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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (28 page)

Denes y su esposa, la señora Nenofar, habían aceptado la invitación de Bel-Tran, aunque fuera un nuevo rico de ambición en exceso evidente. El calificativo de advenedizo le iba a las mil maravillas, subrayó ella. Sin embargo, el fabricante de papiro no era desdeñable; su don de gentes, su capacidad de trabajo y su competencia le hacían un hombre de porvenir. ¿No había recibido, acaso, el beneplacito de palacio, donde contaba con algunas amistades influyentes? Denes no podía permitirse olvidar a un comerciante de tanta envergadura. Así pues, había convencido a su esposa, muy contrariada, para que asistiera a la recepción que organizaba Bel-Tran para festejar la inauguración de su nuevo almacén en Menfis.

La crecida se anunciaba adecuada; los cultivos serían correctamente irrigados, todos saciarían su hambre y Egipto exportaría trigo hacia sus protectorados en Asia. Menfis la magnífica rebosaba riquezas.

Denes y Nenofar se desplazaron en una soberbia silla de manos de alto respaldo, provista de un taburete donde apoyaron los pies. Unos brazos esculpidos favorecían la comodidad y la elegancia del porte. Un baldaquino los protegía del viento y del polvo: dos parasoles de la claridad, cegadora a veces, del ocaso. Cuarenta porteadores avanzaban a paso rápido, ante la mirada de los ociosos. Los varales eran tan largos y tan alto el número de piernas que llamaban al conjunto «el ciempiés», mientras los servidores cantaban «preferimos la silla llena que vacía», pensando en los altos honorarios que percibirían a cambio de aquella excepcional prestación.

Deslumbrar al prójimo justificaba el gasto. Denes y Nenofar provocaron la envidia de la asamblea reunida en torno a Bel-Tran y Silkis. Que Menfis recordara, nunca se había visto tan bella silla de manos. Denes barrió los cumplidos con el dorso de su mano y Nenofar deploró la ausencia de dorados.

Dos escanciadores ofrecieron cerveza, y vino a los invitados; el todo Menfis de los negocios festejaba la admisión de Bel-Tran en el estrecho círculo de los hombres poderosos. A él le tocaba ahora empujar la entornada puerta y demostrar sus cualidades imponiéndose de modo definitivo. El juicio de Denes y de su esposa tendría un peso considerable; nadie había accedido a la élite de los negocios sin su asentimiento.

Bel-Tran, nervioso, saludó en seguida a los recién llegados y les presentó a Silkis, que había recibido la orden de no abrir la boca. Nenofar la miró con desdén. Denes observó los locales.

—¿Depósito o almacén de venta?

—Ambas cosas —respondió Bel-Tran—. Si todo va bien, ampliaré y separaré ambas funciones.

—Ambicioso proyecto.

—¿Os disgusta?

—La gula no es una cualidad comercial. ¿No teméis las indigestiones?

—Gozo de excelente apetito y digiero con facilidad.

Nenofar se apartó de la conversación, prefiriendo hablar con antiguos amigos. Su esposo comprendió que acababa de dictar su veredicto; Bel-Tran le parecía un individuo desagradable, agresivo y sin consistencia. Sus pretensiones se harían pedazos como una mala piedra calcárea.

Denes miró a su anfitrión.

—Menfis es una ciudad menos acogedora de lo que parece; pensadlo. En vuestra propiedad del delta, reináis sin discusión. Aquí sufriréis las dificultades de una gran ciudad y os agotaréis en una agitación inútil.

—Sois pesimista.

—Seguid mi consejo, querido amigo. Cada hombre tiene sus límites, no sobrepaséis los vuestros.

—Para seros franco, no los conozco todavía; por eso me apasiona la experiencia.

—Varios fabricantes y vendedores de papiro, instalados desde hace mucho tiempo en Menfis, dan una total satisfacción.

—Intentaré asombrarles ofreciendo productos de mejor calidad.

—¿No es presunción?

—Confio en mi trabajo y no acabo de entender vuestras… advertencias.

—Pienso sólo en vuestro interés. Admitid la realidad y evitaréis muchos problemas.

—¿No deberían bastaros los vuestros?

Los delgados labios de Denes palidecieron.

—Sed más preciso.

Bel-Tran se estrechó el cinturón de su largo paño, que tendía a resbalar.

—He oído hablar de infracciones y de procesos. Vuestras empresas ya no tienen un rostro tan atractivo como antaño.

El tono aumentó. Los invitados aguzaron el oído.

—Vuestras acusaciones son hirientes e inexactas. El nombre de Denes es respetado en todo Egipto, el de Bel-Tran es desconocido.

—Los tiempos cambian.

—Vuestros comadreos y vuestras calumnias ni siquiera merecen respuesta.

—Lo que tengo que decir lo declaro en la plaza pública. Dejo a los demás las insinuaciones y los trapicheos.

—¿Estáis acusándome?

—¿Acaso os sentís culpable?

La señora Nenofar tomó a su marido del brazo.

—Ya nos hemos demorado bastante.

—Sed prudente —recomendó Denes ofendido—. Una mala cosecha y quedaréis arruinado.

—He tomado mis precauciones.

—Vuestros sueños son sólo quimeras.

—¿No seréis vos mi primer cliente? Estudiaré una gama de productos y precios para vos.

—Pensaré en ello.

La concurrencia estaba dividida. Denes había apartado, efectivamente, a los utopistas, pero Bel-Tran parecía seguro de su fuerza. El duelo iba a resultar apasionante.

CAPÍTULO 28

E
l carro de Suti avanzaba por un difícil camino a lo largo de una pared rocosa. Desde hacía una semana, las tropas de élite del general Asher perseguían, en vano, a los últimos rebeldes. Estimando que la región estaba pacificada, el general dio orden de regresar.

Suti, acompañado por un arquero, permanecía mudo. Con el rostro sombrío, se concentraba en la conducción del vehículo. Pantera gozaba de un trato de favor; viajaba montada en un asno, a diferencia de los demás prisioneros, condenados a marchas forzadas. Asher había concedido este privilegio al héroe de la campaña que concluía, y nadie se había opuesto. La libia dormía en la tienda de Suti, estupefacta ante la transformación del joven. Él, por lo general ardiente y expansivo, se había encerrado en una extraña tristeza. Sin poder soportarlo más, quiso conocer la razón.

—Eres un héroe, serás agasajado, te convertirás en un hombre rico y pareces un vencido. Explícate.

—Una prisionera no puede exigir nada.

—Te combatiré durante toda mi vida, siempre que estés en condiciones de luchar. ¿Has perdido las ganas de vivir?

—Trágate tus preguntas y calla.

Pantera se quitó la túnica.

Desnuda, echó hacia atrás sus rubios cabellos y danzó lentamente, girando sobre si misma, para poner de relieve todas las facetas de su cuerpo. Sus manos describían curvas, rozaban sus pechos, sus caderas, sus muslos. Ondeaba con la innata agilidad de las mujeres de su raza. Cuando avanzó, felina, él no reaccionó. Le quitó el paño, besó su torso y se tendió sobre él. Con alegría advirtió que el vigor del héroe no había desaparecido. Aunque no quería, la deseaba. La muchacha se deslizó a lo largo de su amante y, con sus cálidos labios, le besó.

—¿Qué será de mi?

—En Egipto serás libre.

—¿No me mantendrás a tu lado?

—Un solo hombre no te bastará.

—Hazte rico y lo soportaré.

—Como una mujer honrada, te aburrirías. No olvides que has prometido traicionarme.

—Me venciste y te venceré.

Siguió seduciéndole con su voz, de graves inflexiones y tonos acariciadores. Tendida boca abajo, con los cabellos en desorden y las piernas abiertas, le llamaba. Suti la penetró con ardor, consciente de que aquella diablesa debía de utilizar la magia para reavivar así su deseo.

—Ya no estás triste.

—No intentes leer en mi corazón.

—Háblame.

—Mañana, cuando detenga el carro, baja del asno, acércate y obedéceme.

—La rueda derecha chirría —dijo Suti al arquero.

—No oigo nada.

—Yo tengo fino el oído. Este ruido anuncia una avería; mejor será verificarlo.

Suti ocupaba la cabeza de la columna. Salió del camino y colocó el carro frente a un sendero que se perdía en un bosque.

—Veámoslo.

El arquero obedeció. Suti puso una rodilla en tierra, examinó la rueda en cuestión.

—Malo —dijo—. Dos radios a punto de quebrarse.

—¿Puede repararse?

—Esperemos a que lleguen los carpinteros militares.

Estos marchaban a la cola de la columna, justo después de los prisioneros. Cuando Pantera bajó de su asno y se acercó a Suti, los soldados no se privaron de hacer comentarios obscenos.

—Sube.

Suti empujó al arquero, tomó las riendas y lanzó el carro a toda velocidad en dirección al bosque. Nadie había tenido tiempo de reaccionar. Petrificados, sus camaradas de combate se preguntaron por qué desertaba el héroe.

La propia Pantera confesó su pasmo.

—¿Te has vuelto loco?

—Tengo que cumplir una promesa.

Una hora más tarde, el carro se detuvo en el lugar donde Suti había enterrado al teniente asesinado por los beduinos. Pantera, horrorizada, asistió a la exhumación. El egipcio envolvió los despojos en un gran lienzo y lo ató por los extremos.

—¿Quién es?

—Un verdadero héroe que descansará en su tierra, junto a los suyos.

Suti no añadió que el general Asher, probablemente, no habría autorizado su acción. Cuando estaba terminando su fúnebre tarea, la libia gritó.

Suti se dio la vuelta, pero no pudo evitar que la zarpa de un oso le desgarrase el hombro izquierdo. Cayó, rodó sobre si mismo, intentó ocultarse detrás de una roca. De pie, con tres metros de altura, pesado y hábil a la vez, el plantígrado espumeaba. Hambriento y furioso, abrió las fauces y emitió un terrorífico rugido que hizo volar a los pájaros de los alrededores.

—¡Mi arco, pronto!

La libia arrojó el arco y el carcaj a Suti. No se atrevía a dejar la ilusoria protección del carro. Cuando el joven tomaba sus armas, la pata del oso se abatió de nuevo y le desgarró la espalda. Boca abajo, ensangrentado, dejó de moverse. Pantera soltó otro grito, atrayendo la atención del monstruo. Bamboleante, se dirigió hacia la muchacha, incapaz de huir.

Suti se arrodilló. Una neblina roja pasó ante sus ojos. Sacando fuerzas de flaqueza, tensó su arco y disparó hacia aquella masa parda. Herido en el flanco, el oso se volvió, a cuatro patas, con las fauces abiertas, corrió hacia su agresor. Casi desvanecido, Suti disparó por segunda vez.

El médico en jefe del hospital militar de Menfis no tenía esperanzas. Las heridas de Suti eran tan profundas y numerosas que no debería estar vivo. Pronto cedería al sufrimiento.

El arquero de élite, según el relato de la libia, había matado al oso con una flecha en el ojo, sin poder evitar un postrer zarpazo. Pantera había arrastrado el cuerpo ensangrentado hasta el carro, izándolo al precio de un sobrehumano esfuerzo. Luego se había ocupado del sudario. Tocar un cadáver le repugnaba, ¿pero acaso Suti no había arriesgado su vida para llevarlo a Egipto?

Afortunadamente, los caballos se habían mostrado dóciles. Por instinto, habían recorrido el camino en sentido inverso guiando a la libia más que conducidos por ella. El cadáver de un teniente de carros, un desertor agonizante y una fugitiva extranjera, ése fue el curioso grupo que había interceptado la retaguardia del general Asher.

Gracias a las explicaciones de Pantera y a la identificación del teniente, los hechos se habían demostrado. El oficial, muerto en el campo del honor, había sido condecorado a título póstumo y momificado en Menfis; Pantera, colocada como obrera agrícola en una gran propiedad; Suti, felicitado por su valor y amonestado por su indisciplina.

Kem había intentado expresarse con medias palabras.

—¿Suti en Menfis? —se extrañó Pazair.

—El ejército de Asher ha regresado victorioso, la rebelión ha sido aplastada. Sólo falta el cabecilla, Adafi.

—¿Cuándo llegó Suti?

—Ayer.

—¿Por qué no ha venido?

El nubio se apartó, incómodo.

—No puede moverse.

El juez se indignó.

—Sed más claro.

—Está herido.

—¿Gravemente?

—Su estado…

—La verdad.

—Su estado es desesperado.

—¿Dónde se encuentra?

—En el hospital militar. No os garantizo que esté todavía vivo.

—Ha perdido demasiada sangre —afirmó el médico en jefe del hospital militar—; operarle sería una locura. Dejémosle morir en paz.

—¿Esa es toda vuestra ciencia?

—No puedo hacer nada por él. El oso lo hizo trizas; su resistencia me deja estupefacto, pero no tiene ninguna posibilidad de vida.

—¿Puede transportársele?

—Claro que no.

El juez había tomado una decisión: Suti no moriría en una sala común.

—Procuradme unas parihuelas.

—No moveréis a ese moribundo.

—Soy un amigo y conozco sus deseos: vivir en su aldea sus horas postreras. Si os seguís negando, seréis responsable ante él y ante los dioses.

El facultativo no se tomó la amenaza a la ligera. Un muerto descontento se convertía en aparecido, y los aparecidos ejercían su rabia sin piedad, incluso contra los médicos en jefe.

—Firmadme un documento de descargo.

Durante la noche, el juez puso en orden una veintena de expedientes menores que darían trabajo al escribano durante tres semanas. Si Iarrot tenía necesidad de ponerse en contacto con él, dirigiría su correspondencia al tribunal principal de Tebas. Pazair habría consultado de buena gana a Branir, pero éste estaba en Karnak preparando su retiro definitivo.

De madrugada, Kem y dos enfermeros sacaron a Suti del hospital y le transportaron a la cómoda cabina de una embarcación ligera.

Pazair permaneció a su lado, tomando su mano derecha entre las suyas. Por unos instantes, creyó que Suti despertaba y que sus dedos se contraían. Pero la ilusión se disipó.

—Sois mi última esperanza, Neferet. El médico militar se niega a operar a Suti. ¿Aceptáis examinarle?

La muchacha explicó a la decena de pacientes que aguardaban sentados al pie de las palmeras que una urgencia la obligaba a ausentarse. Kem, siguiendo sus directrices, tomó varios botes que contenían remedios.

—¿Y la opinión de mi colega?

—Las heridas infligidas por el oso son muy profundas.

—¿Cómo ha soportado vuestro amigo el viaje?

—No ha salido del coma. Salvo unos instantes, tal vez, en los que he sentido palpitar su vida.

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