LONDRES, septiembre de 2001
—Me alegro de que hayas vuelto —le dijo Freya a Emma—. Me preocupé al no poder dar contigo.
—Me temo que tiré el móvil al mar. —Emma se abrió camino entre un montón de hojas doradas del sendero. Había escuchado el último mensaje de Joe por última vez: «He cometido una verdadera estupidez. Escucha, voy a arreglarlo.» Le resultaba insoportable. Ya era demasiado tarde.
—Estás convirtiendo en un hábito eso de desaparecer —le dijo Charles, caminando con rigidez a su lado.
—Liberty me enseñó que uno no puede confiar en nadie más que en sí mismo. Necesitaba pasar una temporada sola. —Una brisa fresca rizó el agua y un niño pequeño mandó un barco rojo a navegar sobre las olas.
—Bobadas. Sabes que siempre podrás confiar en nosotros. —Charles se levantó el cuello del jersey de lana—. Nos tenías preocupados.
—No puedes con esto tú sola, Em. —Freya sacudió la cabeza—. No soporto verte así. Te comportas como de niña, empeñada en no llorar cuando te caías.
—Estoy bien. —Emma tenía un nudo en la garganta.
—No hay noticias de Joe —dijo Freya en voz baja.
—Lo sé. —Emma siguió andando—. Le pedí a su madre que me avisara si se enteraban de algo.
—Se alegrarán de lo del bebé… —La voz de Freya se apagó.
—Se lo diré a su tiempo. Todavía no. —Se estremeció—. Ahora tienen una nuera como es debido.
—Delilah vuelve a casa.
Emma se volvió en tromba.
—¡Por favor, no le cuentes nada!
—Acabará por saberlo.
Emma sacudió la cabeza.
—No estoy preparada para decírselo todavía. Este bebé es lo único bueno que tengo en la vida por ahora y no voy a dejar que también me lo estropee. —Emma se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Una de las tres cosas buenas que tengo. —Enlazó un brazo con el de Freya y el otro con el de Charles y siguieron paseando—. ¿Sigue adelante el trato? Firmé los documentos.
—Sí, vi que los habías dejado en el despacho anoche. —Freya indicó un banco—. ¿Podemos sentarnos?
Charles desempolvó el asiento y le ofreció la mano a Freya para que se sentara.
—La cuestión es que los americanos se han retirado. Francamente, presentía que lo harían.
—¿Por el 11-S? —Emma inspiró profundamente y miró el lago—. ¿Qué pasará ahora? Yo no puedo trabajar con Lila ahora que Joe no está.
—La propuesta sigue en pie. Delilah cree que podrá encontrar otro comprador.
—Entonces dejemos que lo haga.
—¿Estás segura, Emma? —preguntó Charles—. No tienes que tomar ninguna decisión precipitada. Puede ser ella la que se vaya.
Emma negó con un gesto.
—No puedo comprar su parte, no la participación suya y la de Joe en la empresa. Lo tiene todo a su favor siendo su esposa. Ha vencido. Delilah tiene tanto dinero como siempre había querido. Joe era siempre tan organizado… Apuesto a que cambió el testamento justo después de la boda.
Freya asintió con la cabeza.
—Delilah me mandó por fax una copia, como si yo necesitara una prueba. ¡Es tan injusto! —Freya atizó furiosa una bolsa arrugada de patatas fritas con el bastón—. ¿Por qué has tenido que perderlo todo?
Emma la miró.
—Nadie ha dicho que la vida sea justa. Mira lo que le pasó a mamá.
—¿Qué harás? Está el estudio, claro. Puedes volver a empezar…
—No. —Emma negó con la cabeza—. Voy a venderlo.
—¿Dónde vivirás? Puedes venirte con nosotros, pero solo tenemos dos habitaciones.
—¿Sabes? —dijo Emma tras una pausa—. Una noche, sentada en la playa, pensé: «Puedo irme a cualquier parte.» Os tengo a ti y a Charles y siempre me tendréis a mí, pero no estoy atada a nadie, de hecho ahora ya no. Es sorprendente lo rápido que desaparece lo que parecía sólido. Joe, mamá, mi casa, mi trabajo… todo se ha esfumado.
—¡Oh, Em, cariño! —Freya le apretó la mano.
—No me doy lástima —dijo Emma—. Simplemente… —Se pasó una mano por el pelo—. Releí el testamento de mamá mientras he estado fuera. He decidido mudarme a Valencia de forma permanente.
—¿Has decidido qué? —Freya había abierto unos ojos como platos—. Que la casa te sirva de lugar de vacaciones es una cosa, pero ¿mudarte allí?
—¿Por qué no? Quiero tener a mi hijo lejos de aquí, lejos de todo esto. Quiero empezar de cero.
—Pero si según Liberty esa casa lleva décadas deshabitada, Emma. —Charles se sacó una moneda antigua del bolsillo y la acarició con el pulgar—. Seguramente se está cayendo a pedazos.
—Me da igual. Voy a invertir el dinero de la venta del estudio en esto. Voy a construirme una vida distinta. Por supuesto, espero que vengáis a verme, que os quedéis conmigo todo el tiempo que queráis.
—No, no lo creo. —Charles apartó la mirada.
—¿Por qué no? Te encantaba España.
—El país que yo amaba ya no existe, ni la gente a la que yo amaba. Todo ha cambiado. —Charles jugueteaba nerviosamente con la moneda, dándole vueltas entre los dedos.
—¿Después de todo este tiempo? Pues claro. Valencia parece un lugar hermoso.
—Lo es. —Tras una pausa, Freya añadió—: Siempre ha sido un paraíso. La tierra de las flores, la luz y el amor.
—¿En serio?
—¡Oh! Eso dice una antigua canción. —Freya miraba el lago—. Las montañas, esas hermosas cúpulas azules,
Sangre y arena
… —Notó la confusión de Emma—. Tyrone Power y Rita Hayworth, querida. Es algo mágico. ¿Sabes que el Santo Grial está en la catedral?
—¿Te burlas de mí? —Emma sonreía, pero se sentía extraña; los músculos de su cara habían perdido la costumbre de hacerlo—. Tienes que venirte conmigo.
—No. No, no lo creo. Tienes que descubrir el país por tu cuenta. Nuestros recuerdos de la Guerra Civil… bueno, un montón de idealistas vieron sus ideales rotos y destruidos cuando ganó Franco. —Miró de reojo a Charles—. Si estás decidida a ir, no quiero que nuestras vivencias tiñan tu estancia allí.
Charles se aclaró la garganta.
—¿Cómo era aquel viejo dicho mallorquín tan encantador?
—«Fue así y no fue así» —apuntó Freya. Eso lo resume todo, ¿verdad? Todas las historias tienen dos caras: una de luz y una de sombra —murmuró—. Sigo manteniendo que hubo actos individuales de notable valor y compasión que te permitían soportar lo peor. Pero la matanza fue brutal. ¿Quién era ese hombre espantoso que decía: «Muerte a la inteligencia, larga vida a la muerte»?
—Millán Astray. —Charles torció el gesto—. Fundó la Legión Extranjera. Eran muy peligrosos cuando los atacabas, te lo aseguro. Eran muy aficionados a usar el cuchillo.
Freya asintió con la cabeza.
—La guerra es siempre sangrienta y una guerra civil la que más.
—Hermanos contra hermanos —dijo Charles, con una mirada penetrante a Freya—. Todos sospechaban de todos. Los republicanos intentaban localizar a los franquistas que trabajaban clandestinamente: los llamaban la «quinta columna», el enemigo interno.
—Pero no dieron con todos —dijo Freya en voz baja—. Francamente, los políticos nos parecían irrelevantes a la mayoría. La gente como Charles y yo habíamos ido a España porque parecía la única cosa decente y humana que podíamos hacer.
—El Gobierno británico estaba asustado, como todos los conservadores, fueran de donde fuesen —dijo Charles—. No hacían más que ver titulares sobre monjas violadas y curas y terratenientes asesinados. Te aseguro que nunca he conocido gente más decente que los hombres y las mujeres con los que combatí en las Brigadas. Eran simples trabajadores, estibadores y mineros en su mayoría, que veían sufrir a sus iguales y que la democracia estaba en juego. Ahora, la gente cree que las Brigadas Internacionales eran un nido de poetas con flores en la gorra.
—O mariposas —dijo Freya.
—Acababas de empezar la carrera cuando te fuiste, ¿verdad, tío Charles? —dijo Emma—. Tenías una beca, ¿no?
—Mmm. Sí. Era un niño. Cuando mataron a nuestros padres nos quedamos en la estacada. Conseguí reunir lo suficiente para comprar las casas: por entonces Chelsea era un barrio muy degradado y St. Ives un pueblecito de pescadores. ¿Te acuerdas, Frey, de cómo la humedad rezumaba de las paredes? Tuvimos que escondernos del lechero debajo del sofá en más de una ocasión.
—¿Por eso no terminaste los estudios?
—Bueno, en aquellos tiempos no era necesario, a no ser que estuvieses interesado en dar clase, claro. En cierto modo era visto con malos ojos… era un poco impropio de caballeros. Mira a Nabokov, uno de los mejores expertos en lepidópteros que jamás haya existido y un completo aficionado.
—Te carteaste con él una temporada, ¿verdad? —Freya se recogió un mechón de cabello detrás de la oreja y se caló la gorra—. Charles era un buen partido en aquella época —le comentó a Emma con picardía—. Era uno de los que estaban tremendamente de moda. Fue una época interesante. Muchos de sus contemporáneos se hicieron bastante famosos.
—Yo era bastante ingenuo, por no decir otra cosa, en lo tocante a política. —Tras una pausa, añadió—: En lo tocante a un montón de cosas.
—¿Al final te uniste a los Apóstoles? —dijo Freya. Inclinándose hacia Emma, le susurró—: Nunca he podido sacarle una respuesta clara.
—¿Eh…? No. —Charles cruzó las piernas—. Recibí una invitación en mi casillero, pero creía que era de algún grupo de fanáticos religiosos y la tiré.
—¡Tonterías! No me lo creo. —Freya soltó una carcajada—. Era una sociedad secreta de hombres del Trinity y del King’s College que se reunían los sábados para debatir. Era una membresía para toda la vida. Personajes como Lytton Strachey, Rupert Brooke, Burgess y Blunt han pertenecido al club. ¿Llegó Cornford a ser miembro?
—¿John? No, era demasiado modesto.
—Desde luego, en los tiempos de Charles reclutaban a sus miembros por el aspecto más que por el intelecto.
—¡Oh, cállate, Frey! Hablas de cosas de las que no sabes nada.
—Nunca he entendido por qué no volvió al King’s College si tanto le gustaba. Era casi como si se estuviera castigando —le dijo Freya a Emma.
—¿Castigándome? ¿Eso crees? A lo mejor había allí demasiados recuerdos. —Charles frunció el ceño—. Era bastante feliz en Downing. Volví después de 1945, cuando Imms sustituyó a Wigglesworth. Se especializó en mariposas y polillas. Un estupendo hombre de familia, muy cálido: aunque no lo deducirías del poema de Updike sobre él. Era una época emocionante. Revolucionamos realmente el modo en que la gente veía los insectos con nuestro trabajo en Cambridge. Al principio yo buscaba la escala de aromas de las alas de mariposa. ¿Sabías que emiten feromonas para atraer a las hembras?
Charles había explicado sus teorías un centenar de veces, pero Emma le siguió la corriente.
—Es fascinante, tío Charles.
—No está mal para unas criaturas tan pequeñas que pesan igual que dos pétalos de rosa y viven apenas unos días.
—¿Se marcharon a España muchos de tus amigos?
—¡Oh, sí! Fuimos yo, Hugo, John Cornford…
—Era poeta, ¿no?
—Sí. Volvió en 1936 para convencernos de que nos uniéramos a las Brigadas Internacionales. Por supuesto, lo mataron al cabo de pocos meses. Lo vi, brevemente, en Madrid. —Charles sonrió tristemente al recordarlo—. Se parecía a Byron, tenebroso y romántico, con la cabeza vendada. Salieron en tren hacia el frente de Andújar en Nochevieja. Perdimos a Ralph Fox y a John al día siguiente de que cumpliera veintiún años. —Suspiró, mirando a Emma—. Si de verdad te interesan todas estas viejas anécdotas, tengo un regalo de despedida para ti. Ven a verme a Cambridge antes de marcharte.
—Gracias. Lo haré. Espero que cambies de idea sobre Valencia. No hay prisa. Tardaré unos cuantos meses en adecentar la casa. —Eso esperaba—. Seguro que querréis ir para conocer al bebé, ¿no?
—Ya veremos. —Freya sonrió débilmente—. Espero que sepas lo que haces.
—¿De qué vivirás? —le preguntó Charles.
—Ya se me ocurrirá algo. Perfume, cosméticos, todo eso parece tan poca cosa desde el 11 de septiembre…
—Te equivocas —dijo Freya. Emma notó la súbita dureza de su tono—. La gente necesita cosas así, perfume y poesía, música y pintura, más que nunca en los tiempos que corren. La gente necesita recordar los placeres sencillos de la vida. Si uno los olvida, si la vida pierde su color, entonces ellos habrán ganado. Esos bastardos cobardes sin alma habrán ganado.
—Frey… —le rogó Charles.
—Lo siento. Es que cuando hablamos del pasado siempre… bueno. —Parpadeó y bajó los ojos—. No podemos permitir que ganen.
Emma se dio cuenta de pronto de que nunca había visto llorar a Freya, ni una sola vez, ni siquiera por la muerte de Liberty. Habría querido preguntarle por la carta de Liberty, pero no le pareció el momento apropiado. Freya parecía repentinamente cansada.
—Solo espero que sepas bien lo que haces —le dijo su abuela.
—No le hagas caso —le recomendó Charles—. Siempre ha sido demasiado precavida…
Freya le puso mala cara.
—Bobadas. He tenido momentos de arrojo.
Charles palmeó la mano de Emma.
—Buena suerte, Em. Si necesitas hacerlo, hazlo. —Miró el lago—. Todo pasa tan deprisa… Tenemos que disfrutar tanto como podamos.
GUADALAJARA, marzo de 1937
Freya trabajó con dos enfermeras españolas hasta el anochecer, limpiando algunas de las habitaciones derruidas de la granja abandonada, barriendo los suelos irregulares e instalando más camas para el hospital de campaña. Estaba agotada y tenía las manos en carne viva de mover ladrillos y piedras y las espinillas llenas de golpes y arañazos de tropezarse con los camastros de metal. Lo único que quería era una bebida fuerte y relajarse con Tom de vuelta en Madrid. Se moría por tomar un baño caliente, por su cama.
Se sentía como una princesa cuando por las mañanas se despertaba rodeada por el lujo de la casa abandonada por el franquista donde la unidad de transfusiones de sangre canadiense había establecido su cuartel general. Los contrastes de su vida la asombraban: la intensidad de sus días, haber encontrado la felicidad entre tanto horror. Había conocido a Tom. Se apoyó en el palo de fregar y levantó la lata de aceite de oliva, cuya mecha chisporroteaba mientras ella inspeccionaba la habitación sin ventanas de techo bajo, lo más parecido a una sala de hospital que podrían tener.
—Bien hecho, chicas —dijo—. Por lo menos ahora por la mañana estaréis listas para empezar.
—¡Aquí estáis! —dijo una voz de hombre.