, daba una representación en la plaza principal del barrio. Malhumorado, no tuvo sin embargo que trabajar, pues Chechi no respondió a ninguna pregunta y se encerró en un estricto mutismo.

Paciente, el juez insistió.

—¿Quiénes son vuestros cómplices? Apoderarse de un hierro de esta calidad no es cosa de un solo individuo.

Chechi miró a Pazair a través de sus entornados párpados. Parecía tan inexpugnable como una fortaleza de los Muros del rey.

—Alguien os ha confiado este precioso material. ¿Con qué intención? Cuando vuestros experimentos resultaron positivos, despedisteis a vuestros colaboradores utilizando la tentativa de robo de Qadash para acusarlos de incompetencia. De ese modo, no habría control alguno de vuestras actividades. ¿Fabricasteis vos esta azuela o la habéis robado?

Suti habría golpeado de buena gana al mudo del bigote negro. Pero Pazair lo habría impedido.

—Qadash y vos sois amigos desde hace mucho tiempo, ¿no es cierto? Conocía la existencia de vuestro tesoro e intentó robarlo. A menos que no hicierais esta comedia para parecer una víctima y alejar de vuestro laboratorio cualquier testigo molesto.

Sentado en una estera, con las piernas dobladas ante sí, Chechi persistía en su actitud. Sabía que el juez no tenía derecho alguno a ejercer una violencia cualquiera.

—Pese a vuestro mutismo, Chechi, descubriré la verdad.

La predicción no conmovió al químico.

Pazair pidió a Suti que le atara las manos y le sujetara a una anilla fija en la pared.

—Lo siento, Iarrot, pero debo pediros que vigiléis al sospechoso.

—¿Cuanto tiempo?

—Estaremos de regreso antes de que anochezca.

El palacio de Menfis era una entidad administrativa compuesta por decenas de servicios donde trabajaba una multitud de escribas. Los químicos dependían de un vigilante de los laboratorios reales, un hombre alto y delgado de unos cincuenta años, a quien sorprendió la visita del juez.

—Me ayuda el teniente de carros Suti, testigo de mis acusaciones.

—¿Acusaciones?

—Uno de vuestros subordinados, Chechi, está arrestado.

—¿Chechi? ¡Imposible! Se trata de un malentendido.

—¿Utilizan vuestros químicos hierro celeste?

—Claro que no. Es muy escaso y está destinado a los templos, sólo para fines rituales.

—¿Y cómo explicáis que Chechi posea una cantidad notable?

—Un malentendido.

—¿Está destinado a una tarea especial?

—Se relaciona directamente con los responsables del armamento y debe controlar la calidad del cobre. Permitidme que responda de la honorabilidad de Chechi, de su rigor como técnico y de su calidad humana.

—¿Sabíais que trabajaba en un laboratorio clandestino, instalado en un cuartel?

—Orden del ejército.

—¿Firmada por quién?

—Por un grupo de oficiales superiores que piden a ciertos especialistas que preparen nuevas armas. Chechi es uno de ellos.

—Pero no estaba prevista la utilización de hierro celeste.

—Debe haber una explicación sencilla.

—El sospechoso se niega a hablar.

—Chechi nunca ha sido muy charlatán; su temperamento es más bien taciturno.

—¿Conocéis sus orígenes?

—Creo que nació en la región menfita.

—¿Podríais verificarlo?

—¿Tan importante es?

—Podría serlo.

—Debo consultar los archivos.

La búsqueda duró más de una hora.

—Eso es: Chechi es natural de una pequeña aldea, al norte de Menfis.

—Dado su cargo, lo verificasteis.

—Se encargó el ejército y no descubrió nada anormal. El controlador puso su sello de acuerdo con las normas y el servicio contrató a Chechi sin temor alguno. Espero que le liberéis en el más breve plazo.

—Los cargos contra él se acumulan. Ahora, al robo se le añade la mentira.

—¡Juez Pazair! ¿No estaréis exagerando? Si conocierais mejor a Chechi, sabríais que es incapaz de cualquier deshonestidad.

—Si es inocente, el proceso lo demostrará.

Iarrot sollozaba en el umbral de la puerta. El asno, desengañado, le contemplaba.

Suti sacudió al escribano mientras Pazair contemplaba la desaparición de Chechi.

—¿Qué ha ocurrido?

—Ha llegado, me ha exigido el acta, ha descubierto dos párrafos incompletos que la hacen ilegal, me ha amenazado con represalias y ha liberado al detenido… Como tenía razón en cuanto a la forma, he tenido que ceder.

—¿De quién habláis?

—Del jefe de la policía, Mentmosé.

Pazair leyó el acta. De hecho, Iarrot no había hecho constar los títulos y funciones de Chechi ni mencionado que el juez realizaba personalmente una investigación preliminar, sin haber sido requerido por un tercero. Así pues, el procedimiento era nulo.

Un rayo de luna se filtraba por los cruceros de una ventana de piedra e iluminaba el reluciente cráneo de Mentmosé, cubierto de ungüento perfumado. Con la sonrisa en los labios, recibió a Pazair con forzado entusiasmo.

—Vivimos en un país maravilloso, ¿verdad, querido juez? Nadie puede sufrir los rigores de una ley excesiva porque velamos por el bienestar de los ciudadanos.

—«Excesivo» es un término que está de moda. También el vigilante de los laboratorios lo ha utilizado.

—No merece reproche alguno. Mientras consultaba sus archivos, ha hecho que me avisaran del arresto de Chechi. Me he dirigido inmediatamente a vuestro despacho, convencido de que se había cometido un lamentable error. Y así era, por eso he liberado inmediatamente a Chechi.

—La falta de mi escribano es evidente —reconoció Pazair—, ¿pero por qué os interesa tanto ese químico?

—Experto militar. Como sus colegas, está bajo mi directa vigilancia; ninguna interpelación es posible sin mi acuerdo. Admitiré que lo ignorabais.

—La acusación de robo levanta la inmunidad parcial de Chechi.

—Acusación sin fundamento.

—Un quebrantamiento de forma no suprime la validez de la acusación.

Mentmosé se puso solemne.

—Chechi es uno de nuestros mejores expertos en armamento. ¿Creéis que iba a poner en peligro su carrera de un modo tan estúpido?

—¿Conocíais el objeto robado?

—¡Qué importa! No lo creo. Dejad pues de mostrar tanto celo para obtener una reputación de desfacedor de entuertos.

—¿Dónde habéis ocultado a Chechi?

—Fuera del alcance de un magistrado que se extralimita en sus derechos.

Suti aprobó a Pazair: no había más remedio que convocar un tribunal en el que jugarían a todo o nada. Pruebas y argumentos serían decisivos a condición de que los jurados no estuvieran a sueldo de sus adversarios, jurados a los que Pazair no podría recusar so pena de ser declarado incompetente. Los dos amigos se convencieron de que la verdad, proclamada durante un proceso público, iluminaría los más obtusos espíritus.

El juez desarrolló su estrategia ante Branir.

—Te arriesgas demasiado.

—¿Existe un camino mejor?

—Sigue el que tu corazón te revela.

—Creo necesario golpear en lo más alto para no dispersarme en detalles secundarios. Centrándome en lo esencial, lucharé más fácilmente contra las mentiras y las cobardías.

—Nunca te satisfarán las cosas a medias; necesitas todo el brillo de la luz.

—¿Me equivoco?

—El proceso que se anuncia exigiría un juez maduro y experimentado, pero los dioses te han confiado este asunto y tú lo has aceptado.

—Kem vigila la caja con el hierro celeste; la ha cubierto con una tabla sobre la que está sentado el babuino. Nadie se acercara.

—¿Cuándo convocarás el tribunal?

—Dentro de una semana, a más tardar; dado el carácter excepcional de los debates, haré que se acelere el procedimiento. ¿Creéis que he localizado el mal que merodea?

—Estás acercándote.

—¿Me autorizáis a solicitar un favor?

—¿Quién te lo impide?

—Pese a vuestro próximo nombramiento, ¿aceptaríais ser jurado?

El anciano maestro miró su planeta tutelar, Saturno, que brillaba con insólito fulgor.

—¿Lo habrías dudado?

CAPÍTULO 36

B
ravo
no se acostumbraba a la presencia del babuino bajo su techo pero, puesto que su dueño lo toleraba, no manifestó animosidad alguna. Kem, taciturno, se limitó a observar que aquel proceso era una locura. Fuera cual fuese su audacia, Pazair era demasiado joven en la profesión para conseguirlo. Aun percibiendo la reprobación del nubio, el juez no dejó de aguzar sus armas, mientras el escribano le proporcionaba formularios y archivos, debidamente verificados. El decano del porche explotaría cualquier imperfección formal.

La intrusión del médico en jefe Nebamon pareció muy indiscreta. Elegante, tocado con una peluca perfumada, se mostraba contrariado.

—Me gustaría hablaros a solas.

—Estoy muy ocupado.

—Es urgente.

Pazair abandonó un papiro que relataba el proceso de un hombre acusado de haber explotado, en nombre del rey, tierras que no le pertenecían; pese a su posición en la corte, o mejor gracias a ella, había sido desposeído de sus bienes y condenado al exilio. Un procedimiento de apelación no había modificado las cosas.

Los dos hombres caminaron por una tranquila calleja, al abrigo del sol. Unas niñas jugaban a las muñecas; pasó un asno, cargado con cestos de legumbres; un anciano dormía en el umbral de su casa.

—No nos hemos comprendido, querido Pazair.

—Siento, como vos, que Sababu siga ejerciendo su culpable profesión, pero ningún texto legal autoriza a inculparla. Paga sus impuestos y no altera el orden público. Me han dicho, incluso, que algunos médicos famosos frecuentan su casa de cerveza.

—¿Y Neferet? ¡Os había pedido que la amenazarais!

—Y os prometí hacer lo que estuviera en mis manos.

—¡Brillante resultado! Uno de mis colegas tebanos estaba a punto de darle un puesto en el hospital de Deir el-Bahari. Afortunadamente, intervine a tiempo. ¿Sabéis que está haciendo sombra a reputados facultativos?

—¿Reconocéis pues su competencia?

—Por más dotada que esté, Neferet es una marginal.

—No es ésa mi impresión.

—Lo que vos penséis me es indiferente. Cuando se desea hacer carrera, es preciso doblegarse ante las directrices de los hombres influyentes.

—Tenéis razón.

—Acepto daros una última oportunidad, pero no me decepcionéis.

—No la merezco.

—Olvidad el fracaso y actuad.

—Estoy haciéndome algunas preguntas.

—¿Sobre qué?

—Sobre mi carrera.

—Seguid mis consejos, y no tendréis que preocuparos más.

—Me limitaré a ser juez.

—No comprendo…

—No sigáis molestando a Neferet.

—¿Os habéis vuelto loco?

—Y no toméis a la ligera mi advertencia.

—¡Vuestro comportamiento es estúpido, Pazair! Os equivocáis al apoyar a una joven condenada al más doloroso de los fracasos. Neferet no tiene porvenir; quien se una a su suerte será barrido.

—El rencor os nubla el cerebro.

—¡Nadie me ha hablado nunca en ese tono! Exijo excusas.

—Intento ayudaros.

—¿Ayudarme, a mí?

—Advierto que os deslizáis hacia la decadencia.

—¡Lamentaréis vuestras palabras!

Denes vigilaba la descarga de un barco de mercancías. Los marinos se apresuraban pues debían zarpar de nuevo hacia el sur a la mañana siguiente, para aprovechar las buenas corrientes. La carga de muebles y especias se dirigía hacia un nuevo almacén que el transportista acababa de comprar. Pronto absorbería a uno de sus más feroces competidores y vería crecer su imperio, que legaría a sus dos hijos. Gracias a las relaciones de su esposa, consolidaba día tras día sus vínculos con la alta administración y no encontraba obstáculos a su expansión.

El decano del porche no solía pasear por los muelles. Andando con la ayuda de un bastón, a consecuencia de un ataque de gota, el magistrado se acercó a Denes.

—No os quedéis aquí, van a empujaros.

Denes tomó del brazo al decano y le llevó hacia la parte del almacén, donde el trabajo ya estaba concluido.

—¿Por qué esta visita?

—Se prepara un drama.

—¿Y estoy mezclado en él?

—No, pero tenéis que ayudarme a evitar el desastre. Pazair preside mañana el tribunal. No he podido negarle la celebración de un proceso que ha requerido de acuerdo con las normas.

—¿Quién es el acusado?

—Ha guardado secreto sobre el acusado y sobre el acusador. Según los rumores, afecta a la seguridad del Estado.

—Los rumores divagan. ¿Cómo puede un juez tan pequeño encargarse de un expediente de tamaña magnitud?

—Bajo su reservado aspecto, Pazair es un verdadero ariete. Carga en línea recta y ningún obstáculo puede detenerle.

—¿Os sentís inquieto?

—Este juez es peligroso. Cumple su función como si fuera una misión sagrada.

—¡Habéis conocido a otros del mismo tipo! Pronto se embotaron.

—Este es más sólido que el granito. Ya tuve ocasión de comprobarlo; resiste de un modo anormal. En su lugar, un joven juez preocupado por su carrera habría retrocedido. Creedme, es un nido de problemas.

—Sois pesimista.

—Esta vez no.

—¿En qué puedo seros útil?

—Me corresponde designar dos jurados, porque he aceptado que Pazair juzgue en el porche. He elegido a Mentmosé, cuyo sentido común nos será indispensable. Con vos, me sentiré tranquilo.

—Mañana, imposible: debo verificar pieza a pieza una carga de vasos preciosos, pero mi esposa lo hará de maravilla.

El propio Pazair llevó la convocatoria a Mentmosé.

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