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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos (12 page)

José también acostumbraba a entrar en el oratorio cuando volvía de su trabajo, y si se olvidaba, se lo recordaba Rafaela: «Pepe, ¿has saludado al Señor?».

El servicio de la casa también estaba autorizado a entrar en el oratorio cuando lo considerasen conveniente, aunque Pepa imponía normas de que no entraran con delantal, o con alpargatas que pudieran manchar el suelo, que ella se cuidaba personalmente de encerarlo para que estuviera siempre brillante.

A las doce de la mañana se rezaba el Ángelus en La Cava, para lo que Pepa hacía sonar una campanilla a fin de advertir a las sirvientas que se encontraban en los distintos pisos, y cuando Rafaela no estaba en casa lo dirigía Pepa, siempre en latín. Algunas tardes también se rezaba el rosario.

Habían de pasar años antes de que ese ambiente de piedad influyera en Fernando, que seguía manteniéndose distante, aunque cortés y respetuoso, y por dar gusto a su madre asistía a misa algunos domingos. Rafaela se temía, por los lugares de mala nota que frecuentaba, que llevaba una vida arrastrada, y le horrorizaba pensar que se estuviera aprovechando de las jóvenes por las que ella luchaba. Esta situación mejoró cuando contrajo matrimonio con María Revilla y comenzó a tener hijos, pero la conversión definitiva tuvo lugar con ocasión del viaje que hicieran a París Rafaela y José en compañía de su hijo Pepín para que le practicaran una revisión médica. También les acompañaba Pepa, que era la que mejor dominaba al niño, que, como enfermo, tenía bastantes caprichos y la sirvienta era la que menos se los consentía.

En esta ocasión, como en otras, el matrimonio se detuvo en Lourdes para impetrar, o bien una curación total, que cada vez la veían más imposible, o una mejora aunque fuera parcial de la enfermedad, y sobre todo para que la Virgen les diera conformidad para llevar esa cruz.

Cuando llegaron a París se desencadenaron una serie de sucesos, impensados, que terminarían en tragedia con visión a corto plazo, aunque a la larga Rafaela daba gracias a Dios por lo acaecido.

Se habían alojado en el Hotel Deux Mondes, situado en la avenida de la Ópera, y José aprovechó para atender los negocios que tenían en Francia, ya que seguían explotando la patente Chenot, para lo que tuvo que desplazarse a algunas poblaciones cercanas a la capital. Uno de los días, Rafaela se levantó indispuesta, pero a pesar de todo trató de asistir a misa en una iglesia cercana, pero ni tan siquiera logró salir del
hall
del hotel; le faltaba la respiración. Confió en que se tratara de algo pasajero y no quiso que Pepa llamara a un médico. Cuando llegó la noche la situación se agravó, se le presentaron síntomas de asfixia y no quedó más remedio que llamar al facultativo del hotel, quien determinó que podía tratarse de una congestión pulmonar que requería guardar cama, pero cuando por la mañana amaneció con fiebre alta, comenzó a darle un tratamiento de quinina que le produjo otro tipo de trastornos, y Rafaela se sintió morir. A pesar de todo quiso mantener la calma, dijo que no se avisara a su marido, que por otra parte no era fácil de localizar, y le pidió a Dios que la sacara con bien de aquel trance ya que todavía su hijo Pepín la necesitaba mucho, pero que por encima de todo que se hiciera su voluntad. Uno de los días que se encontraba muy mal consiguió que localizaran a un sacerdote, que resultó ser un jesuita italiano, pero que hablaba bien el castellano, con el que hizo una confesión general, ya que dudaba de que lograra salir con vida de aquel trance, que mostraba todos los síntomas de ser una pulmonía, que en aquellos tiempos podía ser una enfermedad mortal.

Con la fiebre alta, la cabeza un poco perdida, tuvo el gran consuelo de que recalara su hermano Fernando, que andaba en viaje de negocios, quizá con intención de coincidir con su cuñado José, que fue el que, espantado de la situación de su hermana, dispuso que no quedaba más remedio que avisar a los padres y, en lo posible, también al marido. Mediante telegramas fueron localizados los padres, que se presentaron en París en poco más de veinticuatro horas, y entre tanto se produjo lo que a juicio de Fernando fue el milagro que le hizo cambiar.

Fernando, que creía que su hermana se moría, se admiraba de la conformidad que mostraba, procurando seguir sonriendo, haciendo caricias con gran esfuerzo a Pepín, y dando ánimos a los que la asistían, y no pudo por menos de decirle:

—¡Admiro tu fe, Rafaela!

—La que yo pido para ti, Fernando.

Estaban cogidos de la mano cuando se presentó Pepa con una botella de agua, y le dijo a Rafaela:

—Es agua de Lourdes, señora, que dicen que es muy milagrosa.

—¡Cómo no me lo has dicho antes, mujer!

Y sin dudarlo, hizo que la vertiera en un vaso, que se lo fue bebiendo a pequeños sorbos, y al cuarto de hora, ante los ojos asombrados de Fernando, se produjo una transformación: el rostro lívido, ligeramente amoratado, fue recuperando su color, al tiempo que comenzó a respirar con más facilidad. Cuando llegaron los facultativos comprobaron que no tenía fiebre, y determinaron que, por fortuna, no se trataba de una pulmonía, como llegaron a temer, sino de una simple congestión pulmonar que había hecho crisis. Fernando les contó lo del agua de Lourdes y los médicos se limitaron a sonreír y encogerse de hombros.

Cuando llegaron los padres a París, se encontraron a una hija sonriente, contenta, pidiéndoles toda clase de disculpas por el trastorno que les había ocasionado, y esa misma tarde la madre comenzó con unas molestias en la pierna derecha, acompañadas de una inflamación que le atribuyeron al cansancio de un largo viaje, muy precipitado, con la preocupación de tener a una hija gravemente enferma.

El facultativo del hotel, el mismo que atendiera a Rafaela, no le dio importancia a esa inflamación y no vio inconveniente en que emprendieran el viaje de regreso a Bilbao tomando unas medidas razonables, por ejemplo, que doña Rosario no pisara con el pie hinchado, para lo cual se podían servir de una silla de ruedas.

La muerte de la madre se produjo en circunstancias dramáticas. Don Gabriel consideró que antes de emprender el viaje debían tomar la precaución de que la examinara otro médico, a lo que doña Rosario se opuso: «Cuanto antes nos vayamos, mejor —y bromeó, como una triste intuición—. No me gustaría morir fuera de Bilbao».

Rafaela, totalmente respuesta de su mal, la conducía por la estación de Orleans en una silla de ruedas, y llegaron a montarse en el tren, momento en que lo que consideraban fatiga se convirtió en asfixia, y Rafaela dispuso que se suspendiera el viaje, a lo que la madre se negó en principio, pero acabó por acceder y justo les dio tiempo de bajarla del tren y tumbarla en un banco de la estación, en el que musitó una plegaria y clavó una mirada en su hija más querida, que Rafaela nunca olvidaría. Fue una mirada luminosa, esperanzadora, por lo que su hija nunca dudó de que su madre, en sus postreros momentos, tuvo una visión especial y que había ascendido al cielo directamente.

Es de imaginar la situación que se creó en una estación llena de viajeros, uno de los cuales fallecía en un banco de madera, del que tardaron algún tiempo en moverla ya que el jefe de la estación consideró que no se podía levantar el cadáver sin que lo permitiese la autoridad judicial, de suerte que hubo que ponerle un pañuelo que le sujetara la boca para que no se le abriera, y Rafaela se abrazaba a ella y solo decía: «¡Pobre papá, pobre papá!», porque como le explicaba después a su hermano Fernando, de su madre no se podía compadecer ya que tenía el convencimiento de que estaba en el cielo, y de que Dios la había dispensado de los engorrosos trámites que solía comportar el dejar este mundo por méritos de su ejemplar vida.

Don Gabriel, anonadado, cuando recobró la serenidad les contó a Rafaela y a Fernando que cuando viajaban de Bilbao a París, angustiados por la enfermedad de su hija, su mujer comentó que no creía que Rafaela fuera a morirse, con tanto bien como estaba haciendo, y el que le quedaba por hacer, y que, por tanto, ella ofrecía con gusto su vida por la de su hija, ya que todo lo que tenía que hacer en este mundo ya lo había hecho. Y que don Gabriel le razonó que, si vamos a eso, él también podía ofrecer la suya, a lo que su esposa le replicó que su vida seguía siendo más valiosa con tantos negocios como se traía entre manos, que bien llevados podían dar mucha gloria a Dios.

Rafaela siempre fue muy contraria a admitir actuaciones sobrenaturales, extraordinarias, en su vida, pues decía que se conformaba con que el Espíritu Santo le diera fuerzas para sacar adelante su trabajo, para lo que contaba también con la ayuda de su ángel custodio, y que con eso le bastaba. Ya mayor, cuando contaba con religiosas que la consideraban su fundadora, no les consentía que hablasen de mociones extraordinarias del Espíritu Santo, que a saber si serían del demonio, y que lo único que les pedía era que nunca se cansaran de hacer el bien, que acabó siendo su lema: «No os canséis nunca de hacer el bien».

Dio las gracias a su padre por su buena disposición hacia ella, pero no admitía que Dios hubiera cambiado la vida de su madre por la suya, sino que se la había llevado porque era llegada su hora y Dios, en su infinita misericordia, la había dispensado de una larga agonía. Por la misma razón, cuando pasadas unas semanas Fernando, con el entusiasmo de los prosélitos, se enteró de que en Lourdes funcionaba una comisión médica para registrar milagros en los que intervenía el agua milagrosa del santuario, quiso que se propusiera lo sucedido con la botellita de agua que le diera Pepa en el Hotel Deux Mondes, a lo que Rafaela se opuso rotundamente.

El cadáver de doña Rosario no se pudo trasladar a Bilbao hasta el 19 de octubre de 1883, y al siguiente día, que cayó en sábado, día por el que la difunta sentía especial preferencia como devota que era de la Virgen de Begoña, se celebraron los funerales en la iglesia de San Nicolás, de la que era párroco don Leonardo Zabala, aunque fueron varios los sacerdotes que asistieron. Rafaela tuvo la alegría de que, por vez primera en muchos años, su hermano Fernando se acercó a recibir la comunión, y no lo consideró nada extraordinario, sino algo tan natural como que su madre, desde el cielo, había conseguido aquello por lo que tanto penara en vida, pero que nunca dudó que acabaría sucediendo.

Después del funeral tuvo lugar una recepción en La Cava en la que se ofreció un refrigerio a los parientes que habían asistido al sepelio, algunos venidos de Sevilla, donde residía una rama de los Ybarra, y otros de Francia e Inglaterra. Rafaela, con la ayuda de Pepa, lo había organizado para que todo estuviera bien atendido, y le sorprendió cuando se le acercó su hermano Fernando y le dijo:

—¿En qué te puedo ayudar?

—¿Es que falta algo? —le respondió.

—No me refiero al servicio, mujer, sino a ti personalmente.

Rafaela, que no había podido por menos de derramar unas lágrimas durante el funeral, pensó que se refería a ayudarla a superar la pena por la muerte de su madre, y le tranquilizó.

—¿Lo dices porque me has visto llorar en el funeral? No te preocupes, me encuentro muy bien, y convencida de que mamá está en el cielo. —Y añadió con un punto de malicia—: Y quizá desde allí haciéndonos, ya, algunos favores.

—Nunca he dudado de que mamá está en el cielo. Me refiero a ayudarte en algunas de tus obras de caridad. Poco puedo hacer yo, pero por lo menos alguna ayuda económica sí puedo prestarte.

Este ofrecimiento de su hermano, por inesperado, le produjo tal emoción que no pudo evitar nuevas lágrimas, más abundantes que las que derramara en el funeral, lo que provocó que a Fernando también se le anegaran los ojos, y ambos hermanos se abrazaron; y algunos invitados que los vieron llorar abrazados se admiraban de lo mucho que echaban en falta a su madre.

Fernando vivió pocos años más, ya que murió joven, con cuarenta y cuatro años, en 1888, pero en esos últimos años de su vida se entregó a cuantas obras de caridad le sugería Rafaela, y a algunas otras por su cuenta. Financió las salas-cuna de San Vicente, participó en la creación de los hospitales mineros de Triano, en el asilo de huérfanos de La Casilla y en la fundación de un colegio de La Salle; dirigió personalmente el establecimiento de una escuela en el barrio minero de La Arboleda, en el que también construyó viviendas para los obreros. Y siempre estaba dispuesto a ayudar a las religiosas, fundamentalmente a las monjas Adoratrices, según las indicaciones que le hacía Rafaela. Poco antes de morir le escribió una carta a su hermana en la que le decía:

Si Dios en su infinita misericordia tiene dispuesto que leguemos a nuestros hijos la fortuna que nos ha confiado, ¿qué importa que quede mermada en lo superfluo? Si por el contrario su inescrutable sabiduría decidiera privarnos de ella por contratiempos o reveses de los negocios, ¿cabría mayor satisfacción que la de pensar que habíamos hecho buen uso de ella mientras la teníamos? No andemos con paños calientes, ni hagamos a medias las cosas que Dios quiere que hagamos.

Una vez fallecido, su viuda, María Revilla, siguió con la labor emprendida por su marido y fue ella quien financió en su totalidad la escuela que impulsara en La Arboleda. Fue Rafaela la que se ocupó, personalmente, de amortajar el cadáver del hermano tan querido.

9

RAFAELA Y LA CASA DE MATERNIDAD

El doctor Carmelo Gil, médico de Abando, estaba horrorizado por lo que sucedía en un mundo siniestro del que nunca hablaba la prensa, como si no existiera, y del que también hacían caso omiso las autoridades públicas; miraban para otro lado, o llegaban a decir que era inevitable que existiera, ya que no en vano se consideraba el oficio más antiguo del mundo: la prostitución.

En las Siete Calles, bajo nombres encubiertos, bien de confiterías o cervecerías, funcionaban auténticos lupanares y, según resulta de la obra testimonial del padre Abad, ya citada:

El desenfreno era tal, que de las casas de perdición se desbordaba el vicio a la vía pública. Por otra parte, el vicio se escondía donde menos se pudiera pensar. Padres y madres desnaturalizados que trafican con el honor de sus hijas; personas de una misma familia que viven encenagadas en la inmundicia; niños y niñas abandonados y caídos en la degradación; personas al parecer muy dignas, entregadas a tratos infames.

E insiste el padre Abad, buen conocedor del problema por ser coetáneo de esa época, que había locales tan escandalosos como el Eden Concert, en el que se «se daban bailes de máscaras de malísimo género, donde se veía entrar a muchas jovencitas», y cuando el escándalo alcanzaba proporciones desmesuradas y se veía obligada a intervenir la municipalidad para disponer la clausura del local, era para reabrirlo pocos días después con el nombre cambiado, por ejemplo, Variedades, y luego volvía a ser otra vez el Eden Concert, porque el negocio era tan sustancioso que daba para pagar a los mejores abogados de Bilbao, siempre que no fueran escrupulosos.

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